Los disparates de un pastor

No quisiera que lo siguiente fuese un piélago inabarcable de denuestos, desafueros y desmesuras, pero resulta que, en ocasiones, a uno se le hinchan las narices de tantas mentecateces y disparates que se le cuelan por entre las orejas. Y más aún, si cabe, cuando esas mentecateces y disparates los vomita quien, por su condición, debiera ser un modelo de tino, de mesura y de respeto —y discúlpeseme por lo que semeja tautología, cuando no es más que pesantez—. Pues ¿no ha de enfadarse uno, digo yo, cuando el disparate proviene del pastor que ha de cuidar a su grey? ¿No es, acaso, pecado harto inicuo, el de aquél que lleva a su rebaño al exterminio?

Entiendo que usted, querido lector, a quien tengo por probo y por sesudo, comparte tales apreciaciones. Pero no debiera sorprendernos, sin embargo, el amargo hecho de toparnos con pastores que, transidos de una soberbia como cetácea —ese amarse a sí mismo hasta el desprecio de Dios, contra el que nos advertía San Agustín en su salvífica Ciudad de Dios—, anteponen sus deseos a los del Señor y le ofenden sin cesar. Ejemplos de ello los hay sin cuento en esta época de hogaño, donde la equivocidad, la tibieza o la ambigüedad más insana parecen serpentear por entre las autoridades eclesiales; pero hoy, quizá porque en alguno he de fijarme y las palabras de este “alguno” me vienen pintiparadas, he decidido hablarles del padre Ángel, a la sazón fundador de Mensajeros de la paz y como perpetuo correcaminos televisivo.

Así, cuando el padre Ángel asegura, supongo que con sonrisa casi beatífica y como trémula de santidad, que las mujeres debieran acceder al sacerdocio o los divorciados vueltos a casar recibir la Sagrada Comunión, sabe perfectamente, cobardote él, que no recibirá castigo ni reprimenda alguna de sus superiores; pues éstos, quizá por no hurgar entre la basura y así avivar el hedor, acostumbran a dejar las cosas como están y hacer mutis por el foro. De igual modo sabe el padre Ángel, por supuesto, que con ello contribuye a demoler la Iglesia en que reside; pues cuando uno comienza a escariar las tradiciones, los dogmas y las enseñanzas que sustentan a los católicos, el edificio que nos cobija comienza a tambalearse, a resquebrajarse en sus paramentos y forjados hasta que, finalmente, termina por colapsar y hacerse trizas. Mas no por ello el padre Ángel cejará en su empeño de agradar al mundo; y es que el tal padre, pertinaz como esa sequía que a cada rato asuela España, se nos volverá a hacer vocero y altavoz de toda esa turbamulta de buenistas que, empreñados de diablo y modernismo, ansían el advenimiento de una Iglesia mucho más fetén que la de hogaño —que la de siempre, en realidad—; una Iglesia que se nos haga tolerante y simpaticona —pues donde hay tolerancia no existe ya el pecado—; una Iglesia, vamos, que compadree con el mundo y mire con cierta indulgencia bonachona a todos esos vicios y abyecciones en las que caemos; o una Iglesia, en suma, donde se reescriban las Sagradas Escrituras al albur de los apetitos de la sociedad, para que en ella quepamos todos y nos encontremos muy a gustito; hasta que, finalmente, de resultas de todo ello, esa iglesia recién traída —y basta ya de mayúscula, que esa futura iglesia no se la merece— termine por hacerse caca en todo lo sagrado, pues para entonces ya lo habremos arrumbado en el menos frecuentado de los desvanes o en la más emborronadas de las memorias.

Y entretanto eso no llega, ese heresiarca bienquisto continuará con su circo y sus mentecateces, con su insultante fariseísmo y sus poses beatíficas, sin detenerse a pensar en el daño que hace a los creyentes y a su Iglesia. Pues ¿a quién, si no a un sacerdote, le habremos de pedir nosotros, humildes e ignorantes fieles, respeto por los Santos Evangelios? ¿A quién, si no a un miembro privilegiado de la Santa Madre Iglesia, le habremos de pedir nosotros, humildes e ignorantes fieles, que no se cisque en las creencias que asegura defender? ¿A quién, si no a aquél que ha sido erigido en epítome del Cristianismo por una muchedumbre infinita —pues tal se les antoja a esa muchedumbre infinita que en él se compendian todas las virtudes del Señor—, le habremos de pedir nosotros, humildes e ignorantes fieles, que respete a Cristo y Su Palabra?

Pidámoselo, estimado lector, a cualquier cura de barrio; y dejemos al padre Ángel con su soberbia, con su circo catódico —que no católico—, con su tan reconocido y aspaventado buenísimo y con su iglesia hecha a medida, donde la Palabra podrá reescribirse a cada instante, al albur de los apetitos de una sociedad cada vez más enferma y descerebrada.

Gervasio López

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