La inviolabilidad del secreto de confesión es uno de los pilares de la moral católica. El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que «todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas. Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepciones, se llama «sigilo sacramental», porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda «sellado» por el sacramento.» (nº 1467). A su vez, el nuevo Código de Derecho Canónico impone la excomunión latae sententiae al sacerdote que viola el secreto sacramental (canon 1388 – §1). Para la Iglesia, no hay motivo que pueda justificar la violación del secreto confesional, porque, como explica Santo Tomás, «el sacerdote no conoce como hombre los pecados que se le confían, sino como Dios» (Suma Teológica, supl. 11, 1 ad 2).
Lo estados católicos siempre han salvaguardado el secreto de confesión. En su novela histórica La marquesa de Brinvilliers, Alejandro Dumas evoca un episodio tomado del Tractatus de confessariis de Rodrigo da Cunha y Silva (1577-1643), arzobispo de Lisboa: «Un catalán natural de Barcelona había sido condenado a muerte por un homicidio que había cometido y reconocido. Llegada la hora de confesarse, se negó a hacerlo. Varias veces intentaron convencerlo, pero se mantuvo en sus trece con tanta vehemencia que los presentes entendieron que semejante rebelión era fruto de la turbación suscitada por la proximidad de la muerte. Santo Tomás de Villanueva (1486-1555), arzobispo de Valencia, fue informado de la situación. El prelado resolvió hacer lo posible por inducir al reo a confesarse, a fin de que no perdiese el alma junto con el cuerpo. Cuál no sería su sorpresa cuando, habiéndole preguntado el porqué de su negativa a confesarse, el condenado repuso que detestaba a los confesores porque se lo había condenado por homicidio a causa precisamente de lo que había revelado durante el sacramento. Nadie tenía noticia del mencionado asesinato excepto el sacerdote a quien no sólo había manifestado su arrepentimiento, sino también el lugar donde había sepultado el cadáver y otras circunstancias del delito. Más tarde, el sacerdote había referido todos los detalles a las autoridades, y por ese motivo el asesino no había podido negar su culpa. En ese momento, el culpable comprendió que el sacerdote era hermano de la víctima y la sed de venganza había podido más que sus obligaciones sacerdotales. Santo Tomás de Villanueva estimó esta declaración mucho más grave que el proceso, ya que estaba en juego el prestigio de la religión. Por tanto, consideró oportuno indagar la veracidad de tal declaración. Hizo llamar al sacerdote y, tras hacerle confesar el delito de violación del sacramento, obligó a los jueces a revocar la sentencia y absolverlo. Y así se hizo, ante la admiración y aclamación de los presentes. El confesor fue condenado a una severísima pena, que mitigó Santo Tomás en consideración al pronto reconocimiento de su culpa por parte del sacerdote y sobre todo por la satisfacción de ver la gran estima en que los magistrados tenían el sacramento».
Aunque la tradición jurídica occidental ha respetado siempre el secreto de confesión, el proceso de secularización operado en las últimas décadas, que según algunos habría debido beneficiar a la Iglesia, está alterando no obstante la situación. En un artículo aparecido recientemente en el diario romano Il Messaggero (20 de diciembre del año en curso), la vaticanista Franca Giansoldati ha afirmado que «la abolición del secreto de confesión es una hipótesis que avanza implacablemente en varios países a pesar de la enérgica oposición por parte de los obispos». Desgraciadamente, la realidad confirma esta previsión. En Australia, las autoridades locales de Camberra han aprobado una ley que exige a los sacerdotes vulnerar el sigilo confesional cuando vengan en conocimiento de casos de abusos sexuales. En Bélgica, el pasado día 17, el padre Alexander Stroobandt ha sido condenado por el tribunal de Brujas por no haber notificado a los servicios sociales que un anciano le había manifestado su intención de quitarse la vida. Según el tribunal, el secreto de confesión no es inviolable y debe ser quebrantado en caso de abusos de menores y para prevención de suicidios.
El Tribunal Supremo italiano, mediante la resolución 6912 del 14 de febrero de 2017, determinó que, en caso de negarse a declarar alegando secreto de confesión, los sacerdotes citados para declarar en un proceso por abusos sexuales incurrirían en delito de perjurio.
