Las virtudes cardinales o morales

Profundizando en nuestra fe (Cap. 10.4)

Las virtudes morales o cardinales son: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

Al hablar de estas virtudes lo podemos hacer considerándolas desde un punto de vista meramente humano y natural. Por ejemplo, cuando decimos que tal persona es normalmente “muy prudente” o “sabe controlarse a sí mismo”. Y también podemos hablar de estas virtudes en su dimensión sobrenatural.

Para que actúe la gracia de Dios sobre nosotros, Dios necesita que tengamos una base de virtudes naturales sobre las cuales depositar sus dones. Dios no destruye nuestra naturaleza sino que edifica sus virtudes sobre las nuestras.1 El efecto de su gracia sobre nuestras almas estará condicionado a nuestra “base natural”. Es nuestra responsabilidad quitar todos los obstáculos que podamos tener para que la gracia actúe en nosotros.

Poseemos esas virtudes en su forma sobrenatural cuando permanecemos en estado de gracia. La gracia santificante nos da prontitud y facilidad para practicar esas virtudes.

Hay cuatro virtudes morales o cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Estas cuatro virtudes comprenden las cuatro direcciones fundamentales del buen obrar del hombre y perfeccionan las cuatro potencias humanas:

  • La prudencia: determinando la elección de los medios que se deben emplear para un fin, perfecciona el entendimiento.
  • La justicia: que inclina la voluntad del hombre a que dé a cada uno lo que le es debido.
  • La fortaleza: afianzando el apetito irascible contra el temor irracional, preservándolo también de la temeridad.
  • La templanza: que modera el apetito concupiscible y los placeres sensibles, ordena al hombre a dominar y regular sus propias pasiones.

Hay muchas otras virtudes morales, pero de un modo y otro todas están contenidas en estas cuatro, por eso se les llama “cardinales”. Esas otras virtudes son: piedad,, obediencia, veracidad, liberalidad, paciencia, humildad, castidad… Si nosotros somos prudentes, justos, fuertes y vivimos con templanza, las otras virtudes les seguirán del mismo modo que un niño sigue y acompaña a su madre.2

1.- La virtud de la Prudencia

Es una virtud que ayuda a nuestra inteligencia a la hora de hacer juicios sobre cosas y personas. Es la virtud que ordena todas las acciones al debido fin, y para ello busca los medios convenientes de modo que la obra salga bien hecha, y por tanto, agradable al Señor.

Como primera y principal de las virtudes cardinales, la prudencia es la virtud que dirige nuestro entendimiento para discernir e imperar en cada uno de nuestros actos lo que es bueno y debe hacerse porque nos conduce a nuestro último fin. En cada momento «discernir lo que es útil para ir a Dios, de lo que nos puede alejar de Él ésta es la misión de la prudencia sobrenatural«3.

La prudencia es una fuerza o virtud intelectual nueva, que amolda la ley moral a todos y cada uno de los casos que pueden presentarse. Es en primer lugar un conocimiento práctico: partiendo del conocimiento de las verdades de la fe y de la moral, verdades universales y permanentes, pasa al conocimiento de los hechos, de las personas y circunstancias concretas que nos rodean, y dictamina lo que debe hacerse en ese momento. Y a la vez es una decisión imperativa, que hace llevar a la práctica ese cometido.4

El hombre debe reconocer la voluntad de Dios en cada momento. Y para ello no es suficiente la «buena voluntad», ni el deseo de ser justo, fuerte y templado. Estas disposiciones previas requieren una luz que oriente y determine en cada caso el impulso procedente de las mismas: y esta luz es la prudencia.5 Sin la prudencia no hay virtud moral. Ella determina en las virtudes la característica fundamental de todas las virtudes morales: el justo medio, entre los dos extremos, por defecto y por exceso.

Al mismo tiempo, por su calidad de ordenadora imperante de la conducta, pone en ejercicio todas las virtudes, comprometiendo a todo el hombre en su camino hacia la eternidad: no puede darse prudencia perfecta si no se dan al mismo tiempo las disposiciones estables de fe, caridad, justicia, fortaleza, templanza.

No se debe confundir con la idea de mediocridad, titubeo, indecisión o astucia, que a veces la palabra prudencia evoca en nuestro lenguaje.

