Ante tan monumental encíclica se pueden pretender muchos acercamientos. Pero uno de ellos, y a mi parecer el más sugerente, es que con Laudato Si el papa Francisco deja al descubierto no sólo sus motivaciones más íntimas, sino su constitución psicológica e intelectual. Y es desde esa constitución básica del Papa desde donde se puede entender la casi totalidad de sus actuaciones. A primera vista no es Papa al que le mueva una «idea de Iglesia» en su actuar, sino que más bien el motor de su actuación radica en su constitución psicológica que pugna con fuerza por imponerse. Y así, de una personalidad dominante, en difícil equilibrio interior y que necesita transformar cuanto le rodea para hacerlo más acorde a su mundo interior, es de donde emerge esa fuerza que le impulsa sin descanso en la pretensión de imponer sus “ideas madre”, pocas pero tenaces, ideas que, por otro parte, ya han pasado la criba del sufrimiento interior personal hasta llegar a amoldarse cómodamente con sus necesidades interiores. De tal modo, su armazón intelectual (esas ideas madre) y su constitución psíquica encuentran un equilibrio tal que le empujan a trasladarlo al mundo exterior. Y en ese mundo exterior está la Iglesia, pero como una realidad más y no la más importante sino en cuanto instrumento históricamente relevante para la transformación del mundo.
En cierto modo podría decirse que la misión principal que se ha autoimpuesto Francisco es la construcción de la ciudad del hombre para hacerla más acorde a su desenvolvimiento interior, porque así como su constitución psíquica e intelectual criban sus querencias, sentimientos y sufrimientos, -vitales, intelectuales o espirituales- éstos sólo le pueden ayudar a desenvolverse cómodamente en la vida en la medida que ésta, la realidad que tocamos, respete las categorías interiores, los esquemas y actitudes, por los que interiormente transita. Y no como un comportamiento de egoísmo moral, sino como un reduccionismo psicológico por el que interpreta la totalidad del mundo de acuerdo a su mismidad interior. Sus lugares interiores de comodidad psíquica trata de trasladarlos a la realidad que vive, y en la misma medida que ha ido aumentando su importancia personal en el mundo, la realidad que ahora puede «transformar» a la medida de sus «ideas» no sólo es mayor sino que es casi universal.
Eso explica el carácter monumental de su verdadera primera encíclica que el mismo ha querido unir, ten con ten, a su carta Evangelii Gaudium. Y así lo ha reconocido el mismo Papa al afirmar en su encíclica Laudato Si que con ésta ha querido hablar al mundo y con Evangelii Gaudium a la Iglesia. Estamos por tanto, no ante unos documentos más, sino ante los tesoros de su corazón, antes lo más íntimo y verdaderamente propio del Papa, ante su auténtico leit motiv. Y con uno y otro documento ha querido recoger la totalidad de su mundo interior. Lo demás, sus homilías diarias, sus mensajes apostólicos, sus declaraciones más o menos oficiales u oficiosas… no serán más que desarrollos, excursos, que brotan de las complejas raíces interiores del Papa. Pero lo que parece emerger desestructuradamente, no es más que el complejo árbol de su actuar y pensar, cuya lógica no radica en la apariencia exterior de lo que de él vemos o escuchamos -y por ello muchas veces no parece tener coherencia-, sino que la lógica, el armazón que explica cuanto hace, responde a esa raíces interiores, a esa constitución psíquica e intelectual que pugna por encontrar su lugar de desarrollo en la realidad de las cosas.
Sólo comprendida esa estructura psíquica y esas “ideas madre” del santo Padre es como se empieza a vislumbra una coherencia tanto en su actuar como en sus querencias y al mismo tiempo se pueden anticipar sus posibles reacciones o tomas de posición.
