La matanza de Sri Lanka, con un saldo de 310 muertos y más de 500 heridos, nos brinda elementos de reflexión. Para empezar, no podemos limitarnos a hablar genéricamente de un suceso trágico, ni de atentados terroristas, sin señalar su carácter religioso. Más que nada, por amor y respeto a las víctimas. Algunas de ellas perdieron la vida en las explosiones que devastaron las iglesias mientras los fieles asistían a la celebración litúrgica de la Pascua. Otras fueron víctimas de las bombas que estallaron en hoteles de lujo. Todas iguales ante la muerte, cuya guadaña siega inexorablemente la vida de todo hombre sin hacer distinción de edad, sexo, cultura, religión ni raza.
Ahora bien, no todos son iguales en el momento que sigue inmediatamente a la muerte, que es el juicio de Dios ante el que comparece toda alma en el momento en que se separa del cuerpo. Ese juicio no iguala, sino que divide, discrimina y supone el cumplimiento de la opción central de nuestra vida: a favor o en contra de Dios, de su ley y de su Iglesia (aquella de la cual es Fundador y Cabeza quien será nuestro Juez, perfectamente justo y de misericordia infinita). Nadie escapa al juicio de Dios, que es distinto para cada uno. A la luz de ello, que es la luz de la fe, tenemos que decir que todos los que murieron en las iglesias están sin ninguna duda en el Paraíso, porque fueron asesinados por odio a la fe. El ISIS reivindicó la masacre, y la autoridades esrilanquesas confirmaron el carácter religioso islamista de los atentados. Es necesario decirlo, insisto, por amor y respeto a las víctimas. Los autores de los atentados odian la fe católica, han atacado a hombres y mujeres bautizados congregados para asistir al culto religioso y celebrar el punto central de la fe cristiana: la Resurrección de Jesucristo, Redentor de la humanidad, único Salvador ante cuyo nombre se inclinan el Cielo y la Tierra. Las víctimas no tenían ni idea de que iban a morir, pero eran personas creyentes que participaban en un acto religioso. La sangre que derramaron purificó su vida.
No se puede decir lo mismo de las víctimas que se encontraban en hoteles. Ignoramos cuántas de éstas eran cristianas, cuántas creyentes de otras religiones ni cuántas, tal vez la mayoría, no creían en ninguna. Quizás la mayor parte vivían inmersas en el hedonismo y el relativismo religioso. Es indudable que a algunas la muerte las habrá conducido a la salvación eterna. Pero a otras a la condenación eterna.
Los terroristas islámicos eligieron como objetivo los hoteles además de las iglesias por considerarlos lugares de decadencia. Los huéspedes no murieron por ser cristianos, sino por ser occidentales, ya que el islam es una religión política que ve en el Occidente laico y escolarizado la antítesis de su fanatismo religioso.
Está claro que no es lo mismo morir arrodillado en una iglesia que en la cama de un cuarto de hotel. Aquí tocamos un punto que nos permite entender en qué consiste el martirio. Afirma San Agustín que lo que hace mártir no es la muerte por cruel que ésta sea, sino el motivo con que se mata. Este principio no sólo se aplica al martirio (que es el testimonio cristiano llevado al extremo de la muerte), sino a todo sufrimiento humano. A modo de ejemplo, imaginemos dos personas aquejadas de una enfermedad más o menos grave. Una de ellas la acepta con resignación, se la ofrece a Dios y participa de este modo en los sacrificios de la pasión de Cristo. La otra rechaza la dolencia, se rebela contra lo que llama el destino, blasfema y se desespera. Aunque la enfermedad es la misma, el primer paciente obtiene grandes méritos mientras el segundo de mancha con culpas graves.
Vivimos tiempos de persecución, y para muchos, no de martirio cruento sino blanco, como se califica cuando se padece por la fe católica sin derramar necesariamente la propia sangre. En el fondo es lo que siempre han hecho los confesores de la Fe, dando testimonio de la Verdad con la palabra y con el ejemplo. No todos estamos llamados al martirio, pero cada uno estamos llamados a ser confesores de la Fe con la palabra y con el ejemplo dentro de nuestras modestas posibilidades.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)