1.a. La virtud de la prudencia en la Sagrada Escritura

La Biblia usa diferentes términos para referirse a esta virtud: prudencia, discreción, sensatez, sabiduría, madurez.

La prudencia es un don de Dios: «El Señor da la sabiduría y de su boca derrama prudencia e inteligencia» (Prov 2:2; 8:11.14; Sab 8:7). Jesucristo invita a edificar sobre ella la propia vida «como varón prudente que edifica su casa sobre roca», a ser prudentes como la serpiente, o como el siervo y las vírgenes vigilantes (Mt 7:24). Y San Pablo distingue cuidadosamente entre la «prudencia de la carne», contraria a los criterios de Dios, que procede del deseo y las apetencias del hombre animal, y una prudencia o sensatez religiosa, que procede del espíritu, según Dios (Rom 8:61 Cor 1:19).

Para adquirirla, se insiste en pedirla a Dios (Ef 1:8). Para lograrla, se exige en el hombre una rectitud de la vida entera, evitando la locuacidad, las malas compañías, la embriaguez, los malos impulsos de venganza, orgullo o lujuria (Eccli 22:9-18). Y se aprende, finalmente, del consejo de los ancianos y prudentes, de las lecciones de la vida y de la historia.

La prudencia preserva al hombre de los torcidos caminos del pecado (Prov 2:11 ss.); el prudente es atento y dócil a lo que Dios le pide (Mt 25:1 ss.); sólo el prudente sabe cuál es el tiempo de hablar o de callar (Prov 10:19; Eccli 19:28).

A los datos que han de considerarse para obrar prudentemente, se añade una luz nueva, que sólo puede explicarse por la fe y la caridad: «El que perdiere su vida por mí, la hallará» (Mt 10:39). El cristiano, a imitación de su Maestro, debe disponer todos sus actos de acuerdo con esta nueva perspectiva, «la locura de la Cruz» (1 Cor 1,9). Estamos ya en la oposición más diametral entre la «prudencia de la carne», que pone en tensión las fuerzas del hombre para el pecado, y la verdadera prudencia sobrenatural, que pone los medios al servicio del nuevo fin sobrenatural conocido por la fe y al que tendemos por la esperanza en el amor.

1.b. Requisitos de esta virtud

El primer paso que se ha de dar para alcanzar esta virtud es la necesaria información, deliberación y examen de los medios conducentes al fin. Después vendrá el juicio o dictamen sobre lo averiguado. Y en un tercer momento, la resolución o mandato para actuar de un modo determinado. Los dos primeros nacen de la dimensión cognoscitiva de la prudencia; el tercero, de la dimensión imperativa, que es la específica de la virtud.6

  • Para adquirir la prudencia se requiere la adquisición de los conocimientos morales necesarios. Toda decisión prudente presupone una formación, según las posibilidades de cada uno: un estudio atento de la fe y moral de Jesucristo, con una adhesión firme al Magisterio de la Iglesia, que nos la transmite.
  • Los conocimientos adquiridos han de ser juzgados correctamente, para poder tomar una decisión que responda a lo que Dios pide en cada momento concreto. Se requiere, pues, una razón que relacione los datos obtenidos con criterio moral, emitiendo los juicios de valor sobre los medios que se pueden emplear y el juicio de conciencia debido. Cuando falta esta cualidad, se llega fácilmente a los escrúpulos, a la timidez o vacilación del juicio, con lo que tiende a diferirse la acción necesaria.
  • En los pasos indicados se ha mirado al pasado, se ha captado el presente; pero la prudencia debe mirar al futuro, y dar vida a un proyecto. Y para ello se exigen la previsión, facultad que nos dispone a apreciar una determinada acción que conduzca a la obtención del bien propuesto y cuya misión es prever las consecuencias de un hecho y proveer de los medios necesarios para que se alcance efectivamente el fin propuesto.

1.c. Defectos y vicios opuestos

Del análisis de los distintos pasos que sigue la decisión prudente, es fácil ver los vicios que pueden darse contra la prudencia, y que genéricamente se engloban bajo el nombre de imprudencia.

