La Iglesia ha condenado la masonería – desde Clemente XII (1738) hasta Pío XII – al menos 600 veces. León XIII fue el Papa que (junto a Pío IX) más la fulminó.
La encíclica Humanum genus, escrita el 20 de abril de 1884, es el principal documento pontificio que, no sólo condena la secta secreta, sino que desvela su naturaleza, su fin, y nos ofrece los remedios para combatirla. No se puede, por tanto, no conocer la Humanum genus, si se quiere combatir la acción masónica disgregadora de la ordenada Sociedad civil y, si fuera posible, de la misma Iglesia, la cual puede atravesar momentos oscuros o de crisis en sus miembros, pero es siempre y cada día asistida por Dios hasta el fin del mundo y por ello “las puertas de los infiernos no prevalecerán contra ella”.
El papa Pecci comienza su Encíclica sobre la masonería con la descripción del pecado de Lucifer, que tuvo como consecuencia la creación del infierno y la condenación de una pequeña parte de los Ángeles respecto al mayor número que permanecieron fieles al Señor. Después, Lucifer, en forma de serpiente, tentó a Adán y Eva para hacerles perder el tesoro de orden sobrenatural (la gracia habitual o santificante), que habían recibido de Dios, y que él, espíritu puro (aunque malvado), naturalmente superior a ellos, simples hombres, no tenía ya y para toda la eternidad. Desde ese momento, el género humano, hijo de los dos progenitores que se rebelaron contra Dios, siguiendo la tentación demoniaca, “se dividió como en dos campos diferentes y enemigos entre ellos: uno de los cuales combate sin descanso por el triunfo de la verdad y del bien, el otro por el triunfo del mal y del error. El primero es el reino de Dios sobre la tierra, esto es, la verdadera Iglesia de Jesucristo […]. El segundo es el reino de Satanás, cuyos súbditos son todos aquellos que, siguiendo los funestos ejemplos de su jefe y de los comunes progenitores, se niegan a obedecer la eterna ley divina” (León XIII, Encíclica Humanum genus, en Tutte le Encicliche dei Sommi Pontefici, Milano, Dall’Oglio Editore, ed. V, 1959, 1º vol., p. 383).
Después el Papa cita a San Agustín (De Civitate Dei, lib. XIV, cap. 17), que enseña: “De dos amores nacieron dos ciudades: la terrena del amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la celestial del amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo”.
En toda la historia humana, estas “dos ciudades” (San Agustín) o estos “dos campos diferentes y enemigos entre ellos” (León XIII) se han enfrentado constantemente, pero “hoy”, explica el Papa (en 1884), la masonería realiza las últimas pruebas para lanzar el asalto final contra la Iglesia de Cristo. En efecto, “los partisanos de la ciudad malvada conspiran todos juntos, sin esconder ya sus diseños, y surgen contra la soberanía de Dios; trabajan públicamente para la ruina de la Santa Iglesia, con el propósito de despojar a los pueblos cristianos de los beneficios concedidos al mundo por Jesucristo” (ibídem, p. 384).
Deber del Papa es, por ello, denunciar públicamente la secta infernal (la masonería), que encierra en sí todas las demás sectas, por lo cual amonesta a los Príncipes y a los pueblos para que no se dejen engañar por las astucias y por las tramas insidiosas de la masonería.
La masonería es funesta, no sólo para la Iglesia, sino también para el Estado, en cuanto que es una secta secreta que intenta apoderarse de los Estados para reunirlos todos en un poder ultra-nacional y mundial, que esté sometido a los principios del infierno. Por tanto, los Estados deben luchar contra ella, si no quieren convertirse en esclavos suyos y, con ella, esclavos de Satanás.
