“Laudato si”: contexto cultural y teológico de una Encíclica

Con el término encíclica (es decir carta circular, del griego egkyklios) se designa, de forma bastante genérica, a un tipo de documento papal que no tiene un destinatario o destinatarios concretos sino que estos vienen designados de manera conjunta (por ejemplo, los patriarcas, primados, arzobispos, y obispos de la Iglesia Universal en comunión con la Sede Apostólica; por excepción, los arzobispos y obispos de un país particular). Por su contenido, las encíclicas están generalmente relacionadas con asuntos que afectan a la vida de la Iglesia en su conjunto.

Durante los últimos pontificados, las declaraciones más importantes de la Santa Sede se han publicado en forma de encíclica. En relación con la materia que nos ocupa, resulta muy relevante, el cuerpo doctrinal dedicado por el papa León XIII (1878-1903) a cuestiones sociales como la autoridad civil, la constitución cristiana de los estados, la verdadera libertad o el trabajo. Las sucesivas efemérides conmemorativas de la Rerum novarum (1891) han servido de ocasión para que Papas posteriores se centraran en las relaciones socio-laborales aunque abordando también otros de los temas aludidos como hizo Juan Pablo II cien años más tarde en Centesimus Annus.

El pasado 18 de junio, el papa Francisco publicó la encíclica “Laudato si” (“Alabado seas”, palabras iniciales del texto tomadas del “Cántico de las Criaturas” de San Francisco de Asís) «sobre el cuidado de la casa común». El texto, de gran extensión, se divide en 6 capítulos cuya articulación lógica viene desarrollada en el número 15:

«[1] En primer lugar, haré un breve recorrido por distintos aspectos de la actual crisis ecológica, con el fin de asumir los mejores frutos de la investigación científica actualmente disponible, dejarnos interpelar por ella en profundidad y dar una base concreta al itinerario ético y espiritual como se indica a continuación.

[2] A partir de esa mirada, retomaré algunas razones que se desprenden de la tradición judío-cristiana, a fin de procurar una mayor coherencia en nuestro compromiso con el ambiente.

[3] Luego intentaré llegar a las raíces de la actual situación, de manera que no miremos sólo los síntomas sino también las causas más profundas.

[4] Así podremos proponer una ecología que, entre sus distintas dimensiones, incorpore el lugar peculiar del ser humano en este mundo y sus relaciones con la realidad que lo rodea.

[5] A la luz de esa reflexión quisiera avanzar en algunas líneas amplias de diálogo y de acción que involucren tanto a cada uno de nosotros como a la política internacional.

[6] Finalmente, puesto que estoy convencido de que todo cambio necesita motivaciones y un camino educativo, propondré algunas líneas de maduración humana inspiradas en el tesoro de la experiencia espiritual cristiana».

Solamente una lectura parcial del texto puede reducir el objeto de la Encíclica hasta el punto de considerarla una especie de “manifiesto ecologista” que viniera a inaugurar una nueva etapa en la historia de la Iglesia y de su Magisterio.

Aunque el argumento central gira, en efecto, en torno «al deterioro ambiental global» (nº 3), encontramos numerosas referencias a otras cuestiones como la denuncia de «los efectos laborales de algunas innovaciones tecnológicas, la exclusión social, la inequidad en la disponibilidad y el consumo de energía y de otros servicios, la fragmentación social, el crecimiento de la violencia y el surgimiento de nuevas formas de agresividad social, el narcotráfico y el consumo creciente de drogas entre los más jóvenes, la pérdida de identidad» (nº 46). Al tiempo que se recuerdan principios como «la subordinación de la propiedad privada al destino universal de los bienes y, por tanto, el derecho universal a su uso» (nº 93) y «la necesidad de una correcta concepción del trabajo» (nº 125). A este respecto interesa subrayar la nítida afirmación de que «tampoco es compatible la defensa de la naturaleza con la justificación del aborto» (nº 120).

Considerando estos argumentos en su conjunto, podemos afirmar con toda propiedad que “Laudato si” se incluye dentro de la línea argumental de las encíclicas de los dos últimos siglos que han prestado atención preferente –inusitada en siglos anteriores– a las cuestiones de orden político, cultural, económico-social etc., llegando a la formulación de una Doctrina Social de la Iglesia.