  • Todo pecado es en cierto modo una imprudencia.
  • Si falta alguno de los requisitos para el conocimiento de la verdad que ha de medir el acto personal, se habla de la ignorancia culpable, la precipitación y la temeridad en el juicio.
  • Si después de investigar la verdad, falta la ejecución, aparecen la indecisión, la negligencia, la imprevisión y la inconstancia
  • Hay aparentes formas de prudencia, una de ellas es la llamada “prudencia de la carne», o la excesiva preocupación por lo temporal: A veces, el hombre sustituye su verdadero fin (lo que Dios le pide en cada momento) por otro fin creado por sus intereses y sus pasiones; y pone al servicio de este fin todas sus energías, de forma análoga a lo indicado para la prudencia verdadera.

1.d. Virtudes teologales y prudencia

Las virtudes teologales dan a la prudencia las luces y motivos más auténticos para que investigue y dirija la realización del bien concreto. La fe da al cristiano la Verdad que comprende todas las verdades humanas. La caridad la abraza para hacerla operante en todas sus acciones. La esperanza anhela a Dios y lo busca contando con su ayuda.

Con esa luz y esa dirección hacia Dios, y utilizando todas las energías humanas, la prudencia descubre los medios más oportunos para la realización de la voluntad de Dios. Esta virtud alcanza su plenitud con el don de consejo: «la prudencia que implica rectitud de la razón, alcanza su máxima perfección en cuanto es regulada y movida por el Espíritu Santo. Y esto es propio del don de consejo».7

 

2.- La virtud moral de la justicia

Es la determinación constante para dar a cada uno lo que le pertenece. La justicia es una ayuda a nuestra voluntad; al tiempo que la prudencia ayuda a nuestro entendimiento.

2.a. Significados del término “justicia”

  • El primero, empleado frecuentemente en la Sagrada Escritura, se refiere a la actitud religiosa y moral del hombre de cara a su Creador. En ese sentido es justo el que cumple la voluntad de Dios (sus mandamientos). De este modo es como hay que entender muchas expresiones de la Sagrada Escritura: «Obrar la justicia» (Mt 6:1; Hech 10:35); «cumplir toda justicia» (Mt 3:15); «buscar el reino de Dios y su justicia» (Mt 6:33).
  • Un segundo significado, identifica la justicia con el estado de gracia santificante propio del cristiano redimido por Cristo: En ese sentido, conseguir la justicia es conseguir la gracia, perder la justicia es perder la gracia.
  • El tercer sentido, en su acepción más corriente, del que aquí se trata, considera la justicia en cuanto virtud moral o cardinal, que tiene como fin dar a cada uno lo que le es debido.

En la Biblia el término justicia es equivalente a santidad o rectitud en la vida moral; trasciende el significado meramente natural de esa misma palabra, hoy empleada para referirse fundamentalmente a las relaciones entre los hombres. Tomando ocasión de ese equívoco, se oyen algunas voces que intentan hacer de la implantación de la justicia en el mundo, el fin primordial de la vida cristiana. Grave error, aunque ese intento sea una noble meta, pues el mensaje cristiano es espiritual y sobrenatural y consiste en llevar a los hombres a su destino eterno. La Iglesia, en cuanto tal, no tiene por misión establecer la justicia en el mundo, siguiendo así a Cristo que, afirmando que su Reino no es de este mundo (Jn 19:36), se negó expresamente a ser constituido juez o promotor de la justicia humana (Lc 12:13 ss.).

2.b. Concepto y propiedades

Definimos la justicia en el cristiano como el hábito sobrenatural infundido por Dios que implica la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo.8 La justicia presupone la existencia del derecho a «lo suyo”. Este derecho a lo suyo, comprende una serie de bienes que el hombre necesita para conseguir su fin: vida, vocación sobrenatural, libertad, trabajo, honor, fama, bienes materiales necesarios para alcanzar su propio fin.

Las propiedades del objeto de la justicia son tres:

  • La alteridad, pues la justicia supone siempre una relación bilateral entre dos sujetos.
  • El débito en sentido estricto. La justicia obliga a dar al prójimo lo que es suyo; incluso puede ser exigido mediante la coacción externa.
  • La satisfacción del débito se da en condiciones de igualdad estricta; es decir, el débito tiene límites bien determinados, sobre todo en el caso de la justicia conmutativa.

