Los Santos en nuestra vida

Mamá, Isabel se ha reído de nosotros.

—¿Y eso?

—Nos ha preguntado qué queríamos ser de mayor, y le hemos dicho: Jorge y yo, sacerdotes; Teresa, monja.

Este diálogo (con los nombres cambiados por razones de intimidad) es tan cierto como la carcajada que solté cuando me lo confesó mi hijo la semana pasada. No pude evitarlo. Sólo con imaginar la cara de mi cuidadora al escuchar la respuesta de mis tres retoños, se me escapó la risa.

En cuanto pude, borré la sonrisa del rostro y le pedí disculpas. A continuación, le aseguré que me parecía estupenda su opción de vida y le sugerí que rogara a Dios para que la hiciera realidad; siempre pedimos en el rosario que conceda vocaciones religiosas en la familia.

—Entonces, ¿por qué te has reído? —me preguntó con su orgullo herido.

—Porque la gente no está acostumbrada a que unos niños tan pequeños aspiren a un ideal tan alto. Sería la misma cara que pusieron los filisteos cuando David apareció dispuesto a enfrentarse a Goliat. No me reía de tu respuesta, que es muy noble, sino de la reacción incrédula de Isabel —le expliqué.

Mi hijo se marchó del salón conforme, y yo le di gracias al rey David por su testimonio. Últimamente, los santos me están sacando de muchos apuros.

Y de eso precisamente quería hablar en este artículo. De los santos, de los grandes santos católicos. Porque de la respuesta que dieron mis hijos, nosotros (como padres) tenemos muy poco que ver, y en cambio, los santos, mucho.

Llevamos varios meses en casa aprendiendo sobre la vida de los santos. Se lo tenemos que agradecer al obsequio que recibió mi hijo por motivo de su Primera Comunión. No consistió en un ordenador, ni una tablet, ni un móvil (presentes tan típicos en esta sociedad consumista actual), sino un DVD sobre santa Catalina de Siena que una amiga de nuestro grupo de oración le regaló.

Mi hijo lo miró una vez y lo desechó a la bolsa en cuestión de segundos. ¿Un DVD sobre la vida de una santa? No, gracias.

Pero —y aquí estuvimos acertados nosotros— creamos una situación perfecta para que todos ellos quisieran ver, voluntariamente, el vídeo. Fue tan sencillo como encender por primera vez, un frío sábado por noche, la televisión que tienen en el cuarto de nuestra casa de campo. Se trata de una casa alquilada, y sus anteriores dueños dejaron olvidada la televisión en el cuarto de los niños. Al llegar, lo primero que hicimos fue retirar el cable de la antena para inutilizarla; sin embargo, esa noche se nos ocurrió engancharle un reproductor de DVD.

Los lectores estarán llegando a la misma conclusión que nuestros hijos: al no haber canales de TV, si querían ver algo, necesariamente tendría que ser un DVD. Y ¿cuántos había en casa? Uno solo. El de santa Catalina. (Ya lo avisó san Mateo: «astutos como zorros»).

Nuestros hijos agarraron el DVD como si se tratara la última película de los Vengadores de Marvel…

Al día siguiente, mi hija me preguntó si podía ayudarme en la cocina. Con voz entrecortada por el rubor, me indicó que quería ser santa, como santa Catalina. Luego, durante el día, los oí cuchichear sobre lo que hubiera hecho la santa en esta u otra circunstancia, y ahí quedó la cosa hasta que, al siguiente fin de semana, nos volvieron a pedir que se lo pusiéramos.

Sólo tenemos reproductor de DVD en la casa de campo, así que es el único sitio donde pueden verlo. Con eso, hemos conseguido que asocien las noches de fin de semana con los dibujos sobre la vida de los santos. Porque, los Reyes Magos (muy sabios) se encargaron de dejarles, entre los juguetes, la colección de DVD que tanto éxito había tenido.

Ahora convivimos con santo Domingo Savio, santa Isabel de Hungría, santa Clara, san Benito, el Cura de Ars… Y lo más curioso de todo, es que se están convirtiendo en los nuevos héroes de mis hijos. La otra mañana, mientras intentaba sin éxito alguno hacerle unas trenzas a mi hija (crecí rodeada de varones) me consoló con dulzura:

—No pasa nada, mamá, así me parezco a santa Clara, que se cortó el pelo para no casarse.