Más aún, la DSI es inseparable de la teología moral, y brota de formular los resultados de la reflexión sobre la vida del hombre en sociedad a la luz de la fe, orientando la conducta cristiana desde un ángulo práctico o pastoral, por lo que no puede desgajarse de la realidad que cada tiempo histórico señala. Ahora bien, el hecho de que un determinado tema como puede ser el “ecologismo” sea percibido como de gran actualidad, no dispensa de un discernimiento crítico. Y es que, más allá de una problemática real, se perciben determinados intereses que haciendo bandera de las cuestiones relacionadas con el medio ambiente obligan a afrontarlas desde presupuestos claramente ideologizados.

Así, la Encíclica acepta la hipótesis del calentamiento global y determinadas explicaciones de sus causas cuando otros científicos sostienen, por el contrario, que la Tierra se está enfriando, y dicho enfriamiento es debido a las variaciones en el ciclo solar no a la «causa humana» postulada por los ambientalistas y agentes del gobierno mundial al tiempo que se fomentan medidas anti-natalistas y se favorecen determinadas políticas energéticas. Especialmente desafortunadas resultan menciones como la que se hace a la Carta de la tierra (nº 207), manifiesto panteísta e instrumento de la reingeniería social anticristiana, redactada para reemplazar a los 10 Mandamientos, según declaró uno de sus impulsores, Mikhail Gorbachov como si fuera posible desprender a este documento de los elementos radicalmente incompatibles con la Fe Católica que lo inspiran.

En cambio, en claro disenso con la mentalidad dominante se encuentra la que estimamos como una de las aportaciones más relevantes del texto: la acertada crítica del antropocentrismo y del relativismo sobre los que se fundamenta la cultura moderna hasta el punto de terminar «colocando la razón técnica sobre la realidad» (nº 115-124).

«Entonces no podemos pensar que los proyectos políticos o la fuerza de la ley serán suficientes para evitar los comportamientos que afectan al ambiente, porque, cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva o unos principios universalmente válidos, las leyes sólo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar» (nº 123).

Dejando a un lado este posicionamiento, la Encíclica ha encontrado favorable acogida entre sectores del modernismo eclesiástico y del izquierdismo político-cultural y han manifestado su perplejidad personalidades y organizaciones católicas así como representantes de las corrientes liberales. Otros analistas han subrayado la contradicción entre la condena (explícita, aunque discreta) de los que creen resolver los problemas ambientales mediante la eliminación de los pobres a través de la anticoncepción y la expansión del aborto y la presencia de algunos de los más destacados promotores de estas últimas políticas entre los que han elogiado y promocionado la Encíclica o han participado, de alguna manera, en su elaboración.

Todo ello nos sitúa ante la necesidad de delimitar los campos entre las afirmaciones que se derivan de los argumentos abordados desde el punto de vista científico y aquellas que se fundamentan a partir de los datos proporcionados por la Revelación. Y es que, más que analizar lo bueno o lo menos bueno de la visión ecológica sostenida por la Encíclica no es ese el campo desde el que podemos alegar alguna competencia para este análisis lo esencial del texto se encuentra en su perspectiva teológica y estimamos que aquí radica uno de sus puntos más débiles.

Ya desde las primeras páginas, a la hora de señalar los antecedentes que el tratamiento de la “problemática ecológica” encuentra en el previo magisterio pontificio, Francisco no se remonta más allá de Juan XXIII (nº 3-5). Al lector le queda la duda de si pretende subrayar la novedad del tema o su carácter exclusivamente posconciliar (al menos desde la perspectiva con que se aborda). Eso, sí el argumento tiene gran valor a la hora de cuestionar a los que acentúan las divergencias entre el magisterio del Papa argentino y el de sus inmediatos predecesores. No en vano, a lo largo de todo el texto, Francisco se asegura de evocar conceptos semejantes a los suyos vertidos por Pablo VI, Juan Pablo II o Benedicto XVI.

Como no podía ser menos, se subrayan aquellas citas bíblicas que nos revelan a un Dios creador y providente así como las relaciones entre el hombre y la creación. Especialmente adquiere relevancia la referencia cristológica:

«El fin de la marcha del universo está en la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por Cristo resucitado, eje de la maduración universal. Así agregamos un argumento más para rechazar todo dominio despótico e irresponsable del ser humano sobre las demás criaturas. El fin último de las demás criaturas no somos nosotros. Pero todas avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo. Porque el ser humano, dotado de inteligencia y de amor, y atraído por la plenitud de Cristo, está llamado a reconducir todas las criaturas a su Creador» (nº 83).