De estas propiedades se deduce que mientras en las demás virtudes la rectitud de la acción está en función del perfeccionamiento del sujeto, en la justicia se constituye por relación a otros. De manera que puede darse en la acción una rectitud objetiva (y se da todas las veces que se respete el derecho del otro), con independencia de las condiciones y disposiciones del sujeto (rectitud subjetiva).

2.c. División de la justicia

  • Justicia conmutativa: Es la que se da entre personas individuales. Inclina a la voluntad a dar a cada uno su propio derecho. Rige el principio general de los contratos privados, buscando una igualdad entre lo que se da y lo que se recibe.
  • Justicia legal: Tiene como ámbito la comunidad social. Consiste en la voluntad de dar a la comunidad lo que es suyo. El hombre necesita de la sociedad para salvaguardar sus derechos personales, pero también es deudor a la colectividad, para que ésta pueda alcanzar sus fines. La justicia legal comprende todo lo que los ciudadanos deben al bien común: cumplimiento de las leyes civiles, impuestos.
  • Justicia distributiva: Regula los deberes de la sociedad para con sus miembros. Tiende a la equitativa distribución de los bienes o cargas entre los súbditos según sus méritos o posibilidades. En esta modalidad de justicia el principio regulador no puede ser la igualdad estricta, sino la debida proporcionalidad en razón de los méritos o deméritos.
  • Justicia social: En el fondo es una síntesis de las anteriores.
  • Justicia vindicativa (forma especial de la distributiva): Es la voluntad ordenada a restablecer la justicia lesionada mediante una pena proporcional al delito. Es virtud propia del representante de la autoridad, quien al imponer una pena, no puede tener otra finalidad que el bien común, y, si es posible, la enmienda del culpable. Pero también es virtud del súbdito, que exige el castigo no por venganza sino por celo de la justicia y hasta del culpable, que debe someterse a la pena merecida.

Virtudes afines a la justicia son: la virtud de la religión (dar a Dios lo que le es debido), la piedad (en relación con los padres y la patria), la observancia (en relación con los superiores), la gratitud (si carecen del débito estricto), la veracidad (que exige decir la verdad), la fidelidad (que obliga a cumplir lo prometido), la amistad.

2.d. Malicia moral de la injusticia

La violación de la justicia constituye la injusticia. Siendo la justicia virtud fundamental que regula la relación entre los hombres en conformidad con el plan de Dios, su cumplimiento obliga en conciencia y su lesión constituye de suyo pecado grave, ya que consiste en privar al hombre de su bien, lesionando su derecho. La gravedad de la materia se mide por la magnitud objetiva del daño individual causado y por la lesión del bien común; en consecuencia, puede haber pecado venial por imperfección del acto o por parvedad de la materia.

2.e. El deber moral de la restitución

La justicia lesionada exige la conversión del pecador a Dios, reconociendo su culpabilidad moral, con el propósito efectivo de reparar el daño causado. El deber moral de restituir incluye no sólo devolver los bienes espirituales o materiales lesionados, sino reparar también los daños causados y eso es tan importante que el pecado de injusticia no se perdona hasta que no se produce la restitución o, al menos se tenga el propósito de hacerlo.9

3.- La virtud moral de la fortaleza

En un sentido amplio, la fortaleza es una disposición firme del alma en el cumplimiento del deber. Así entendida, coincide con una condición indispensable de toda virtud que, por definición, implica siempre un esfuerzo para superar los obstáculos exteriores e interiores.

La virtud de la fortaleza nos ayuda a hacer lo que tenemos que hacer a pesar de que nos cueste trabajo o sacrificio. Es la virtud que nos hace animosos para no temer ningún peligro, ni la misma muerte, por el servicio de Dios.

La razón de ser más honda de la fortaleza se encuentra en la vulnerabilidad esencial del hombre y en la existencia del mal.

El objeto de esta virtud es el control de todos aquellos peligros que despiertan el temor o excitan la audacia temeraria, haciendo claudicar al hombre en su deber o arrastrándole a una temeridad desmedida.

