Los dones y frutos del Espíritu Santo

Profundizando en nuestra fe (Cap. 10.5)

 

 El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado». (Rom 5:5)

El Espíritu Santo, don de Dios

El «don de Dios» es el Espíritu Santo, promesa, viento, amor, que se torna realidad en Pentecostés:

«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva…,. el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino que… se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4:10,14) – le dice Jesús a la samaritana.

Ella, al oír estas palabras junto al brocal del pozo de Jacob, sintió que se le incendiaba el alma.

En otro diálogo, esta vez con Nicodemo, aunque cambian los personajes, el mensaje es el mismo:

«Lo que nace del Espíritu, es espíritu… El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va: así es todo el nacido del Espíritu» (Jn 3: 7-8).

Si de los diálogos con Nicodemo y con la samaritana pasamos al sermón eucarístico de Cafarnaún, el tema retorna llenándose con un dolorido reproche:

«El Espíritu es el que da la vida… Las palabras que yo he hablado son Espíritu y vida. Pero hay algunos de vosotros que no creen» (Jn 6: 63-64).

La promesa del don del Espíritu va acentuándose conforme transcurre la vida de Cristo en la tierra:

«El último día, el día grande de la fiesta, se detuvo Jesús y gritó: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, según dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su seno». Y San Juan apostilla: «Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7: 37-38).

 En la despedida o sermón de la Última Cena, insiste:

«…vendremos a él y en él haremos morada… El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo» (Jn 14:23,25).

Para acabar en el episodio de la Ascensión que nos relata el libro de los Hechos, diciendo:

«…dentro de no muchos días, seréis bautizados en el Espíritu Santo… Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos…» (Hech 1:5,8).

Efectivamente, la promesa se cumplió de un modo visible el día de Pentecostés:

«Se produjo de repente un ruido del cielo, como el de un viento impetuoso… Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando llenos del Espíritu Santo» (Hech 2: 2-3).

Después, se repite en los fieles. San Pedro, en su primer sermón, dice:

«Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es esta promesa y para vuestros hijos, y para todos los de lejos, cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro» (Hech 2: 38-39).

Pero es, sobre todo, San Pablo quien los describe con todo lujo de detalles. El capítulo 8 de la Epístola a los Romanos es un continuo latido, de la vida del Espíritu (Rom 8:1-7); es el camino de vida que siguen los que de verdad recibieron «el espíritu de Dios» (Rom 8: 8-13); es el gozo de sentirse «hijos de Dios»:

“Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y si hijos, también herederos, herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con él, para ser con él glorificados» (Rom 8: 14-17).

Es el Espíritu quien cumple el plan de Dios sobre los elegidos (8: 28-39),  y el que ora por ellos:

«El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables» (8:26).

 Por dos veces repite que el cristiano es morada del Espíritu Santo (Rom 8: 9,11). Esta será una de las verdades que recuerde a los Corintios:

 «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1 Cor 3,16-17).

La conclusión a la que llegamos después de la lectura de los textos neotestamentarios es clara: El Espíritu Santo es alma de la Iglesia, divinizador del cristiano, don de Cristo.

Existencia de los dones del Espíritu Santo

Es una verdad teológica que tiene su confirmación en la Sagrada Escritura, en la Patrística, en la Liturgia; y todo ello, respaldado por el Magisterio de la Iglesia.

  • Los testimonios de la Sagrada Escritura son muy fuertes; y, en concreto, destaca el texto del profeta Isaías en el que enumera las cualidades que brillarán en el Mesías como rey:

«Reposará el Espíritu de Yahwéh, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de entendimiento y de temor de Dios» (Is 11:2).

  • La tradición, basándose en el uso que hace San Pedro del texto «El Espíritu mora en nosotros» (1 Pet 4:14), extendió esos dones a todos los fieles, de modo que en el alma en gracia habita el Espíritu Santo con sus dones.
  • El Sínodo Romano del año 382 los enumera explícitamente (DS. 178).
  • La Liturgia de la fiesta de Pentecostés.
  • La encíclica Divinum illud munus  del papa León XIII, es la carta magna consagradora de la teología de los dones.

¿Qué es un “don”?