No quiero negar con ello el libre albedrío de su actuar, ni la misteriosa actuación de la Gracia, simplemente quiero hacer notar que en este Papa su realidad psíquica es la causa eficiente de su comportamiento por encima de las estructuras superiores de la razón o de la gracia. Hasta el punto de que su constitución interior es la que le hace aplaudir interiormente una idea o arrimarle a unos valores. El problema estriba en que al procurar el desenvolvimiento global de su mismidad en un mundo que debe adaptarse a él, sólo se acepta dicha realidad en la medida que respete ese desenvolvimiento interior o lo favorezca. Pero si no lo favorece, al tener poder decisorio, una personalidad de tal hechura acaba tomando medidas que traten de transformar esa realidad contraria a la medida de sus limitaciones psíquicas arrastrando tras de sí una cadena de consecuencias de las que probablemente ni se sospecha.
Pero junto a lo anterior hay un segundo punto crucial: el núcleo de su pensamiento, la verdadera raíz intelectual del Papa, esa de la que brota la sabia que riega el resto de su corpus de pensamiento. Son esas “ideas madre” que riegan todo el núcleo intelectual del Papa. La primera idea madre del Papa es el convencimiento de que «el saber es para transformar». Para el Santo Padre, las cosas no son ajenas al pensamiento no tanto porque deba haber entre una y otro una hilazón real, sino porque el conocimiento tiene sentido en la medida que sirve para transformar la realidad. Pensamiento que contiene en si un axioma previo, quizá oculto, pero profundamente evidente. La realidad es, antes que conocida, juzgada. Y por ello, porque hay una valoración de cómo debe ser la realidad, el «conocimiento» como realidad activa y propositiva puede volcarse en la transformación del mundo. Y es en este punto, donde el Papa establece sus apriorismos que nuevamente ayudan a comprender sus «valoraciones» y sus «intenciones». Veámoslos:
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Todo hombre tiene en sí mismo el deseo del bien.
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Cuando el hombre abre su interior al conocimiento profundo de la realidad, de si mismo, puede iniciar el camino del bien.
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Las instituciones son realidades susceptibles de intereses y por eso muchas veces contrarias al actuar del hombre, que por ello debe asociarse en cuanto individuo con sus iguales, muchas veces al margen de la institución, para salvaguardar la bondad del mundo y de su vida.
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la corrupción es la institucionalización del pecado contra la que el hombre sólo puede luchar mirando a su interior.
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tal es el alcance de la corrupción en las instituciones, a pequeña escala, que debe crearse una nueva institución que, en el conocimiento global del mal, pueda poner coto y orden.
Y si la primera “idea madre” es el “conocimiento propositivo” (la hora de los filósofos, que diría Marx), se entiende a la luz de lo anterior, cómo la segunda idea madre del Papa es “la belleza de la diversidad” y la tercera “la necesidad de ser uno mismo”.
Por eso Lautado Si es una encíclica sorprendentemente descomunal, porque quiere transformar todo, es por lo que tal diversidad de temas colaterales discurren por sus páginas. Encíclica que habla de política -mundial, nacional o local-, de historia, de arte, de urbanismo, de etnias, de bioquímica, de etología, de biología… Todo ello a través de un nexo común llamado ecología, natural y humana. En cierto modo es como si la Encíclica tratase, como una utopía, de transformar la actuación del hombre en aras de lograr mantener y salvar un mundo en peligro de ruina y un hombre en el mismo camino de descomposición. Curiosamente siendo la causa del texto una lectura apocalíptica de la realidad de la mano del cambio climático, el tono empleado rompe cualquier pesimismo por la lectura confiada que se hace de la capacidad del hombre por rehacerse. Fue dicho antes: el hombre tiene en sí el germen de todo lo mejor, y por ello la unión de voluntades es capaz de todo. Por eso, dado que para el Papa lo que está en juego es mantener y proteger una biodiversidad evolutiva, aún en desarrollo, que corre el riesgo de desaparecer para siempre es por lo que entiende que la tarea primera y esencial del hombre de hoy es la “ecología”, porque nunca como hasta ahora dicha riqueza ha estado en peligro de desaparecer y con ella el propio hombre.
En este resumen, creo que veraz y completo, laten dos campos a distinguir: el campo de lo que el Papa propone y denuncia –lo que responde a los resúmenes más o menos completos que podamos haber leído-, y el campo del porqué lo propone, es decir, cuáles son las raíces psicológicas e intelectuales del Papa que le llevan a decir lo que dice -que es, a mi entender, lo crucial-.