3.a. La fortaleza en la Sagrada Escritura

El Antiguo Testamento habla de la fortaleza como atributo de Dios (Ex 15:6; Is 51:9). De esta fortaleza participa el pueblo de Israel en la lucha por alcanzar los bienes materiales y espirituales. Todas estas manifestaciones de fortaleza en el hombre, son para el israelita un don de Dios y están interpretadas en una línea religiosa, política y salvífica.

En el Nuevo Testamento la raíz de esta virtud es Cristo, desde donde se comunica a los cristianos. La lucha que Cristo viene a librar, y en la que el cristiano debe comprometerse por exigencias evangélicas, se sintetiza en el esfuerzo por permanecer firmes en la verdad afrontando con paciencia y valentía los peligros que proceden del enemigo.

Cristo asume toda la debilidad humana (Is 53: 3-4), la experimenta y reconoce (Mt 26: 38-39), pero al mismo tiempo demuestra en su vida la fuerza del Espíritu de Dios, manteniéndose inconmovible en la voluntad de su Padre celestial e identificándose con ella. Vence al Maligno cuando es tentado por él en el desierto (Mt 4: 1-10). Cristo demuestra el grado supremo de fortaleza en el sacrificio de la cruz.

La fortaleza cristiana es una realidad moral con la que el cristiano, reconocida su debilidad radical, se mantiene firme en la Verdad de Dios y se enfrenta con los peligros de las tinieblas.

Considerada esta virtud en su dimensión sobrenatural, la fortaleza viene al cristiano exclusivamente de Dios (Fil 4:13; 2 Cor 4:7-12; 1 Tim 1:12), quien actúa sobre la incapacidad del hombre. La concesión de este don está condicionado a un reconocimiento humilde de nuestra debilidad y de la existencia de un enemigo insidioso y dominador (Ef 6: 10-18).

3.b. Los actos fundamentales de esta virtud

Los actos fundamentales de esta virtud son dos: soportar y emprender. Estos aspectos responden correlativamente al temor y a la audacia. Como nos dice J. Pieper: «Sólo el que realiza el bien, haciendo frente al daño y a lo espantoso, es verdaderamente valiente. Pero este hacer frente a lo espantoso presenta dos modalidades que sirven, por su parte, de base a los dos actos capitales de la fortaleza: la resistencia y el ataque».10

3.c. Pecados contrarios a la fortaleza

Son aquellos actos que constituyen, por exceso o defecto, un desorden del temor y de la audacia: cobardía, timidez, impavidez y temeridad.

La fortaleza no elimina el temor, sino que lo ordena conforme a las exigencias de la razón. Actitudes viciosas son tanto un temor excesivo ante los peligros y la muerte, como la ausencia de aquél en circunstancias en que la razón lo aconseja. La fortaleza no adultera la realidad, sino que la acepta tal como es, por esta razón el hombre auténticamente fuerte ni ama la muerte ni desprecia la vida.

3.d. Partes integrantes de la fortaleza

Hay ciertas disposiciones internas que perfeccionan esta virtud:

A la actitud emprendedora, pujante y entusiasta de la fortaleza, corresponden las disposiciones internas de magnanimidad y magnificencia; es decir, la tendencia victoriosa del alma que nace de la esperanza y se alimenta de la audacia.

A la actitud de permanecer intrépido ante el peligro, corresponden la paciencia (que conduce a la superación de las dificultades), y la perseverancia (cuando se requieren largos esfuerzos o constancia en el trabajo emprendido).

Los vicios opuestos a la magnanimidad son:

  • El pecado por defecto es la pusilanimidad: consiste en la incapacidad voluntaria para concebir o desear cosas grandes.
  • Los pecados por exceso son: la presunción (una confianza desmedida en las propias fuerzas), la ambición y la vanagloria (que busca el honor en la frivolidad, en la falsa estima de las gentes o en los honores por sí mismos).

Son vicios opuestos a la magnificencia son la parvificencia, la suntuosidad y la profusión.