Es de suponer que en la reunión cumbre del Papa con los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo que se celebrará en Roma entre el 21 y 24 del próximo mes de febrero para hablar de la protección de los menores en la Iglesia se tratará este tema. Pero por lo que se ve, tanto Francisco como las jerarquías eclesiásticas ceden a las exigencias del mundo a la hora de distinguir entre pecados que son delitos para los estados laicos, como los abusos contra menores, y otros que por el contrario gozan de protección por parte de los estados modernos, como la homosexualidad. Para los primeros, el clero pide tolerancia cero; respecto a los segundos, calla. En consecuencia, es de prever que la legislación de los estados modernos imponga a la Iglesia la tolerancia cero a los abusos de menores, eximiendo del secreto de confesión a los sacerdotes que vengan en conocimiento de dichos delitos. En caso contrario, la persecución motivada por el secreto sacramental, que ha sido excepcional en la historia de la Iglesia, será habitual en los próximos años. Por esta razón, se hace más necesaria que nunca la ayuda espiritual de quienes no se dejaron intimidar ante la muerte por respeto a la ley divina.
Es conocido el martirio de San Juan Nepomuceno (1330-1383), torturado y ahogado en el río Moldava en Praga por orden del rey Wenceslao de Bohemia tras haberse negado a revelar lo que la mujer de éste le había confiado en confesión. Menos conocido es el caso del sacerdote mexicano san Mateo Correa Magallanes (1866-1927). Durante el levantamiento cristero contra el gobierno masónico, el general Eulogio Ortiz, famoso por haber fusilado a uno de sus hombres porque llevaba un escapulario, mandó detener al padre Mateo, y le ordenó confesar en la celda a los bandidos cristeros que serían fusilados al día siguiente y contarle después cuanto le hubiesen revelado en confesión. El sacerdote confesó a los detenidos, pero se negó vehementemente a acceder a la orden que le se le había dado. El 6 de febrero de 1927, el general Ortiz lo ejecutó con su propia pistola junto al cementerio de Durango. Mateo Correa Magallanes fue beatificado el 22 de noviembre de 1992 y canonizado el 21 de mayo de 2000 por el papa Juan Pablo II.
En cambio, nadie se acuerda del sacerdote mártir peruano Pedro Marieluz Garcés (1780-1825). Este religioso, de la orden de los camilos, participó en la guerra de emancipación del Perú como capellán del virrey español don José de la Serna y de sus tropas, mandadas por el brigadier José Ramón Rodil y Campillo (1789-1853). Tras la derrota de los realistas en la batalla de Ayacucho (1824), el ejército de Rodil fue sitiado en la fortaleza de El Callao, y el padre Garcés se quedó junto a los soldados para brindarles asistencia espiritual. En septiembre de 1825, la desmoralización de las tropas suscitó una conspiración por parte de algunos oficiales al interior de la fortaleza. La trama fue descubierta por Rodil, y trece oficiales sospechosos fueron detenidos, los cuales negaron que hubiese conspiración alguna. Rodil ordenó fusilarlos y llamó al padre Marieluz para que los confesara y preparara para morir cristianamente. A las nueve de la noche todos fueron ejecutados. Como el general no tenía certeza de haber descubierto a todos los conjurados, hizo llamar al capellán para exigirle, en nombre del Rey, que le revelara cuanto se le hubiese dicho en confesión sobre la conjura. El padre Marieluz se negó rotundamente invocando el secreto de confesión. Rodil lo amenazó, acusándolo de traicionar al Rey, a la Patria y a su general. El sacerdote respondió con firmeza: «Soy fiel al Rey, a la bandera y a mis superiores, pero nadie tiene derecho a pedirme que traicione a mi Dios. En esto no puedo obedecer a Vuecencia». Al oír estas palabras, Rodil abrió la puerta de par en par y ordenó a una cuadrilla de cuatro soldados que entrasen con los fusiles listos para disparar. Obligó al religioso a arrodillarse, y exclamó: «En nombre del Rey, le exijo por última vez: ¡hable!» «En nombre de Dios, no puedo hablar», respondió serenamente el padre Pedro Marieluz Garcés, que instantes después caía herido de muerte, mártir del secreto de confesión. Cuando Rodil regresó a España, le fue otorgado el título de marqués, y fue sucesivamente diputado, senador, presidente del Consejo de Ministros y gran maestre de la Masonería. Pedro Marieluz Garcés está a la espera de ser beatificado por la Iglesia.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada /Adelante la Fe)