Resumir el primero campo es tarea ardua, porque ciertamente habla entre otras cosas de proteger los gusanos, el abuso del aire acondicionado, del calentamiento global o de la agonía del capitalismo como sistema destructivo de la naturaleza. Pero también habla del comunismo como un gran error y horror histórico, o del aborto como una incoherencia ecológica, o del respeto a la naturaleza sexual del ser humano, varón y mujer. Pero es que es tanto lo que se dice y son tantas las disciplinas que se tocan que es necesario buscar un nexo común al desarrollo ingente y alguna vez incoherente (aunque las menos de las veces) de tan descomunal texto. Este es un punto difícil, pero creo que necesario, por cuanto ese nexo será la resultante de los procesos psicológicos e intelectuales por los que discurre el Papa. Por ello, para llegar a las raíces, a ese segundo campo del porqué lo propone, basta encontrar esos nexos o puntos en común que hilvanan tan larga encíclica. Y a pesar de la ingente temática colateral descrita someramente arriba se descubre un punto común en toda ella: la necesidad de la diversidad biológica y humana. Podría resumirse con el siguiente axioma: la diferencia es buena. El segundo elemento es consecuencia necesaria de éste: la diversidad es buena en la medida que se me permita ser diferente, ser yo mismo. Estamos por tanto, y nuevamente, ante las otras dos “ideas madre” que irradian luz a la totalidad del pensamiento del Papa.
Es en estas “ideas madre” desde donde encuentra anclaje la constitución psíquica del Papa, y desde donde se puede avanzar para comprender la encíclica Laudato Si. Encíclica por otra parte tremendamente compleja en su crítica global, porque hay en ella elementos muy positivos que es necesario recoger (como la crítica al capitalismo, el reconocimiento de la naturaleza como lugar esencial para el hombre). Otros, por contra, tremendamente peligrosos (como la llamada a una autoridad mundial que ponga coto al desorden, y cuando se ha reconocido sin ambages que el poder del mundo recae en el capital y los lobbys, se hace peligroso o ingenuo, pensar que se puede constituir una autoridad al margen de quiénes gobiernan el mundo y lo está llevando al desastre). Y por último, y a mi parecer lo más importante, un error gravísimo en el diagnóstico del mal que traerá consigo una terapia que, más que curar, empeorará al paciente. Y es este aspecto último el que exige una primera mirada.
Veámoslo. El Papa examina bien al paciente, describiendo exhaustivamente las manifestaciones de la enfermedad: la crisis ambiental, la cultura del descarte, el aborto, la desnaturalización del varón o la mujer, el horror del comunismo… Y se pone como modelo de la cura la vida de San Francisco de Asís como quien verdaderamente supo valorar la hermosura de la creación, viviendo en respeto con ella y con los hombres… Pero el error toca la misma terapia pretendida, porque San Francisco no fue Francisco el hippy, sino SAN Francisco, es decir, fue el encuentro con Dios, profunda y absolutamente lo que cambio al calavera de Francisco en el santo que hoy se admira. Por ello, no puede haber otra cura que la vuelta a Dios, que la necesaria y urgente vuelta a Dios. El camino de san Francisco no fue del mundo a Dios, sino de Dios al mundo. Es un proceso, por tanto, arriba-abajo. Pero el Papa no llama a la conversión a Dios, sino a la conversión al mundo, en un proceso dentro-abajo. Proceso que la historia ha mostrado ineficaz en las grandes crisis. O lo que es peor, el Papa olvida que en el mundo laten dos fuerzas en pugnan una contra otra: la ciudad del hombre contra la ciudad de Dios. Y querer construir la ciudad del hombre sin edificar la ciudad de Dios no es más que alimentar la hidra venenosa de la ciudad del hombre que ahogará la ciudad de Dios.