4.- La virtud moral de la templanza

Es la virtud por la que refrenamos los deseos desordenados de los placeres sensibles y usamos con moderación de los bienes temporales. Es especialmente necesaria a la hora de controlar y moderar los placeres: comida, bebida, sexualidad…

Se entiende por templanza la virtud que enriquece habitualmente a la voluntad y la inclina a refrenar los diferentes apetitos sensitivos hacia los bienes deleitables contrarios a la razón.11

Dos son las tendencias sensitivas principales del llamado apetito «concupiscible» que arrastran al hombre a los bienes deleitables: el placer de comer y el sexual; vinculado el primero a la conservación del individuo, y el segundo a la de la especie. Estas tendencias no son malas en cuanto logran sus bienes deleitables dentro de la consecución de sus fines respectivos para los que han sido constituidas por Dios.

El desorden o pecado en este terreno consiste en el uso de los goces de tales inclinaciones contra los fines naturales o en el uso de los mismos con exceso o fuera de la medida necesaria para la consecución de los mismos. Para tener estos apetitos sometidos, la voluntad necesita perfeccionarse con la virtud de la templanza. Mediante la repetición de sus actos de dominio sobre las demandas de tales pasiones, la voluntad va creando paulatinamente en sí misma la virtud de la templanza, la cual la capacita y la inclina a un dominio permanente sobre aquellas inclinaciones.

La templanza es virtud cardinal o principal, porque bajo su noción genérica se sitúan un conjunto de virtudes necesarias para el establecimiento del orden moral de los diferentes apetitos concupiscibles inferiores.

4.a. El cometido de la templanza

El cometido propio de la templanza consiste, más que en resistir a los requerimientos de las pasiones concupiscibles, en poner orden racional en el uso de las mismas, de modo que su actuación, lejos de oponerse, contribuya al bien humano u honesto. No se trata de una destrucción, sino de un control de las mismas.

La templanza, con sus diversas especies, pone orden humano en los diferentes apetitos de bienes deleitables sensitivos o materiales, para poder así ordenar todo el hombre a Dios, como a su último fin.

En cambio, no cabe la templanza en los goces del espíritu, de la verdad o de la amistad, mientras se mantengan en el plano espiritual, pues tales bienes contribuyen a ordenar al hombre a su perfección y, en definitiva, a Dios.

4.b. Relación con la fortaleza y prudencia

La templanza, junto con la fortaleza, informa todo el ámbito del apetito sensitivo con el orden racional y, con él, el dominio del espíritu, que confiere al hombre la libertad para ordenarse a su último fin y consiguiente plenitud humana.

  • La templanza, moderando las inclinaciones naturales a los bienes deleitables y haciéndolas servir al hombre honesto.
  • La fortaleza, moderando las inclinaciones naturales que rehúyen el dolor y, en general, todo lo dificultoso, sometiendo las inclinaciones sensitivas al trabajo y al esfuerzo para lograr el orden y la perfección humana.
  • Para que la templanza logre ser verdaderamente virtud, es menester que este orden racional le sea ajustado en cada acto por la inteligencia; la cual sólo puede hacerlo habitualmente por la virtud de la prudencia.

4.c. Templanza natural y sobrenatural

La templanza como virtud natural perfecciona la voluntad humana en orden al dominio de los apetitos concupiscibles y se logra por la repetición de sus actos. La voluntad se acrecienta y perfecciona con el hábito de la templanza a fuerza de dominar una y otra vez las inclinaciones inferiores a los bienes deleitables. A su vez se pierde por la repetición de los actos pecaminosos contrarios a la virtud. Esta virtud -como todos los hábitos naturales- no supone el estado de gracia santificante, pero sin la gracia de Dios tampoco sería posible esta virtud, al menos en un grado perfecto.

En cambio, el hábito sobrenatural de la templanza, infundido por Dios junto con la gracia santificante, pone orden en la concupiscencia del hombre, herido por el pecado original, y le lleva a vivir como hijo de Dios, dando valor sobrenatural y meritorio a los actos de esta virtud. El dominio de la concupiscencia no es ya una mera ordenación racional -en la templanza infusa la razón está iluminada por la fe y sus exigencias son más finas y delicadas-, sino una ordenación a su fin sobrenatural divino. Adquieren así pleno sentido la penitencia, la mortificación, el celibato y la virginidad.