Después, el Papa resume el camino recorrido por la masonería desde su fundación pública (1717) hasta su tiempo (1884), cuando ha comenzado a cumplir parte de su programa, convirtiéndose en “dueña de los Estados” (ibídem, p. 386). Por este motivo, León XIII escribe que “hemos llegado ya a tal extremo, que debemos temblar por la futura suerte, no ya de la Iglesia, edificada sobre el fundamento imposible de ser abatido por fuerza humana, sino de aquellos Estados donde la secta de la que hablamos o las demás afines a ella pueden tanto” (ibídem, p. 386).
La Iglesia, en su naturaleza, es divina, pero está compuesta de miembros humanos. Por tanto, en su esencia no tiene nada que temer, pero el esfuerzo de la masonería no ha perdonado a los miembros de la Iglesia y sobre todo a aquellos que mandan (Obispos) para intentar, si fuera acaso posible, alterar su naturaleza. Hoy, tras la revolución del Concilio Vaticano II, llevada adelante por la B’nai B’rith, o sea, la masonería judía, debemos constatar cuántos progresos ha hecho la secta infernal incluso dentro de la Iglesia, pero debemos seguir estando seguros y confiados en su inalterable esencia o naturaleza, que el infierno no podrá jamás eliminar.
El secreto es uno de los elementos negativos e inquietantes de la masonería y de las sociedades que se relacionan con ella. En efecto, el Papa enseña que “todas las sociedades secretas están relacionadas con la masonería” (ibídem, p. 386); permanecerán siempre “secretas” en sus miembros más importantes, en sus propósitos más inquietantes y en su íntima naturaleza, la cual, sin embargo, es desvelada por el Papa en la Encíclica.
Otra táctica de la masonería es el “camuflaje” (ibídem, p. 387). En efecto, “los masones, presentándose con apariencias académicas o científicas, tienen siempre en sus labios el celo por la civilización, el amor al pueblo y el ser su única intención mejorar las condiciones del pueblo” (ibídem).
La secta exige una obediencia ciega y absoluta: “el candidato masón debe jurar no revelar jamás a nadie los nombres de los afiliados y las doctrinas de la secta. Deben estar dispuestos a ejecutar las órdenes de superiores desconocidos, dispuestos, si no lo hacen, a toda gravísima pena e incluso a la muerte” (ibídem).
Pues bien, continúa el sumo Pontífice, estos secretos, estas ocultaciones, estos subterfugios repugnan fuertemente a la naturaleza. La razón, por tanto, condena las sectas masónicas como enemigas de la justicia y de la honestidad natural.
El fin de la masonería es el de destruir el Cristianismo (y no sólo el poder temporal de los Papas) para fundar en su lugar una religiosidad naturalista y ecumenista (ibídem). Después precisa: “Esto que hemos dicho debe entenderse de la secta masónica considerada en sí misma, no de sus secuaces en particular, en cuyo número puede haber no pocos que, aunque culpables de haberse metido en congregaciones de este tipo, sin embargo, no toman directamente parte en sus malas obras e ignoran asimismo su objetivo final” (ibídem). Es necesario, en resumen, distinguir al masoncillo de la masonería.
El naturalismo es la esencia de la masonería. Pues bien, el principio fundamental del naturalismo es la soberanía de la naturaleza y de la razón sobre la gracia y la Revelación. Por tanto, se llega a la negación del orden sobrenatural y de la Iglesia y, por este motivo, la secta y los gobiernos inspirados en ella persiguen a la Iglesia y a sus sacerdotes o religiosos y religiosas.
Se sigue de ello, en la doctrina sobre las relaciones entre Estado e Iglesia, que la masonería se hace propugnadora de la aconfesionalidad del Estado, que hoy se ha convertido en la regla de todos los gobiernos de todos los Países.
La lucha contra el Papado está constituida por tres etapas: la primera está dirigida, falsamente, contra el poder temporal de los Papas; la segunda contra el poder espiritual de los Pontífices romanos; la tercera coincide con el “objetivo supremo de los francmasones, que es perseguir con odio implacable al Cristianismo” (ibídem, p. 389).
