Propensiones «liberales» y deformación teológica
Vayamos al jesuita Henri de Lubac, padre de la «nouvelle théologie».
Partiremos de su formación filosófico-teológica porque ella demuestra el clima de desprecio por la autoridad y las directivas de la Roma católica en el cual maduró la crisis actual en la Iglesia.
Contra la agresión de los modernistas, San Pío X había pedido que fueran alejados de los Seminarios y de las casas de formación de los religiosos los profesores sospechosos y que fueran excluidos de las ordenaciones «aquellos jóvenes que arrojen la más pequeña duda de correr detrás de doctrinas condenadas o dañosas novedades» (Motu Propio, 18 de noviembre de 1907).
Según estas directivas, el joven de Lubac no debería haber sido jamás ordenado. Es él mismo el que da fe, en la Memoria en torno a mis escritos, (Encuentro, Madrid, 2000), de sus simpatías por el liberalismo católico, repetidamente condenado por los Romanos Pontífices, simpatías que lo predisponían a «correr detrás de sistemas y de tendencias inquietas del pensamiento moderno» (P. Parente, La teologia, ed. Studium).
Del card. Couillé, por ejemplo, de Lubac escribe: «aureolado por mí desde mi adolescencia a causa del recuerdo de mons. Dupanloup, de quien había sido colaborador». Mons. Dupanloup, el «héroe», más aún, el «santo» del adolescente de Lubac, había sido exponente de relieve de la corriente liberal en el Vaticano I y abandonó aquel Concilio antes de su conclusión para no asistir a la proclamación de la infalibilidad pontificia, de la que fue opositor. Al contrario que mons. Lavallée, rector de las facultades católicas de Lyon, de Lubac escribe: «lo que me molestó siempre un poquito en mis relaciones con él fue… su reputación de tradicionalista extremo», aunque «no era, sin embargo, “integrista”» (debe advertirse la gradación) (p. 5). Este horror por el «integrismo» y los «integristas» no abandonará a de Lubac hasta el final de sus días, como veremos.
Contra la agresión de los modernistas, San Pío X y todos sus sucesores hasta Pío XII habían confirmado la obligación de «seguir religiosamente [sancte] la doctrina, el método y los principios de Santo Tomás» (San Pío X, Motu Proprio, cit; Pío XII, Humani Generis; véase CIC, canon 1366 n. 2). Tampoco de esta directiva romana, sin embargo, en las casas de formación de los Jesuitas frecuentadas por de Lubac, se hacía poco o ningún caso. Así, durante los estudios de filosofía en Jersey (1920-1923), el joven de Lubac pudo leer «con pasión L’Action, la Lettre (sobre apologética) y varios otros estudios de Maurice Blondel. Por una loable excepción, algunos maestros nuestros de entonces, cuyas prohibiciones eran severas, permitían, sin animarnos sin embargo, que siguiéramos el pensamiento del filósofo de Aix» (Memoria, p. 10).
Y todavía en la p. 192: «Entre los autores de menor talla, nos volvía locos Lachelier [que se mueve, como Blondel, en el ámbito del kantismo], recomendado por el padre Auguste Valensin por su estilo más aún que por sus ideas [aun cuando fuera verdad, con el estilo penetraban también sus ideas]. Es necesario recordar que, en aquel tiempo, en el escolasticado de filosofía, semejantes lecturas eran, en su mayoría, un fruto semiprohibido. Gracias a maestros y a consejeros indulgentes no fueron sin embargo jamás lecturas clandestinas». Y así, el joven de Lubac, en cambio de recibir una seria y sana formación filosófica, base indispensable par una seria y sana formación teológica, se deformó, «gracias a maestros y a consejeros indulgentes», con la lectura apasionada de filósofos viciados de inmanentismo y subjetivismo.