Este gravísimo error, a mi parecer, emerge o se explica desde esas dos vertientes constitutivas del Papa: su mismidad psíquica y su raíz intelectual. Porque ambas, a la postre, hace mucho que hicieron suyo aquel pensamiento que verbalizara el ínclito expresidente del gobierno español Zapatero: la libertad nos hará verdaderos. En el fondo, pareciera que éste es el pensamiento del Papa: la libertad de mi yo, la expansión sincera de mi yo, es la que me permite crecer en la bondad y la verdad. Expansión que necesita de la formación ecológica completa (esto es, de una mirada global al hombre y su entorno) para descubrir la belleza que le puede hacer penetrar en su mismidad y desde ella, desear el bien y buscarlo. Sin necesidad eficaz de la divina gracia operativa. Y si esto parece rozar cánones no católicos, se apela a la mirada a la Misericordia de Dios que ya nos ha ganado, para salvar esa necesidad de Dios. Pero esta salida nos lleva más al casi panteísmo claustrofóbico de Teilhard de Chardin, o al ecumenismo relativista que vemos día a día, en el que, nuevamente, si algo parece no existir, es un Dios con vida y pensamiento propio.
Ciertamente esa sensación claustrofóbica es la que queda al acabar de leer la encíclica Laudato Si. No hay Dios, no hay trascendencia. Todo es una lucha interna del hombre, desarraigada de la trascendencia, de la batalla crucial del bien contra el mal, de los verdaderos males que azotan al mundo: como el ataque y el desprecio a la familia en esa única e irrepetible unión del hombre y la mujer abierta a la vida, al mundo y a Dios. Como si todo fuera un damero de cuadros blancos y negros en los que la logia traslada su victoria: el conocimiento salvará al hombre. Sin rematar que esos conocimientos no son los científicos, o técnicos, sino los arcanos: el odio a Dios. Porque el Papa, en ese reduccionismo obligado de su psique y su raíz intelectual, no cae en la cuenta de que, en el fondo, está acallando a Dios, haciendo posible el triunfo de esos mismos lobbys y poderes que tanto le repatean. Su realidad psíquica e intelectual le impiden percibir que su «alternativa» es la alternativa que «ellos» (esos lobbys y esos poderes) llevan años propagando.
Y pongo un ejemplo: habla el Papa de la austeridad de vida como medida salvadora de la gran crisis que vivimos (ecológica y económica) sin darse cuenta que con ello hace posible que la paradoja de Jevons sea eficaz: es decir, que el ahorro de la austeridad no es un menor gasto de recursos, sino un desplazamiento de lo ahorrado en un lado que acaba incrementando el gasto total. Lo que el gran capital sabe y domina (¿acaso no nos acordamos de que cuando los excedentes de capital no encontraron en Europa manos que hipotecar, se trasladaron al emergente Brasil de la Copa Mundial de Fútbol para dejarle ahora más pobre y ahogado que antes?).
Porque el Papa al maximizar la necesidad de ser liberado de estructuras, humanas e intelectuales, para poder respirar interiormente, al tiempo que su personalidad y su raíz intelectual le llevan a transformar la realidad, buscando el espacio de comodidad vital para desarrollarse, está rompiendo no sólo las estructuras de pecado que están arrasando el mundo, sino también las pocas estructuras que podían restaurar el mundo. Y eso esto lo paradójico, se apela a un San Francisco pero desvistiéndolo su santidad; se apela a una orden benedictina despojándola de su espiritualidad; se apela a las raíces religiosas del mundo pero sin una llamada a la trascendencia que las explica.
Desgraciadamente estos errores están dejando acallados sus grandes aciertos, que si bien son de una índole ontológica menor, son trascendentes en cuanto que serán la piedra de toque de las decisiones políticas futuras. La pertinencia de su crítica al capitalismo, la pertinencia de su llamada a una construcción del mundo en respeto a la naturaleza, a sus límites biológicos de tiempo y producción… todo esto queda ahogado por su olvido de la construcción de de la ciudad de Dios en aras del todo y sólo el mundo. Y todo eso será el problema social del mañana con la crisis energética agudizada. Tomando así el enemigo de lo bueno la bandera de esos valores, se está imposibilitando que la Iglesia se alce como defensora de la dignidad del hombre. Pero si la Iglesia se alza en la defensa de esos valores sin alzar la bandera de los derechos de Dios, se puede hacer efectiva esa frase del Papa en su encíclica: que el último apague la luz, pero apagar la luz en casi todos los órdenes. Humano y divino.
César Uribarri