Existe una investigación teológica llamada “teodicea” que tiene como objetivo el de conciliar la bondad y la misericordia de Dios con las desgracias y las calamidades del mundo físico, como también la perversidad del mundo moral, deseadas o permitidas por Su Justicia. Uno de los padres de la teodicea fue el gran Obispo de Nipona San Agustín, quien en su De natura boni expone los fundamentos, abordando el problema del mal y del pecado desde sus múltiples y complejos aspectos. En este tratado, San Agustín explica que Dios castiga al hombre para restablecer el orden de la Creación deseado por El y, al hacerlo así, educa pedagógicamente al hombre a apreciar el bien y huir del mal: «Si estas personas (los malvados) han hecho un mal uso de Sus bienes por medio de su inicua voluntad, Él hará un buen uso de sus males por medio de Su justa autoridad, ordenando de modo recto en sus castigos aquello que ellos mismos ordenaron de modo perverso en los pecados». Entonces, Dios castiga por un fin bueno, Él que, como dice también San Agustín de Hipona «permite aquello que desea y desea aquello que permite».
Las Sagradas Escrituras, que abundan en ejemplos de castigos divinos desde sus primeras páginas, es todo un suceder de pecados del hombre, castigos de Dios y conversión de los pecadores. Porque, precisamente, el castigo divino tiene una causa y un fin. La causa es el pecado del hombre, el fin es su conversión. En 1917, Benedicto XV refiriéndose a los predicadores de la Cuaresma afirmaba: “los flagelos públicos son expiaciones de las culpas por las cuales las autoridades públicas y las naciones se han alejado de Dios”. Por lo tanto, los Predicadores deben “exhortar a los fieles a recibir de la mano de Dios tanto las pruebas de los infortunios como los públicos flagelos, sin murmurar un momento contra la Divina Providencia, sino procurando aplacar la justicia divina, por los pecados de los individuos y de las naciones” (Discurso a los Predicadores cuaresmales, 1917). El Abad cisterciense V. Lehodey escribía en el siglo pasado que “Las catástrofes son generalmente el castigo del pecado: cuanto más universales y terribles, más las olas de la iniquidad deben haber provocado la cólera divina” (Vital Lehodey, Il santo abbandono, -El santo abandono- Ed. San Pablo, Milán, 2014). Pero, ¿cómo conciliar los castigos de Dios con su infinita misericordia? La pregunta está mal puesta porque – a la luz de la Fe – los castigos son ellos mismos un acto de misericordia: “Aquello que nosotros llamamos flagelo y castigo -escribió también Lehodey – es a menudo una gran gracia, una prueba impresionante de misericordia. Acostumbrémonos a considerar todas las cosas a la luz resplandeciente de la fe, y nada de aquello que ocurre en el mundo escandalizará, nada turbará la paz de nuestras almas y su confiante sumisión a la Providencia”.
Esto dicho, se abre ante nuestros ojos el telón de la gran epidemia causada por el Covid 19, o Coronavirus, el virus invisible que ha puesto de rodillas a naciones enteras con sus sueños de omnipotencia. Los gobiernos – comenzando por el italiano – se dedicaron por completo a salvar la vida de los ciudadanos, con medidas draconianas como tal vez nunca se habían visto en la Historia. Pero estos mismos gobiernos promueven o toleran crímenes como el aborto y la eutanasia, que -por ser homicidios- son pecados que claman venganza en la presencia de Dios. Ahora bien, que el Estado laicista, en esta evidente desgracia como en otras, caiga en una evidente contradicción poniéndose en ridículo a sí mismo, es algo que no sorprende. Pero que la Iglesia no solo se incline ante el gobierno sino que incluso lo preceda, es inconcebible e intolerable para un católico. Porque la imposición de la Comunión en la mano (que constituye un evidente abuso de autoridad), la suspensión de las Misas públicas y el cierre de la Iglesia son todas medidas que diversas Conferencias Episcopales (comenzando por la italiana) han adoptado aún antes que los gobiernos promulgaran sus leyes draconianas. Ahora bien, que nuestros gobernantes tengan como objetivo prolongar la vida (a pesar de las contradicciones evidentes antes mencionadas), puede comprenderse; pero que nuestras autoridades eclesiásticas quieran también prolongar la vida en vez de salvarla es algo que nunca se vio. Para prolongar la vida no tenemos necesidad de la Iglesia. Tenemos necesidad de la Iglesia para vivir y morir cristianamente. Y para ello necesitamos que la Iglesia nos hable de los novísimos: muerte, juicio, infierno y paraíso, es decir, del fin último de nuestra existencia, que no es esta vida natural, por muy larga que sea, sino la eterna. Pero en cambio, los novísimos son los grandes ausentes de la pandemia. De hecho parece que nuestros jerarcas temen la muerte física aún más que nuestros gobernantes, porque hasta ahora hemos visto -parece- más médicos-héroes que sacerdotes-héroes. Pero la muerte no es el peor de los males: el peor de los males es la muerte eterna, es decir, la muerte en desgracia de Dios. “Todas las prosperidades del mundo serán los peores flagelos, si adormecen a las almas, si adormecen a las almas en la indiferencia y el olvido y si el despertar se produce sólo en el fondo del abismo. En cambio, las calamidades más espantosas, aún cuando duraran años enteros, no son nada frente a un infierno sin fin, son una gran misericordia por parte de Dios y para nosotros una verdadera fortuna, si a este precio podemos aplacar la justicia divina, evitar el infierno y recuperar nuestros derechos al cielo” (ib. id.). Así, nosotros queremos una Iglesia que nos hable del Cielo no de la tierra, de la verdadera vida, que no tendrá fin, no de aquella que perece como un soplo.
Toda la misión de la Iglesia se resume en la SALUS ANIMARUM, la salvación de las almas, que es la suprema lex. Por esta razón queremos oír a nuestros jerarcas hablar de los Novísimos, administrar los Sacramentos, ir a terapias intensivas: no queremos la liturgia in streaming -transmisión. Porque si para los gobernantes el problema es el número de muertos, para la Iglesia el verdadero problema es- y será siempre, el número de muertos sin Dios, a Quien se rendirán muy estrechas cuentas. (Cristiana de Magistris)
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