«Maestros» que nunca fueron discípulos
El daño de una «formación» semejante es enorme e irreparable:
«Debido a que la doctrina tradicional de Santo Tomás es la más fuerte, la más luminosa y la más segura en sus principios – se debe creer en esto a la Iglesia –, es un deber dotarse de esta fuerza y de esta luz para descartar las teorías arriesgadas o falsas. ¿No se hace a menudo lo contrario? Se estudia, cueste lo que cueste, una filosofía o una teología desvanecida y sin cohesión; después se toma contacto con Santo Tomás y con la tradición esporádicamente. Este contacto no es una formación; peor todavía falsea la puesta en práctica de la idea escolástica y tradicional. Si, realmente, Santo Tomás es un guía seguro y fecundo, un incomparable guía, es a él a quien es necesario recurrir ante todo y sobre todo; es su doctrina purísima la que es necesario dar en la formación teológica; su lectura, para ser verdaderamente formadora, no debe añadirse como un estudio secundario y accesorio» (Lavaud, en La Vie Spirituelle, 1923, pp. 174 ss., citado por J. B. Aubry, L’étude de la Tradition, p. 100).
Esta carencia de una sólida formación filosófica y teológica es el «defecto de origen» constatable en todos los «nuevos teólogos».
Henri Bouillard, veterano de la «banda» de de Lubac, con ocasión de la inauguración del Centre d’Archives Maurice Blondel (Lovaina, 30-31 de marzo de 1973) dio el siguiente «testimonio»:
«Hice parte de aquellos jóvenes estudiantes de teología que, en torno a 1930, se procuraban un ejemplar policopiado de “L’Action” [la obra principal de Blondel], libro entonces imposible de encontrar en las librerías. La obra era sospechosa y su lectura, sin un guía competente, era difícil. Pero, profundamente defraudados por la filosofía escolástica y por la apologética enseñada en los Seminarios [mal o sin convicción por parte de profesores fascinados ellos también por la «filosofía moderna»] buscábamos una iniciación entre otras al pensamiento moderno y, más aún, el medio, que no encontrábamos en otro lugar, para comprender y justificar nuestra fe».
También como profesor, continúa Bouillard, «el conjunto de mis lecciones se inspiraba ampliamente en el pensamiento blondeliano. Otros teólogos [entre los cuales su amigo de Lubac] se habían comprometido desde hacía tiempo con este camino y otros se introducían a su vez en él. Debo, por tanto, atestiguar no sólo que Blondel me enseñó, sino también la influencia que ejerció en numerosos teólogos y, a través de ellos, en la teología en general» (Centre d’Archives Maurice Blondel, Journées d’inauguration 30-31 mars 1973. Textes des interventions, p. 41). Con razón, por tanto, el padre Garrigou-Lagrange escribirá de de Lubac, de Bouillard y de sus compañeros: «no pensamos que… abandonan la doctrina de Santo Tomás; nunca se adhirieron a ella porque nunca la comprendieron bien. Y esto es doloroso e inquietante» (La nouvelle théologie où va-t-elle?, en Angelicum, 23, 1946). Como siempre, los «innovadores», por decirlo como San Alfonso, «quieren ser considerados como maestros cuando nunca fueron discípulos» (A. M. Tannoia, Vita, L. II, c. LV).
Desprecio de Roma y falsa obediencia
Con las «novedades», el joven de Lubac absorbió inevitablemente el desprecio de las directivas «romanas». «Entre los contemporáneos – escribe él – seguidos en la época de mi formación tengo una deuda particular hacia Blondel, Marechal, Rousselot» (op. cit.). Y, sin embargo, ninguno de los tres tenía precisamente olor de ortodoxia ni en el Santo Oficio ni en la sede romana de la Compañía de Jesús (ivi, pp. 13 ss.). Y, del jesuita Pierre Charles, de Lubac escribe: «su prestigio había crecido [sic!] a nuestros ojos a causa de la semidesgracia en la que había caído [ante las autoridades romanas], como el padre Huby, después del caso de “Les yeux de la Foi”», obra de Rousselot, que los jesuitas arriba citados Charles y Huby intentaron repetidamente publicar contra la oposición de «Roma» (op. cit., p. 14).