  • Sentido genérico: En ética se llama “don” a todo acto de benevolencia, regalo o donación sin restitución. La Sagrada Escritura nos presenta la gracia cristiana como un «don de amor». El apóstol Santiago advierte: «Todo buen don y toda dádiva … desciende del Padre de las luces» (Sant 1:17). Y San Pablo, refiriéndose al ser cristiano por la fe y el bautismo, precisa: «y esto no os viene de vosotros: es don de Dios» (Ef 2:8). El Espíritu Santo es el primer don y de Él proceden todos los demás dones divinos.
  • Sentido específico: Teológicamente se definen como «perfecciones del hombre por las cuales se dispone a seguir dócilmente la moción del Espíritu Santo».[1]

Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales, realmente distintos de las virtudes, con los cuales el hombre se dispone convenientemente para seguir de una manera pronta, directa e inmediata la inspiración del Espíritu Santo en orden a un objeto o fin que las virtudes no pueden por sí solas alcanzar; por lo cual son a veces necesarios para la misma salvación y siempre para la santidad de la vida cristiana. Están conectados entre sí y con la caridad, de tal manera que el que está en gracia los posee todos y sin ella no posee ninguno. Perdurarán en el cielo en grado perfectísimo. Los dones de sabiduría y de entendimiento son los más perfectos y afectan de lleno a la vida contemplativa.

Diferencia entre lar virtudes y los dones del Espíritu Santo

Tantos las virtudes como los dones son hábitos operativos que residen en las facultades humanas. Todos ellos buscan el bien honesto y tienen el mismo fin último: la perfección del hombre. Ahora bien:

Las virtudes adquiridas:

  • Disponen al hombre para ser movido por la razón natural en orden a la realización de actos naturalmente buenos.

Las virtudes infusas:

  • Disponen al hombre para ser movido por la razón iluminada por la fe en orden a la realización de actos sobrenaturales al modo humano.
  • Actúan bajo la influencia de una simple gracia actual al modo humano, o sea sin superar el mecanismo psicológico del hombre elevado por la gracia al orden sobrenatural. Bajo la gracia actual, el hombre actúa como causa principal del acto virtuoso correspondiente.
  • Se mueven por el dictamen de la razón iluminada por la fe, aunque siempre, bajo el influjo de una gracia actual. Por eso mismo, en su funcionamiento se mezcla inevitablemente un elemento humano: la propia razón natural, aunque sea iluminada por la fe. Ahora bien, esa modalidad humana procedente de la razón natural es un elemento extraño y enormemente desproporcionado a la naturaleza divina de las virtudes infusas, sobre todo de las teologales. Éstas reclaman, por su misma naturaleza, una modalidad divina para desplegar en todo su esplendor sus maravillosas virtualidades.
  • El hábito de las virtudes infusas lo podemos usar cuando nos “plazca”, presupuesta la gracia actual, que a nadie se niega.

Los dones del Espíritu Santo:

  • Los dones del Espíritu Santo son ciertos hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones del Espíritu Santo.
  • Por estos dones, el hombre se connaturaliza con los actos a que es movido por el Espíritu en orden a la realización de actos sobrenaturales según un modo sobrenatural o divino.
  • Son movidos por el Espíritu Santo como instrumentos directos suyos.
  • Obedecen a una moción especialísima del Espíritu, que los mueve y actúa al modo divino o sobrehumano. Bajo la moción especial de los dones, el hombre pasa a ser causa instrumental del acto, correspondiendo la causalidad principal al propio Espíritu Santo.
  • El objeto formal: se actúa por razones divinas.
  • La causa motora de los dones es el mismo Espíritu Santo.
  • Estos dones vienen en ayuda de las virtudes infusas para que éstas puedan alcanzar su perfección.
  • Los dones sólo actúan cuando el Espíritu Santo quiere moverlos y confieren al alma la facilidad para dejarse mover, de manera consciente y libre, por el Espíritu Santo.

La finalidad de los dones del Espíritu Santo

  • Se dan como ayuda para salir airosos en los casos repentinos e imprevistos en los que el pecado o el heroísmo es cuestión de un instante (por ejemplo, ante una tentación repentina y violentísima en la que la victoria o la derrota es cuestión de un segundo). En estos casos, el alma no puede echar mano del discurso lento de las virtudes infusas en su modalidad ordinaria o humana, sino que necesita la moción divina de los dones que actúa de una manera intuitiva e instantánea.
  • Se otorgan para perfeccionar el acto de las virtudes infusas, dándole la modalidad divina.
  • De suyo las virtudes teologales son más perfectas que los dones, como enseña Santo Tomás[2]; pero manejadas por el propio hombre en su modo humano no pueden desarrollar toda su enorme virtualidad divina, necesitando para ello la modalidad sobrehumana de los dones.
  • Son absolutamente indispensables para la perfección cristiana. Sin la moción divina de los dones, las virtudes infusas no pueden desarrollar todas sus energías ni, por lo mismo, elevar el alma a la santidad.

 Enumeración y función específica de cada don

En el texto hebreo del profeta Isaías (11: 2-3) aparecen nombrados seis dones del Espíritu, faltando el don de piedad. En cambio, en la traducción de la Vulgata ya aparecen nombrados los siete dones. San Pablo, en la Carta a los Romanos, incluye la piedad como uno de los dones del Espíritu Santo (Rom 8: 14-16).