La virtud sobrenatural de la templanza no se logra por la repetición de actos, sino que es infundida por Dios en el alma del cristiano junto con la gracia. La repetición de los actos dispone al alma a una mayor infusión por parte de Dios y a superar más fácilmente los obstáculos que se oponen a su ejercicio. Así como la gracia borra el pecado, pero no las disposiciones naturales que se oponen a ella, tampoco la virtud sobrenatural de la templanza quita las inclinaciones contrarias a ella, no se la da para que lo consiga sin lucha. De modo que para superar más fácilmente tales dificultades, la virtud sobrenatural infusa de la templanza debe enriquecerse con la virtud natural adquirida de la misma, mediante la repetición de los actos. De este modo, ambas virtudes, la natural y la infusa o sobrenatural, se ayudan mutuamente.

4.d. Vicios opuestos a la virtud de la templanza

A esta virtud se opone por exceso la intemperancia y la búsqueda desordenada de los placeres sensibles; y por defecto, el menosprecio de los deleites sensibles.

Dios ha unido a los actos necesarios y naturales de la conservación de vida y de la propagación de la especie un cierto placer que está conectado a la operación, y que impulsa a la acción que debe realizarse. El sujeto puede buscar, con la moderación de la templanza, el placer unido a la obra buena, con tal que el fin de la obra no quede excluido con intención expresa.

4.e. Virtudes anejas

Las virtudes anejas a la templanza forman toda una gama de actitudes que refuerzan el ideal de dominio espiritual en todos los sectores de la vida humana.

  • La virtud de la continencia refrena los ímpetus vehementes de las pasiones.
  • Moderando el deseo de ver y conocer, cohibirá el vicio de la curiosidad o apetito inmoderado de toda clase de conocimiento,
  • La virtud de la estudiosidad que exige la aplicación constante y ordenada de la inteligencia.
  • La humildad modera el amor desordenado de la propia excelencia.
  • La modestia regula el comportamiento adecuado en las actitudes corporales. A este mismo ideal se refiere el uso virtuoso de vestidos y adornos, de acuerdo con lo que sugiere para la cualidad y condición de la persona.
  • La mansedumbre modera la pasión de la ira.
  • Frente a la crueldad, encontramos la virtud de la clemencia.

4.f. La templanza cristiana

La templanza es una de las virtudes más importantes y necesarias en la vida sobrenatural de un cristiano, no solamente porque modera los instintos más fuertes de la naturaleza humana, sino porque permite a la vez vivir como hijos de Dios. No es una virtud que limita, sino que engrandece al hombre.

Esta virtud es especialmente necesaria en la actualidad. El progreso técnico y científico tienden a introducir al hombre en una civilización cada vez más marcada por la comodidad, el hedonismo y el consumo, sin tener en cuenta una perspectiva ética. La templanza lleva al hombre a la moderación en el uso de las cosas de la tierra, que siendo buenas, sin embargo, han de usarse sólo en la medida que ayuden al logro de los auténticos fines superiores.

Conclusión

El desarrollo armónico de todas las virtudes morales lleva a la persona a la madurez (humana y cristiana), la cual se manifiesta en cierta estabilidad de ánimo, en la capacidad de tomar decisiones ponderadas y en el modo recto de juzgar los acontecimientos y los hombres. La adquisición de las virtudes es, pues, camino hacia la madurez: madurez de juicio, madurez de la afectividad y madurez en la acción.

Junto con las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) es doctrina común entre los teólogos, que con la gracia santificante se nos dan también las virtudes morales infusas (prudencia, justicia, fortaleza, templanza), para que el cristiano actúe también en lo que se refiere a los medios que conducen hacia Dios de un modo no ya meramente humano, sino también sobrenatural.

Padre Lucas Prados

1 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I, q. 1, a. 8, ad 2.

2 Para la elaboración de este artículo hemos seguido las voces correspondientes que aparecen en la Gran Enciclopedia de Rialp (GER).

3 S. Agustín, De moribus Ecclessiae catholicae, 1,15,25

4 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-IIae, q. 47, a. 3.

5 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I-IIae, q. 58, a. 4. ad3.

6 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-IIae, q.47, a. 8.

7 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-IIae, q. 52, a. 2.

8 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-IIae, q.58, a. 3.

9 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-IIae, q. 62, a. 1.

10 J. Pieper, Las Virtudes Fundamentales, Rialp, 2010, p. 228.

11 Aristóteles, Ética a Nicómaco, III,13

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a lucasprados@adelantelafe.com

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