Más tarde, de Lubac aprendió cómo se puede practicar una real desobediencia bajo la obediencia más formal. El padre Podechard, «el más sumiso de los hijos de la Iglesia», narra de Lubac, había apenas concluido un curso sobre el siervo de Yahvé en la facultad lionesa de teología: «le dije que debería precisamente haber redactado un libro y publicarlo. Es imposible, me replicó. – ¿Y por qué? – Estoy a la base de posiciones críticas que hoy no son admitidas. Ve, Padre, sobre estas cuestiones bíblicas, la Iglesia y yo no nos entendemos precisamente; es necesario, por tanto, que uno de los dos calle y es normal que sea yo» (p. 17). Lo que, sin embargo, no impedía al «más sumiso de los hijos de la Iglesia» hablar sin ningún tipo de reparo, en sus cursos, proponiendo a los jóvenes eclesiásticos tesis que él sabía perfectamente que eran desaprobadas por la Iglesia.
De Lubac aprenderá la lección y, a su tiempo, sabrá esconder él también su real desobediencia bajo una sumisión formal. Con conocimiento de causa, Pío XII, en la Humani Generis, escribirá que los «nuevos teólogos» enseñaban el error «de manera prudente y cubierta»: «si bien se habla con prudencia en los libros impresos, se expresan más libremente en los escritos transmitidos privadamente en las lecciones y en las conferencias». Lo veremos también con von Balthasar. Y esto explica cómo el mundo católico, con el Vaticano II, haya podido «despertarse» modernista sin quejarse en absoluto (cfr. San Jerónimo: «el mundo se despertó arriano y gimió por ello»).
La «simbiosis intelectual» con Blondel
El primer paso de la «nouvelle théologie» para despedirse de la Tradición dogmática de la Iglesia es el abandono de la filosofía escolástica y este paso, lo hemos visto en el número precedente, fue dado por Maurice Blondel. El segundo paso es el abandono de la teología católica tradicional y quien dio este segundo paso fue Henri de Lubac.
El «modernista teólogo» – había escrito San Pío X – critica a «la Iglesia porque ella, con suma obstinación, rechaza someter y acomodar sus dogmas a las opiniones de la filosofía [moderna]»; por su parte, «una vez tirada a la basura la antigua teología», se esfuerza «por poner en boga otra nueva, obediente totalmente a los delirios de los filósofos» (Pascendi). Toda teología, en efecto, presupone una filosofía y la «nueva teología» de de Lubac presupone la «nueva filosofía» de Blondel.
El 8 de abril de 1932, Henri de Lubac S. J. escribía a Blondel que ahora era posible la «elaboración de una (nueva) teología del sobrenatural» «desde el momento en que su [de Blondel] obra filosófica le había preparado el camino» (op. cit., p. 26). Más bien recientemente, en marzo de 1991, L’Osservatore Romano dedicó una página entera a la presentación (elogiadora naturalmente) del volumen Henri de Lubac: teologia e dogma nella storia / L’influsso di Blondel, ed. Studium, Roma. El autor, A. Russo, discípulo italiano del teutónico Walter Kasper (también él de los «que creen que han vencido»), escribe que la correspondencia de Lubac-Blondel «nos da ejemplo de una simbiosis intelectual que raramente se encuentra en la historia del pensamiento» (p. 307). Es, en realidad, una historia antigua: «ogni simil al suo simil s’appiglia / todo lo que es semejante a su semejante se agarra». Muchas cosas unían a Blondel y a de Lubac: la misma desconfianza en el valor cognoscitivo de la razón (antiintelecualismo, es decir, agnosticismo o escepticismo), la misma falta de vigor intelectual (constatada ya por el padre de Tonquedec en Blondel y que no es difícil constatar en los escritos de de Lubac), el mismo complejo de inferioridad frente al «hombre moderno» (identificado con el filósofo moderno, enfermo de escepticismo y de subjetivismo), el mismo temor como intelectuales, escondido bajo el ansia apologética de un «apostolado pacificador» (Blondel), de «quedarse o ser echado por la puerta» (A. Russo, op. cit.) por una cultura que rechaza a Cristo y a su Iglesia y el correlativo espejismo de conciliar la pseudofilosofía moderna con la fe, así como Santo Tomás había conciliado con la fe la filosofía de su tiempo. Se les escapaba a Blondel y a de Lubac que Santo Tomás había sanado una filosofía sanable, porque era fundamentalmente sana, pero que ni siquiera un pensador del temple de Santo Tomás (respecto al cual Blondel es comparable como el ratón frente a la montaña) podría sanar los sofismas de los filósofos modernos. No existe conflicto entre la fe y la recta razón (Dz. 1799), pero existe conflicto entre fe y filosofía moderna porque esta vaga muy lejos de la sana razón. Querer releer la Fe con las categorías de la filosofía moderna es disolver la Fe en los errores de la filosofía moderna, sin liberar por ello al «pensamiento cristiano» (y a sí mismos) del ostracismo, al que la cultura moderna lo ha arrojado.