Cada vez que recibimos un sacramento se produce en nuestro interior un cambio radical, pues a través de ellos recibimos la gracia santificante y los dones del Espíritu Santo. Cambios que acontecen en lo más profundo de nuestra alma, no de nuestros sentimientos.

Éstos son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.

1.- Don de sabiduría

  • Nos da gusto para lo espiritual, capacidad de juzgar según la medida de Dios.  Es una participación especial en ese conocimiento misterioso y sumo que es propio de Dios… Esta sabiduría superior es la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y se saborea en ellas. El verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive.
  • Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas a la luz de Dios.  Iluminado por este don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades del mundo: nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios.
  • Es el primero y mayor de los siete dones.

2.- El don de entendimiento

  • Es un don que nos capacita para “entender” las verdades de la fe de acuerdo con nuestras necesidades. Nos ayuda a comprender la Palabra de Dios y profundizar en las verdades reveladas.
  • Esta luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas divinas, hace también más penetrante la mirada sobre las cosas humanas.

3.- El don de consejo

  • Nos mueve a elegir lo que nos puede ayudar para nuestra salvación y a rechazar lo que se opone a la misma.
  • Ilumina también nuestra conciencia para saber tomar las opciones más adecuadas en nuestra vida diaria.
  • Actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma.
  • Enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes, o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos.

4.- Fortaleza

  • Es una fuerza sobrenatural que sostiene la virtud cardinal de la fortaleza.
  • Este don nos da fuerzas para realizar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida. Para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones del ambiente. Para superar la timidez y la agresividad.

5.- Ciencia

  • Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.
  • Nos ayuda a conocer lo que es bueno o malo para nuestra salvación.
  • Nos ayuda a descubrir el sentido teológico de lo creado, viendo las cosas como manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios.
  • El hombre, iluminado por este don, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a volverse con mayor Ímpetu y confianza a Aquel que es el único que puede apagar plenamente la necesidad de infinito que le acosa.

6.- Piedad

  • Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con nuestros hermanos como hijos del mismo Padre.
  • Nos ayuda a mantener una actitud íntima y de niño con Dios.
  • Con relación a los demás hombres, este don, extingue del corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón.
  • Es también el don de piedad quien eleva y perfecciona el verdadero patriotismo.

7.- Temor de Dios

  • Es el temor a ofenderle debido al amor que le tenemos y al miedo al castigo si le ofendemos.
  • Nos otorga un espíritu contrito ante Dios, conscientes de las culpas y del castigo divino, pero dentro de la fe en la misericordia divina
  • El alma se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre; de no ofenderlo en nada, de «permanecer» y de crecer en la caridad.

La teología católica, siguiendo a Santo Tomás, ha precisado la función específica que corresponde a cada uno de los dones. Cada uno de ellos tiene por misión directa e inmediata la perfección de alguna de las virtudes fundamentales (teologales y cardinales), aunque indirecta y mediatamente repercute sobre todas las virtudes derivadas de la teologal o cardinal correspondiente y sobre todo el conjunto de la vida cristiana.