La masonería, para ocultar su intención principal, que revela sólo a los iniciados y esconde a los profanos, no obliga al masón particular a renegar directamente de su fe católica, pero indirectamente le impone el ecumenismo y el relativismo religioso, de los cuales nace el indiferentismo y la paridad de todos los cultos. Como se ve, este plan se ha cumplido en todos los Estados actuales a partir de los años 70 y ha penetrado también en la mentalidad de los hombres de Iglesia a partir del Concilio Vaticano II y de las directivas postconciliares.
Para la masonería, la existencia de Dios no es cierta y ella coloca, en el lugar de un Dios creador de todo a partir de la nada, la existencia de un Gran Arquitecto Universal, que presupone, como todo arquitecto, la existencia de una materia a partir de la cual poder edificar una casa o un “templo”.
La filosofía de la masonería es la kantiana, según la cual no existe un Dios real, sino que el hombre siente la necesidad íntima de poner en acto la idea de un Ente superior que le ayude a vivir mejor su moral autónoma, o sea, que el mismo hombre se da y que no viene de Dios o de la naturaleza misma de las cosas. Además, niega la existencia del pecado original, por lo que el hombre tiene una inteligencia perfecta y tendiente a la verdad y está dotado de una voluntad pura y no debilitada ni inclinada al mal. Las fuerzas de la naturaleza son exaltadas y exageradas por los masones, los cuales, por ello, afirman que no es necesaria la gracia o el orden sobrenatural.
La secta se compromete a corromper las costumbres cristianas para tener a sus órdenes una masa informe y corrupta, inclinada a seguir sus órdenes como instrumento dócil en sus manos.
La familia debe ser igualmente disuelta, en los planes de la masonería, para revolucionar la misma Sociedad civil. En resumen, del Cristianismo no debe quedar ya ningún rastro.
La educación de los jóvenes es sustraída a las familias y a la Iglesia y debe ser confiada a la escuela pública, inspirada en el liberalismo y en el naturalismo masónico.
Desde el punto de vista social y político, la secta prefiere el igualitarismo, el liberalismo y la democracia moderna, según la cual el poder viene del pueblo y no de Dios.
El Papa responde que, como el hombre está cierto de la existencia real de Dios creador del mundo real y como el hombre, creado por Dios, le debe adoración y culto, así el Estado, que es un conjunto de varios hombres y de varias familias debe igualmente a Dios el culto y la adoración contra los falsos principios del liberalismo así llamado católico o “catolicismo liberal”.
Además, como la autoridad y el poder vienen de Dios, el hombre debe obedecer a la autoridad (contra el anarquismo liberal) como si obedeciera a Dios.
Los falsos errores de la masonería debían de hacer temblar a los Estados todavía conservadores de la época leonina (1884), pero ya invalidados por el virus liberal, que abre de par en par las puertas al comunismo y a la revolución universal. Nunca profecía de desventura se ha cumplido más exactamente que esta.
El fin último de la masonería coincide con el del comunismo. La secta adula a los pueblos y a los monarcas “iluminados” para suprimir la Iglesia y el Cristianismo.
Así que el único verdadero antídoto contra la masonería es la Iglesia, amiga del bienestar común, de los Príncipes que gobiernan según la ley natural y divina, de manera que Príncipes y pueblos deberían unirse a la Iglesia para destruir la secta.
En concreto, es necesario: 1º) quitar la máscara filantrópica tras la cual se esconde el rostro infernal de la secta diabólica; 2º) dar una sólida instrucción religiosa a todos, pero especialmente a la juventud, de manera que no caiga víctima de los sofismas masónico/kantianos.
El Papa concluye escribiendo que “la ayuda de Dios es necesaria para combatir y erradicar la masonería” (ibídem, p. 389) y, finalmente, invita a resistir y a orar.
Joachim
(Traducido por Marianus el eremita/Adelante la Fe)