Esto en cuanto al error, que no es susceptible de conversión. En cuanto a los que yerran, se debe recordar que muy difícilmente se reconduce a la verdad a quien, como los filósofos modernos, se equivoca en los principios (S. Th., II-II, q. 156 a. 3 ad 2) y, en todo caso, quien se equivoca en los principios debe ser corregido en los principios. Asumir, en cambio, estos principios erróneos (agnosticismo, subjetivismo, etc.) como punto de partida para una «nueva filosofía cristiana» y, por tanto, para una «nueva teología», conduce inevitablemente a conclusiones erróneas, dado que es imposible sacar conclusiones verdaderas de principios falsos.
Por ello, la «simbiosis intelectual» entre de Lubac y Blondel, que existió (aunque no sabemos si no se encuentra otra igual en la «historia del pensamiento», como quiere Russo), no podía sino conducir a resultados muy infelices, y no sólo para los dos directos interesados.
El desprecio del Magisterio infalible
De Lubac y Blondel estaban de acuerdo en el mismo desprecio del Magisterio infalible. Y este desprecio aparece evidente cuando se piensa que ellos tuvieron que sostener (o más exactamente insinuar y difundir más o menos clandestinamente, porque no las sostuvieron nunca a cara descubierta) sus «novedades» no contra una escuela teológica diferente, en materia opinable, sino contra el Magisterio de la Iglesia, en cuya materia existía una enseñanza constante y repetidas condenas de los Romanos Pontífices.
Cuando Blondel y, por el camino de su «filosofía», de Lubac consideraban el sobrenatural una exigencia, un necesario perfeccionamiento de la naturaleza, que sin él se encontraría frustrada en sus aspiraciones esenciales y, por tanto, en un estado anormal y, por consiguiente, negaban que se pueda admitir, ni si quiera por hipótesis, un estado de «naturaleza pura», se encontraban frente a la doctrina universal y constante de la Iglesia sobre la gratuidad del sobrenatural: si el sobrenatural es necesario para la naturaleza, ya no es gratuito, sino debido y, si es debido a la naturaleza, ya no es sobrenatural, sino… natural, y, en efecto, el naturalismo es el fondo real del modernismo, así como de la «nueva teología».
La gratuidad del sobrenatural fue constantemente enseñada por la Iglesia y defendida por ella contra los errores de Bayo y de Lutero, que, de modo equivocado, apelaban ellos también, como Blondel y de Lubac, a San Agustín. Contra el modernismo, San Pío X había reafirmado la doctrina perenne de la Iglesia:
«nos vemos obligados a lamentarnos gravemente de que no faltan católicos [y aquí el padre de Tonquedec no podía sino pensar en Blondel] que, aunque rechazan la doctrina de la inmanencia como doctrina, sin embargo usan de ella para la apologética; y lo hacen con tan poca cautela que parecen admitir en la naturaleza humana no sólo una capacidad o una conveniencia para el orden sobrenatural, cosa que los apologistas católicos, con las debidas restricciones, demuestran siempre, sino una estricta y verdadera exigencia» (Pascendi).
En la naturaleza humana, por tanto, el filósofo, el apologista y el teólogo católicos no pueden admitir más que «una capacidad o una conveniencia» (potencia obedencial) para recibir el sobrenatural. Sobrepasar estos límites es retirar, queriendo o sin querer, una piedra fundamental de la teología católica con la consiguiente ruina de todo el resto, como vemos hoy, que del «sobrenatural», que ya no es tal, de Blondel y de de Lubac, al «cambio antropológico» y a los «cristianos anónimos» de Karl Rahner, al indiferentismo religioso o «ecumenismo», a la irrelevancia de la Iglesia para la salvación, el paso es verdaderamente corto (véase sì sì no no, 15 de octubre de 1991, pp. 1 ss.).