  • El don de sabiduría perfecciona la virtud de la caridad, dándole la modalidad divina que reclama y exige por su propia condición de virtud teologal perfectísima. Las almas que poseen de modo especial este don todo lo ven a través de Dios y todo lo juzgan por razones divinas, con sentido de eternidad, como si hubieran ya traspasado las fronteras del más allá. Han perdido por completo el instinto de lo humano y se mueven únicamente por cierto instinto sobrenatural y divino.
  • El don de entendimiento perfecciona la virtud de la fe, dándole una penetración profundísima de los grandes misterios sobrenaturales. La inhabitación trinitaria en el alma del justo, el misterio redentor del Calvario, nuestra incorporación a Cristo como miembros de su Cuerpo místico, la santidad inefable de María, el valor infinito de la santa Misa y otros misterios semejantes adquieren, bajo la iluminación del don de entendimiento, una fuerza y eficacia santificadora verdaderamente extraordinarias.
  • El don de consejo perfecciona la virtud de la prudencia, no sólo en las grandes determinaciones que marcan la orientación de toda una vida, sino hasta en los más pequeños detalles. Son a modo de “corazonadas”, cuyo acierto y oportunidad se encargan más tarde de descubrir los acontecimientos. Para el gobierno de nuestros propios actos y el recto desempeño de cargos directivos y de responsabilidad, el don de consejo es de un valor inestimable.
  • El don de fortaleza refuerza la virtud del mismo nombre, haciéndola llegar al heroísmo más perfecto en sus dos aspectos fundamentales: resistencia y aguante frente a toda clase de ataques y peligros y acometida firme del cumplimiento del deber, a pesar de todas las dificultades y obstáculos. El don de fortaleza brilla en la vida de los mártires, en los grandes héroes cristianos y también en la práctica callada y heroica de las virtudes de la vida ordinaria.
  • El don de ciencia perfecciona la virtud de la fe, enseñándola a juzgar rectamente de las cosas creadas, viendo en todas ellas la huella o vestigio de Dios. El mundo tiene por insensatez y locura lo que es sublime sabiduría ante Dios. Es la «ciencia de los santos», que será siempre necia ante la increíble necedad del mundo (1 Cor 3:19). Las almas en las que el don de ciencia actúa intensamente tienen instintivamente el sentido de la fe. Sin haber estudiado teología se dan cuenta en el acto si una determinada doctrina, un consejo, una máxima cualquiera está de acuerdo con la fe o está en oposición a ella.
  • El don de piedad perfecciona la virtud de la justicia, una de cuyas virtudes derivadas es precisamente la piedad. Tiene por objeto excitar en la voluntad, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad para con todos los hombres en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre. Es también el don de piedad quien eleva y perfecciona el verdadero patriotismo, en cuanto que la Patria es también objeto de la virtud de la piedad.
  • El don de temor perfecciona dos virtudes: primariamente la virtud de la esperanza, en cuanto que arranca de raíz el pecado de presunción, que se opone directamente a ella por exceso, y hace apoyarse únicamente en el auxilio omnipotente de Dios, que es el motivo formal de la esperanza. Secundariamente perfecciona también la virtud de la templanza, ya que no hay nada tan eficaz para frenar el apetito desordenado de placeres como el temor de los castigos divinos.

Los doce frutos del Espíritu Santo

Si permitimos que el Espíritu Santo trabaje en nuestra alma permaneciendo en estado de gracia santificante, nuestro “árbol espiritual” pronto empezará a producir frutos: caridad, gozo, paz, paciencia, mansedumbre, bondad, benignidad, longanimidad, fe, modestia, templanza y castidad.

Caridad: nos ayuda a ver a Cristo en los demás. Es por ello que les ayudamos a pesar de que pueda suponer un sacrificio para nosotros.

Gozo: nace de la posesión de Dios. Nos hace ser personas agradables y felices; buscando también hacer felices a los demás.

Paz: nos hace ser personas serenas. Mantiene al alma en la posesión de la alegría contra todo lo que es opuesto. Excluye toda clase de turbación y de temor.

Paciencia: nos hace ser personas que saben controlar su carácter. No somos resentidos ni vengativos. Este fruto modera la tristeza

Mansedumbre: modera la cólera y las reacciones violentas.

Bondad: nos ayuda a nos criticar o condenar a los demás. Es una inclinación que nos ayuda a ocuparnos de los demás y a hacer que ellos participen de lo nuestro.

Benignidad: nos ayuda a ser gentiles y no andar discutiendo con todo el mundo. Da una dulzura especial en el trato con los demás.

Longanimidad: nos hace no quejarnos ante los problemas y sufrimientos de la vida. Nos ayuda a mantenernos perseverantes ante las dificultades.

Fe: nos ayuda a defender nuestra fe en público y no ocultarla por vergüenza o miedo. Es también cierta facilidad para aceptar todo lo que hay que creer, firmeza para afianzarnos en ello, seguridad de la verdad que creemos sin sentir dudas.

Modestia: nos ayuda a ser cuidadosos y discretos con nuestro cuerpo, evitando ser ocasión de pecado para los demás. Nos ayuda a preparar nuestro cuerpo para ser morada de Dios.

Templanza: nos ayuda a saber controlar nuestras pasiones y no dejarnos llevar por las mismas. En especial refrena la desordenada afición de comer y beber, impidiendo los excesos o defectos que pudieran cometerse.

Castidad: nos ayuda a ser cuidadosos y delicados en todo lo que se refiere al uso de la sexualidad, y en general, de los placeres de la carne.

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Acabamos de este modo el capítulo 10, para en los dos siguientes artículos centrarnos en nuestra fe en la Iglesia fundada por Jesucristo y las propiedades que ha de tener la auténtica Iglesia (Capítulo 11). Y terminar esta serie dedicada a “Profundizar en nuestra fe” con el Capítulo 12, hablando de la Resurrección final y del mundo futuro.

Padre Lucas Prados

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[1] Santo Tomás de Aquino, Summa  Theologica, I-IIae, q.68, a.1 y 3.

[2] Santo Tomás de Aquino, Summa  Theologica, I-IIae, q.68, a.2.

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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