Entre los aniversarios que se conmemoran en el mes de octubre está el de la encíclica Summi pontificatus de Pío XII, publicada el 20 de octubre de 1939, que fue la primera y una de las más importantes de su pontificado.
El cardenal Eugenio Pacelli había sido elevado a la cátedra de San Pedro con el nombre de Pío XII el 2 de marzo de 1939. Por su temperamento y vocación, era un hombre de paz. Su escudo pontificio exhibía una paloma con un ramo de olivo en el pico, y la divisa señalaba la paz como fruto de la justicia: Opus iustitiae pax (Is. 34,17). Y el primer mensaje que envió por radio al mundo entero lo dedicó a «la paz, don de Dios deseado por todo hombre recto de corazón y fruto del amor y la justicia».
Pío XII hablaba de la paz porque el mundo estaba al borde de la guerra. Según uno de sus biógrafos, «recibió la tiara como si fuese un yelmo, porque Europa se había levantado en armas».
En la conferencia de Múnich de septiembre de 1938, Hitler se había comprometido formalmente a garantizar la integridad del estado checoslovaco. Pero el 15 de marzo de 1939, pocos días después de la coronación del Papa, el dictador nazi incumplió los acuerdos de Múnich e invadió Checoslovaquia y anexionó al Reich Bohemia y Moravia. La postura de Francia y Gran Bretaña para con Hitler, hasta ese momento acomodaticia, cambió a partir de ese momento: ambos países se comprometieron a defender a Polonia.
El 23 de agosto de ese año, Molotov, ministro de exteriores soviético, suscribió con su homólogo alemán Ribbentrop un tratado de no agresión acompañado de un protocolo secreto que contemplaba la división de Polonia y la separación de Europa Oriental en dos esferas de influencia.
El 1º de septiembre, tras la negativa por parte de Polonia de ceder a Hitler el Corredor de Dánzig, el ejército alemán invadió Polonia. Dos días más tarde, Gran Bretaña y Francia declararon la guerra a Alemania.
Había estallado la Segunda Guerra Mundial, conflicto que no entendía de fronteras y afectó a civiles de todo el mundo y dejó tras sí un espeluznante balance de más de sesenta millones de muertos, pero ante todo millones de víctimas espirituales y morales.
A las pocas semanas del inicio de la debacle, Pío XII publicó la encíclica Summi pontificatus, en la que no se limitó a deplorar la guerra, sino que dejó claras sus causas: «Hoy día los hombres, venerables hermanos, añadiendo a las desviaciones doctrinales del pasado nuevos errores, han impulsado todos estos principios por un camino tan equivocado que no se podía seguir de ello otra cosa que perturbación y ruina. Y en primer lugar es cosa averiguada que la fuente primaria y más profunda de los males que hoy afligen a la sociedad moderna brota de la negación, del rechazo de una norma universal de rectitud moral, tanto en la vida privada de los individuos como en la vida política y en las mutuas relaciones internacionales; la misma ley natural queda sepultada bajo la detracción y el olvido.
Esta ley natural tiene su fundamento en Dios, creador omnipotente y padre de todos, supremo y absoluto legislador, omnisciente y justo juez de las acciones humanas. Cuando temerariamente se niega a Dios, todo principio de moralidad queda vacilando y perece, la voz de la naturaleza calla o al menos se debilita paulatinamente, voz que enseña también a los ignorantes y aun a las tribus no civilizadas lo que es bueno y lo que es malo, lo lícito y lo ilícito, y les hace sentir que darán cuenta alguna vez de sus propias acciones buenas y malas ante un Juez supremo».
Son palabras que vale la pena meditar en tiempos como los que vivimos en los que el rechazo a la ley natural ha llegado al extremo de negar la existencia misma de una naturaleza humana con teorías y prácticas abominables como la ideología de género.
Pío XII llega al fondo de la cuestión: «El fundamento de toda la moralidad comenzó a ser rechazado en Europa, porque muchos hombres se separaron de la doctrina de Cristo, de la que es depositaria y maestra la Cátedra de San Pedro. Esta doctrina dio durante siglos tal cohesión y tal formación cristiana a los pueblos de Europa, que éstos, educados, ennoblecidos y civilizados por la cruz, llegaron a tal grado de progreso político y civil, que fueron para los restantes pueblos y continentes maestros de todas las disciplinas».
Si se quiere alcanzar la paz, la paz verdadera, que es la tranquilidad del orden público , la vida nacional y la internacional, dice Pío XII que ésta «deberá levantarse sobre el inconcluso y firme fundamento del derecho natural y de la revelación divina». No hay otra manera posible. «La reeducación de la humanidad, si quiere ser efectiva, ha de quedar saturada de un espíritu principalmente religioso; ha de partir de Cristo como fundamento indispensable, ha de tener como ejecutor eficaz una íntegra justicia y como corona la caridad».
El pontificado de Pío XII gira en torno a esta enseñanza, y posee un valor perenne. No basta con una condena genérica de la guerra y con generalizaciones que convoquen a la paz. El respeto a la ley natural y la conversión a Cristo serán lo único que pueda restablecer la paz en el mundo y la gloria de la Iglesia para que vuelva a ser la civitas supra montem posita, la «ciudad situada sobre una montaña», la roca inquebrantable contra la que se estrella en vano la furia de las olas.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)