La Pascendi es de 1907. En 1932, Blondel, con evidente desprecio del Magisterio infalible de la Iglesia, está todavía incubando o, como él dice, «madurando» su concepción heterodoxa del sobrenatural. A su vez, de Lubac, exaltado como modelo de «obediencia» y de «fidelidad» a la Iglesia con ocasión de su muerte (véase sì sì no no, 15 de octubre de 1991, pp. 1 ss.), con el mismo desprecio evidente del Magisterio, lo anima y hace del sobrenatural naturalizado de Blondel el fundamento de su «nueva teología».
Del mismo modo, cuando Blondel y de Lubac asoman y difunden una «nueva» noción de «verdad», vitalista y evolucionista, saben que esta noción ha sido condenada por San Pío X en la Pascendi (Dz 2058 y 2080) y después por el Santo Oficio el 1 de diciembre de 1924 (véase sì sì no no, 30 de enero de 1993), pero prosiguen imperturbables en su erróneo camino.
Los «reformadores»
En realidad, lo que impresiona en Blondel y en de Lubac es precisamente su ponerse a sí mismos como criterio indiscutible de verdad contra el secular Magisterio de la Iglesia: su causa es la causa del «cristianismo auténtico» (Blondel a de Lubac, 15 de abril de 1945 y 16 de marzo de 1946, en A. Russo, op. cit., pp. 307 y 309); ellos son los artífices del retorno a la «tradición más auténtica» (de Lubac, en A. Russo, op. cit., p. 373), quienes han devuelto vida a la «antigua doctrina» (ivi), de la cual, para ellos, el «pensamiento cristiano» y, necesariamente, el Magisterio de la Iglesia se habrían desviado durante siglos, lo que es «una cosa absurda y sumamente ultrajante para la misma Iglesia» (Gregorio XVI, Mirari vos).
San Pío X, en la Pascendi, describió perfectamente la conciencia falseada de los modernistas, que le quitaba toda esperanza en su arrepentimiento:
«Lo que se les atribuye como culpa, ellos lo consideran como sacrosanto deber… Aunque les reprenda la autoridad, la conciencia del deber les sostiene […]. Y así continúan su camino, continúan aunque sean reprendidos y condenados, ocultando una increíble audacia con el velo de una aparente humildad. Inclinan aparentemente la cabeza; pero la mano y la mente prosiguen con más ánimo su trabajo. Y así, actúan consciente y voluntariamente; tanto porque es regla suya que la autoridad debe ser empujada, no derribada, como porque necesitan no salir del círculo de la Iglesia, para poder cambiar poco a poco la conciencia colectiva» (Pascendi). Y todavía:
«Se maravillan estos porque Nos los citamos entre los enemigos de la Iglesia; pero no podrá sorprenderse nadie de que, dejadas a parte las intenciones de las cuales sólo Dios es juez, se examinen sus doctrinas [es el criterio objetivo para juzgar] y su manera de hablar y de actuar. En verdad, no se aleja de la verdad quien los tenga por los más dañinos enemigos de la Iglesia» (ivi).
El arma del desprecio y de la denigración
De Lubac, como Blondel (véase sì sì no no, 31 de enero de 1993), usó sistemas como modernista para no descubrirse excesivamente con el fin de «no salir del círculo de la Iglesia para poder cambiar poco a poco la conciencia colectiva» (San Pío X, Pascendi). A pesar de esto, los grandes teólogos tomistas vieron inmediatamente a dónde iban a parar las «novedades» asomadas por él cauta y solapadamente. Inmediatamente, el futuro card. Journet, recio en su formación tomista, señala que «el padre de Lubac no llega jamás a distinguir la filosofía de la teología» (Memoria, cit., p. 7), es decir, el natural del sobrenatural, y advierte sucesivamente en él a un «fideísta» (ivi, p. 20).