Y cuando se contempló al espejo las dos carreteras de montaña (llenas de curvas) que me habían salido, se marchó del aseo tan contenta.

Mi hijo mayor está entusiasmado con Don Bosco (de ahí su afán de ser sacerdote) y dice que, de mayor, quiere hacer feliz a la gente como él. «Los llevaré a Dios, ya verás», y yo no tengo ninguna duda de que así será. Y mi mediano de cuatro años se acuerda de san Benito. «Ora et labora», dice con su media lengua. Su padre y yo nos partimos de la risa, porque con lo tranquilón y metódico que es, si hay algo que le pega es la vida monacal.

Los católicos tenemos un tesoro que nadie más tiene: nuestros santos. Y es una pena que no sepamos «explotarlos». La misma amiga que me había hecho el regalo de santa Catalina, nos comentaba que es ahora, a su edad adulta, cuando está descubriendo esta riqueza. Nadie, hasta ahora, se los había presentado. Y nos puso como ejemplo la capacidad de santa María Goretti para perdonar a su asesino. Embarazada de su séptimo hijo (todos varones, este último también), si necesita algo en estos momentos, es aprender a perdonar los reproches y pullas continuos de quienes están cerca de ella. Santa María Goretti le ha aparecido en el momento oportuno.

El abuelo de nuestro grupo de oración (no por la edad sino por ser el único que tiene nietos) descubrió el año pasado a santo Domingo Savio. Está impartiendo catequesis a su nieto y quién mejor que santo Domingo para convertirse en su mejor amigo. Precisamente, fruto de su vivencia, surgió el año pasado el artículo de Jorgito sobre el valor de las cosas pequeñas.

Puedo poner más ejemplos: esta misma semana recibí un mensaje desde Roma; una buena amiga, expuesta al cáncer, había viajado hasta allí para dar las gracias al Padre Pío por su apoyo durante la enfermedad. Al pedirle permiso para incluirla en el artículo, me comentaba entusiasmada que, tras cuatro horas y media de espera, logró verle. Había arrastrado en su viaje a dos amigas alejadas desde hacía años de la Iglesia, y tras la visita, ambas confesaron y asistieron a misa en el Vaticano. «Una bendición».

Si el cristiano quiere vivir su fe en autenticidad, se quedará solo en el mundo. Pero será solo en apariencia, ya que los grandes santos siempre le harán compañía. Ellos son nuestros auténticos amigos. Al igual que María, nos guían con su ejemplo hacia Cristo y, además, rezan constantemente por nosotros. Es una pena que hayan quedado relegados a meras estatuas en las iglesias, donde apenas son conocidos y solo están para encenderles una vela cuando se pide su intercesión. La vida de los santos nos sirve para recordarnos que la santidad, aunque difícil, es perfectamente posible.

Por lo pronto, veo que mis hijos están aprendiendo la lección y ya están queriendo imitar a sus «héroes». De ahí la respuesta tan espléndida que dieron a su cuidadora. Y permítanme que me vuelva a reír al pensar en la cara que pondrán sus profesoras en cuanto lo digan en clase. Porque lo harán, sin lugar a dudas. Mis hijos lo sueltan todo con una naturalidad pasmosa. Para bien y para mal.

Les confieso que en la actualidad, yo me estoy acercando al padre Pío. Hace un par de meses cayó en mis manos una biografía suya y, al leerla, me descubrí tan mediocre, que no dudo que sería una de esas penitentes a las que echaría a patadas de su confesionario para que volviera cuando estuviera mejor preparada. Pero no me desanimo, siempre hay esperanza. Como hemos empezado la Cuaresma, me he propuesto con su ayuda, corregir mis múltiples vicios y enriquecer mi vida de oración. Conociendo su carácter, me espera una buena.

No obstante, ya se sabe: quien no arriesga, no gana.

Mónica C. Ars.

Mónica C. Ars
Mónica C. Ars
Madre de cinco hijos, ocupada en la lucha diaria por llevar a sus hijos a la santidad. Se decidió a escribir como terapia para mantener la cordura en medio de un mundo enloquecido y, desde entonces, va plasmando sus experiencias en los escritos. Católica, esposa, madre y mujer trabajadora, da gracias a Dios por las enormes gracias concedidas en su vida.

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