“Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó. Dios los bendijo; y les dijo Dios: ‘Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla […]’. Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne’” (Gn 1, 27-28 2, 24). Desde la creación, Dios bendijo la unión entre el hombre y la mujer, de manera que una vez unidos ya no son dos, sino uno. Por esta necesidad ―casi diríamos ontológica―, desde la Antigüedad el matrimonio es siempre cercado por algún compromiso ritual dentro de reglas éticas y morales, sea entre paganos o entre judíos.
Cristo lo sella con la obligatoriedad formal de la indisolubilidad, registrada sobre todo por Mateo, cuando narra una trampa que le querían tender los fariseos acerca del tema: “Se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: ‘¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?’. Él les respondió: ‘¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre’” (Mt 19, 3-6). Y aún les asevera “Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero, al principio, no era así. Pero yo os digo que, si uno repudia a su mujer —no hablo de unión ilegítima— y se casa con otra, comete adulterio” (Mt 19, 8-9).
De este modo, los cristianos, desde los primeros tiempos, se esfuerzan en vivir según su maestro y viven el matrimonio como signo de fe, como lo atesta uno de los más antiguos documentos del cristianismo primitivo: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres […]. Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne” (Carta a Diogneto, n. 5). El actual rito del matrimonio, al confirmar el sacramento, en el consentimiento de entrega de los esposos, uno al otro, dice: “El Señor confirme el consentimiento que han manifestado delante de la Iglesia, y realice en vosotros lo que su bendición os promete. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. Es Dios quien los une por toda la vida. Por lo tanto, existe una moral familiar que debe ser seguida y amada.
Y si estas reglas son “demasiado rígidas”, hay que recordar que fueron dadas por el mismo Dios. No son “catalogadas o encerradas en afirmaciones” humanas. Evidentemente la Iglesia, en su misión pastoral, ayuda y guía aquellos que se encuentran en una situación irregular, pero toda y cualquier acción de los pastores debe ser en el sentido de una solución que no contraríe la Ley de Dios, apoyada en la verdad y en la coherencia entre la elección de vida y la fe que se profesa.
Francisco
Enseñanzas del Magisterio
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