A de Lubac no le fue difícil engañar al «excelente» Charles Journet (ivi, pp. 7 y 20), pero no fue así con los demás. A sus argumentaciones opondrá el arma del desprecio y de la denigración.
En 1946, el padre Garrigou-Lagrange lanza su grave advertencia: «¿Dónde va la nouvelle théologie? Vuelve al modernismo», porque, para Blondel y para los «nuevos teólogos», «la verdad ya no es lo que es, sino lo que deviene y cambia continuamente» y esto «conduce al relativismo más completo» (La nouelle théologie…, cit). Además, con una carta personal, el gran teólogo diminico apela a Blondel, ya de avanzada edad, a su responsabilidad ante Dios. En vano. De Lubac «utiliza» las cartas para «desacreditar al autor» (A. Russo, op. cit.; véase sì sì no no, cit.) e interviene rápidamente para tranquilizar al inquieto Blondel: «¡La carta que [el padre Garrigou-Lagrange] le ha enviado se explica por el despecho [¡cree el ladrón que todos son de su condición!] por haber visto rechazado un artículo suyo por la misma Revue thomiste! El no es sólo el espíritu angosto que conocíamos: se está convirtiendo en un auténtico maníaco; desde hace algunos meses está fabricándose un espectro de herejía, para darse la satisfacción de salvar la ortodoxia. Apela al sentido común, pero es precisamente él el que no lo tiene. Lo que se le podría responder es que el hecho de pertenecer a una Orden que tiene por lema “Veritas” no le confiere ningún carisma de infalibilidad […]. Usted no es responsable de ninguna de las desviaciones teológicas que él imagina.
En este momento hay un fuerte ataque integrista, denuncias y chismorreos de todo tipo confluyen en la habitación del padre Garrigou-Lagrange…» (cit. por A. Russo, op. cit., pp. 354 s.).
Y el 28 de julio de 1948 llegará a hablar de «visiones simplicistas sobre el absoluto de la verdad» en el padre Garrigou-Lagrange («ses vues simplicistes sur l’absolu de la verité», ivi, p. 356).
Salvo que, el 17 de septiembre de 1946, Pío XII, interviniendo personalmente en la cuestión, había expuesto idénticas «visiones semplicistas», que han sido siempre de la Iglesia, sobre el absoluto de la verdad. A los Padres de la Compañía de Jesús, en una alocución que causó un gran revuelo, había expresado su parecer sobre una ventilada «nueva teología que se desarrolla junto con el desarrollo continuo de todas las cosas, semper itura, numquam perventura, siempre en camino [hacia la verdad], sin llegar nunca a la meta». «Si una tal opinión – había advertido el Santo Padre – debiera ser abrazada, ¿qué sería de la unidad y estabilidad de la fe?» (Acta Apostolicae Sedis, 38, S., 2, 13, 1946, p. 385).
La advertencia había caído en el vacío. Y en el vacío caerá también para de Lubac (entre tanto Blondel había muerto) la Humani Generis (1950), que reafirma la inmutabilidad de la verdad y condena la «nueva teología del sobrenatural» de de Lubac: «Me parece – escribe este de la gran Encíclica –, como muchos otros documentos eclesiásticos, muy unilateral; ello no me ha maravillado: es un poco la ley de este género. Pero no he encontrado nada en él que me impresionase» (Memoria, cit., p 240). Y a las críticas cerradas y luminosas de sus grandes opositores (Garrigou-Lagrange, Labourdette, Boyer, etc.) continuará respondiendo con el desprecio y la denigración:
«He sido atacado, es verdad – escribe a su provincial el 1 de julio de 1950 – por algunos teólogos (en general bastante poco estimados [sic!] a causa de su notoria ignorancia [sic!] de la tradición católica o por algún otro motivo)» (Memoria, cit., p. 210), y más adelante habla de «críticas obstinadas» de un «grupito feroz». (Es el sistema usado todavía hoy por «los que piensan que han vencido»: véase la tan injuriosa como injusta caricatura que del padre Garrigou-Lagrange ofrece en Vaticano II – Balance y Perspectivas el padre Martina S. J., que reserva un trato análogo también para Pío IX).