El texto, de indudable resonancia paulina, resulta especialmente problemático a la luz de la nota 53 que apostilla el párrafo en que se presenta a Cristo resucitado como «eje de la maduración universal» y en la que se anota como referencia interpretativa de todo lo anterior el pensamiento del jesuita Teilhard de Chardin, cuyos escritos no llegan a constituir un sistema teológico pero articulan una “grandiosa fantasía” «que si se toma en serio —y en serio puede tomarla el hombre moderno, destituido de una recta metafísica— resultaría una peligrosa gnosis teosófica» (en expresión del padre Menvielle).

En el fondo, y más allá de las formulaciones empleadas, el teilhardianismo de “Laudato si” radica en ser una reacción ante el reto que la ciencia contemporánea plantea a la Iglesia y en su voluntad de establecer un puente con el corazón del hombre moderno a partir de la idea de “ecología”, de manera semejante a cómo el teólogo jesuita pretendió hacerlo a partir de la idea de evolución. Sin embargo, el problema capital de esta postura no reside en la adopción de una hipótesis científica, por muy discutible que sea. Proviene, sobre todo, del riesgo que supone implantar los postulados del ecologismo en un campo que no es el suyo, la teología, convirtiendo en problemas religiosos decisiones e iniciativas que, en una concepción correcta, pertenecen a la política.

Y es que, cuando la tierra nueva y los nuevos cielos no trascienden, sino que continúan la Creación y la perfección del mundo se convierte en su finalidad, se eclipsa el orden trascendente, la Iglesia se confunde con la organización del género humano y los fines terrenos pueden ser perseguidos con el carácter absoluto propio de los fines últimos.

En conclusión, la primera Encíclica del papa Francisco nos sitúa ante un texto complejo cuyas principales aportaciones radican en una acertada descripción de la situación de deterioro del medio ambiente que, en buena medida, se debe a una intervención humana basada en el más radical antropocentrismo relativista

En cambio, en las soluciones propuestas se echa en falta una perspectiva estrictamente religiosa más allá de terminologías, como la de «conversión ecológica» (retomada de Juan Pablo II, nº 216; cfr. Catequesis, 17-enero-2001). De hecho, la especificidad católica del texto se desdibuja en una constante referencia ecuménica que llega a su paroxismo cuando ofrece dos “oraciones” separadas: una para los que creen en Dios, Uno y Trino, y otro para los que no creen. Francisco muestra su deseo de ver a todas las religiones, a todas las creencias, a todas las opiniones unidas y movilizadas para hacer frente al peligro ecológico.

Por último, las perspectivas teológicas de la Encíclica se sitúan en perfecta continuidad con las corrientes teilhardianas propias de la Nouvelle Théologie, predominantes desde el Vaticano II, con amplias concesiones a la Teología Popular, de carácter más radical, es decir, a las formulaciones en que, finalmente, han desembocando las corrientes liberacionistas.

Padre Ángel David Martín Rubio

[Publicado en Gaceta de la Fundación José Antonio Primo de Rivera – nº 33 – 31 de julio de 2015]

Padre Ángel David Martín Rubio
Padre Ángel David Martín Rubiohttp://desdemicampanario.es/
Nacido en Castuera (1969). Ordenado sacerdote en Cáceres (1997). Además de los Estudios Eclesiásticos, es licenciado en Geografía e Historia, en Historia de la Iglesia y en Derecho Canónico y Doctor por la Universidad San Pablo-CEU. Ha sido profesor en la Universidad San Pablo-CEU y en la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente es deán presidente del Cabildo Catedral de la Diócesis de Coria-Cáceres, vicario judicial, capellán y profesor en el Seminario Diocesano y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe. Autor de varios libros y numerosos artículos, buena parte de ellos dedicados a la pérdida de vidas humanas como consecuencia de la Guerra Civil española y de la persecución religiosa. Interviene en jornadas de estudio y medios de comunicación. Coordina las actividades del "Foro Historia en Libertad" y el portal "Desde mi campanario"

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