En los comienzos del cristianismo, aún antes que Jesús de Nazaret iniciara su prédica y su Testimonio, algunos gentiles que venían de religiones paganas que habían degenerado en rituales orgiásticos y perdido toda seriedad – más aún cuando muchos se vieron atraídos por las doctrinas estoicas griegas y romanas – se acercaban a las Sinagogas atraídos por las prédicas de los Rabinos y la lectura de las Escrituras que demostraban poseer una hondura espiritual muy superior a lo de ellos y una funcionalidad política y social mucho más saludable.
Sin embargo, la distancia que ponían los judíos con los gentiles hacía casi imposible una conversión, sumado a las meticulosas e interminables observancias que imponía la Ley – siendo la más difícil de aceptar la de la circuncisión, aunque no menor eran las prescripciones sobre los alimentos- que los mantenía apartados de la comunidad, normalmente escuchando sentados en unos bancos laterales de piedra o mármol adosados a las paredes laterales de las Sinagogas , en evidente apartamiento de la concurrencia y sin participar en el rito, pero sin que significara oposición, sino, prudente diferenciación. Estos personajes proliferaban no sólo en Jerusalem sino en todas las comunidades israelitas esparcidas en el mundo conocido y, probablemente eran más numerosos en aquellos lugares que habían experimentado la influencia de los mejores filósofos griegos.
La costumbre los llamó “Los Temerosos de Dios”, título que a la vez que señalaba una condición positiva hacia la Religión Verdadera en el temor de Dios, hablaba también de una condición negativa en el no haber traspasado el vallado del temor para formar parte del amor de la comunidad. Allí de costado a la Asamblea, en crispado silencio y resignada soledad, admiraban la Verdad como se admiran las cosas inalcanzables, o quizá es mejor decir, las cosas sobre las que se ha aceptado que no son “para nosotros” y las hacemos inalcanzables por el angostamiento de nuestras disposiciones.
Ya producida la propagación del Evangelio de Cristo que los Apóstoles, doctores y profetas – en especial San Pablo- comenzaran siempre primero en las Sinagogas; estos Temerosos de Dios en su gran mayoría receptaron con gusto el mensaje cristiano toda vez que caían las exigencias formales de la ley y se hacía más universal la religión. Curiosamente muy pocos de estos Temerosos de Dios se hacían parte de la comunidad – entraban en comunión – y tendían a mantener esta postura de distanciamiento que se les había hecho como una barrera espiritual. Resultaba más fácil lograr la conversión y participación de los que fueran antes buenos y practicantes hebreos, acostumbrados a la vida en comunión, que estos “apartados voluntarios”, paganos con un pié en las sinagogas que no se decidían a ser prosélitos y que se habían formado en la mala costumbre de “nunca darse del todo”. Ya en Antioquía de Siria el número de estos Temerosos era grande y comenzaban a ser mal vistos por la feligresía debido a su posición inestable dentro de la comunidad y cierta falsía o hipocresía social. ¿Se contaba con ellos, o no? ¿Cohesionaban o desunían? La apertura cristiana permitía que estos obtuvieran un asilo seguro y una hermandad dulce, pero a la que no correspondían con sus almas indecisas.
Me permito una cierta libertad de interpretación de dos milagros paulinos. El de la maravillosa Tecla en Iconio y la del joven Eutico en Éfeso. Uno y otro, gentiles, comenzaron a escuchar a Pablo sentados en una ventana, sin verlo, “de costado” como decíamos, indudablemente en la actitud del Temeroso de Dios. La madre de Tecla la veía como una araña que había tejido su tela en aquella ventana y no podía salir de ella, pero cuando tanto su madre como su prometido la quieren alejar de la influencia de la nueva doctrina para normalizarse con el entorno social, abandona su ventana y se lanza la joven al compromiso hasta el martirio. Un tanto más remiso el joven Eutico, ya cansado y habiéndosele hecho larga la sermoneada de Pablo, dormido se cae de la ventana que estaba en un tercer piso y se mata contra el suelo. Pablo dice que no se preocupen y saliendo a buscarlo, lo resucita. Hay en Tecla una mayor virtud por cuanto es ella la que abandona la ventana cuando el mundo la reclama, siendo que Eutico necesitó ser violentamente derribado de su ventana y por gracia de Dios, volvió a nacer. De una u otra manera, ambos lograron dejar la posición de expectadores temerosos, para ser fieles enamorados, hermanos en comunión.
Parece ser cierto que los finales repiten ciertas formas de los principios ( como los viejos que nos comportamos como párvulos) y así como en aquellos primeros tiempos la más enorme preocupación no fueron las herejías, sino el desprenderse “el vino nuevo del odre viejo”, es decir, salir de la trampa de la judaización del cristianismo que se evidenció en la famosa “querella de las observancias”; hoy nos encontramos que luego de la apostasía modernista que resume todas las herejías, varios pretenden una reacción entre litúrgica y gnóstica, que es claramente judaizante (lease Louis Bouyer), la que prepara para la aceptación de un culto mesiánico más a tono con aquella mentalidad.
De igual manera, finiquitada la ciudad y la cultura cristiana (la “política cristiana”) se está dando el cultivo de la verdadera religión en pequeñas comunidades que subsisten dentro de un imperio pagano de inmundas costumbres – como la de los cultos orgiásticos antiguos – con características bastante parecidas a aquellas primeras y que, esperando la reacción de los fanáticos furiosos que tarde o temprano llegará con violencia, por ahora resultan atractivas para muchos Temerosos de Dios que experimentan el asco de esta decadencia moral y política, pero que se sientan en los bancos de las paredes laterales y en los vanos de las ventanas. No decididos a ser prosélitos cultivan una cierta independencia, retacean la hermandad y la comunión falseando la relación social. Pueda ser que el Buen Dios les mande el auxilio, ya sea que solicitados por el mundo para el abandono de su pureza como la bella Tecla, o arrojados desde un tercer piso como el dormilón de Eutico, puedan salir del encierro de la autoexclusión de sus almas indecisas.