Idéntico sistema «transversal» usa de Lubac para sus compañeros de los cuales se siente defensor: Teilhard de Chardin S. J., el cual hace teología a través de la ciencia así como de Lubac hace teología a través de la historia, ¿es criticado por sus errores teológicos? ¡De Lubac advierte que la culpa es de la «ignorancia de sus críticos sobre el estado actual de la ciencia [sic] y de los problemas que se derivan de ello»! (pro-memoria a sus superiores del 6 de marzo de 1947, en Memoria… cit., p. 178).
La crisis postconciliar y el «examen de conciencia» de de Lubac
Ni las advertencias y las condenas de los Romanos Pontífices ni las argumentaciones de sus grandes adversarios rompen su seguridad de «reformador».
Para dañar tanta seguridad será necesario el espantoso desastre del postconcilio.
Del estado de ánimo de de Lubac (y de von Balthasar) se hará eco – volveremos a hablar de ello – Pablo VI en el célebre discurso del 30 de junio de 1972 sobre el «humo de satanás en el templo de Dios», que es la confesión de una ilusión largamente cultivada y obstinadamente perseguida:
«Se creía que después del concilio habría llegado una día de sol para la historia de la Iglesia. Ha llegado, en cambio, un día de nubes, de tempestad, de oscuridad».
La imposibilidad de cabalgar el tigre de la contestación desencadenada y el desastre que desmiente las halagüeñas ilusiones de los «reformadores» obligan a de Lubac a un «examen de conciencia», que él registra en la citada Memoria en torno a mis escritos. Estamos, sin embargo, muy lejos de una conversión. El admite como mucho que «esta época no está menos [sic!] sujeta a los extravíos, a los pasos en falso, a las ilusiones, a los asaltos del espíritu del mal» y continúa:
«Lo que percibo hoy de estos asaltos no me hace maldecir mi época, sino que me mueve a preguntarme: ¿no habría hecho mejor, considerando más seriamente desde el inicio mi carácter de creyente, mi papel de sacerdote y de miembro de una Orden apostólica, en resumen, mi vocación, si hubiera concentrado más, con mayor decisión, mi trabajo intelectual precisamente en el centro de la fe y de la vida cristiana, en cambio de dispersarlo en campos más o menos periféricos, según mis gustos o según la actualidad? […] ¿No me habría preparado de esta manera para intervenir, con un poco más de competencia y sobre todo de autoridad moral, en el gran debate espiritual de nuestra generación? ¿No estaría en este momento un poco menos desprovisto para iluminar a unos y animar a otros?». Y todavía: «Desde hace siete u ocho años estoy paralizado por el miedo a afrontar de cara, de manera concreta, los problemas esenciales en su candente actualidad. ¿Ha sido sabiduría o debilidad? ¿He acertado o me he equivocado? […] ¿No habré acabado aparentemente, a pesar mío, en el clan integrista que me horroriza?» (pp. 389 ss.). Entre tantas dudas, una sola parece no haber rozado la conciencia de de Lubac, esto es, que aquel «integrismo», cuyo «horror» le paralizaba, no era sino fidelidad a la ortodoxia católica fiel e infaliblemente custodiada por la Iglesia y por él despreciada, para dispersarse en «campos más o menos periféricos», según sus «gustos o según la actualidad», pretendiendo además – lo que es peor – ser «maestro» en la Iglesia sin haber sido nunca discípulo:
«¡Oh! Verdaderamente ciegos y guías de ciegos, que, hinchados del soberbio nombre de ciencia, deliran hasta el punto de pervertir el eterno concepto de verdad y el genuino sentimiento religioso: vendiendo un nuevo sistema con el cual, llevados por un descarado y desenfrenado afán de novedad, no buscan la verdad donde ciertamente se encuentra; y, despreciadas las santas y apostólicas tradiciones, se adhieren a doctrinas vacías, fútiles, inciertas, reprobadas por la Iglesia, y, con ellas, hombres insensatísimos, se creen que apuntalan y sostienen la misma verdad» (San Pío X, Pascendi, citación de la Singulari Nos de Gregorio XVI).
(continúa)
Hirpinus
(Traducido por Marianus el eremita)