Meditación de Adviento (Mons. Viganò)

VENI, UT FACIAS SALUTEM IN TERRIS, IN CŒLO GAUDIUM.

“Quaere, inquit, servum tuum, quoniam mandata tua non sum oblitus.”

Veni ergo, Domine Jesu, quaere servum tuum, quaere lassam ovem tuam; veni, pastor, quaere sicut oves Joseph. Erravit ovis tua, dum tu moraris, dum tu versaris in montibus. Dimitte nonaginta novem oves tuas, et veni unam ovem quaerere quae erravit. Veni sine canibus, veni sine malis operariis, veni sine mercenario, qui per januam introire non noverit. Veni sine adjutore, sine nuntio, jam dudum te expecto venturum; scio enim venturum, quoniam mandata tua non sum oblitus. Veni non cum virga, sed cum caritate spirituque mansuetudinis.[1]

La institución del tiempo sagrado de Adviento tiene mucha antigüedad. La encontramos mencionada en torno al siglo V como un momento del año litúrgico destinado a la preparación de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo secundum carnem. El Adviento señala además el inicio del año litúrgico, y nos permite aprovechar la oportunidad para seguir la voz de la Iglesia con santos propósitos.

La disciplina de la penitencia y del ayuno cuaresmal en preparación para la Pascua de Resurrección es, ciertamente, de origen apostólico, mientras que la llamada in expectatione Domini viene después y se inspira en la primera, si bien es menos rígida y con el paso de los siglos ha pasado a una mera abstinencia algunos días de la semana. «Es cierto que en el siglo XI San Pedro Damián entiende todavía que el ayuno de Adviento dura cuarenta días, y que dos siglos más tarde San Luis sigue observándolo en esa medida; pero es posible que este santo rey lo hiciera de ese modo por devoción particular».[2] La molicie de las generaciones modernas ha llevado a la sabiduría maternal de la Iglesia a mitigar los rigores de otros tiempos sin impedir su práctica voluntaria; pero tal vez la situación actual nos induzca a considerar más oportunas -precisamente por no ser obligatorio- las privaciones que observaban nuestros antepasados obedeciendo un precepto de la Iglesia.

La liturgia del tiempo de Adviento es mayormente obra de San Gregorio Magno. No sólo en lo que se refiere a los textos de los oficios y de la Misa, sino también a las propias composiciones para canto llano. El antiguo tropo Santissimus namque, que introduce el introito Ad Te levavi del domingo I de Adviento, evoca la inspiración del santo pontífice por el Espíritu Santo aparecido en forma de paloma[3]. En un principio fueron seis las semanas de preparación para la santa Navidad; más tarde fueron cinco, y quedaron reducidas a cuatro entre finales del siglo IX y principios del X, por lo cual el uso actual se remonta al menos a mil años. El rito ambrosiano mantiene todavía seis semanas con un total de cuarenta días, según el modelo de la Cuaresma.

Entre los primeros autores de homilías sobre el Adviento encontramos a San Ambrosio, doctor y padre de la Iglesia. A partir de una oración que figura en el Comentario al salmo 118 me gustaría compilar la siguiente meditación. La oración comienza diciendo «Quaere, inquiet, servum tuum». Como podréis ver por vosotros mismos, el texto está repleto de citas tomadas de la Sagrada Escritura. No es para hacer alarde de cultura bíblica, la cual sin duda alguna poseía el santo obispo de Milán, sino por ese conocimiento de la Palabra de Dios que es fruto de una asidua intimidad poco menos que vital para el alma, y tan indispensable como el aire para respirar. Esta asiduidad lleva a San Ambrosio a hablar y escribir empleando él mismo las palabras del autor sagrado, no porque quiera plagiar su divina sapiencia, sino porque hasta tal punto las ha asimilado que las repite a su vez sin reparar en ello.

Cuando nos acercamos como profanos a los escritos de estos santo podemos sentirnos en cierta forma desorientados y confusos; pero si tenemos la gracia para unirnos a la oración litúrgica mediante la asistencia a la Misa y el rezo del Oficio Divino según la forma tradicional, descubriremos que es la voz de la propia Iglesia, que nos acompaña en esta meditación de las Escrituras desde el Invitatorio de maitines. Con la liturgia de Adviento pasa lo mismo: Regem venturum Domino, venite adoremus,. canta precisamente la primera oración que se entona en la noche esperando el alborear del verdadero Sol invicto. A esta solemne invitación a adorar al divino Rey siguen las primeras palabras del libro del profeta Isaías, que suenan como una severa reprensión a su pueblo:

«Oíd, cielos, y tú, tierra, escucha; porque habla Yahvé: “He criado hijos y los he engrandecido, mas ellos se han rebelado contra Mí. El buey conoce al que lo posee, y el asno el pesebre de su amo; pero Israel no me conoce; mi pueblo no tiene inteligencia.” ¡Ay de ti, nación pecadora, pueblo cargado de culpa, raza de malvados, hijos corrompidos! Han abandonado a Yahvé, han despreciado al Santo de Israel, se han vuelto atrás. ¿De qué sirve daros golpes, si seguís rebelándoos? La cabeza toda está enferma, y todo el corazón doliente. Desde la planta del pie hasta la cabeza, no queda en él nada sano; hay sólo heridas, contusiones y llagas inflamadas, que no han sido cerradas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite» (Is. 1,2-6).

El oráculo del profeta muestra la indignación del Señor por la infidelidad de su pueblo, obstinado en rebelarse contra su santa Ley. Ahora bien el sentido literal o histórico[4] del pasaje de Isaías que se refiere a los israelitas va acompañado del sentido moral, es decir, relativo a lo que debemos hacer nosotros. Por lo tanto, la Majestad de Dios se dirige a nosotros -«habla Yahvé» (íbid.2)- una vez más para amonestarnos, hacernos ver nuestras traiciones y espolearnos a la conversión.

Así pues, mientras pedimos al Señor que nos libre de ore leonis et de profundo lacu, nos damos cuenta de lo poco que nos merecemos la misericordia de Dios, lo indignos que somos de su piedad y lo mucho que nos merecemos sus castigos. Deus, qui culpa offenderis, poenitencia placaris… A las fornicaciones  -así las llama la Escritura- en que han cometido los judíos se acumulan otras mucho peores, y no del pueblo al que se le había prometido un Redentor, sino de aquel que nació del costado de Él, el Cuerpo Místico del Redentor mismo; mejor dicho: de quienes se dicen católicos pero deshonran con su infidelidad a la Esposa del Cordero, sean miembros de la Iglesia discente o de la docente. El nuevo Israel no ha resultado ser menos rebelde que el antiguo; el nuevo sanedrín de Roma no es menos culpable que los que fundieron el becerro de oro y lo ofrecieron a la adoración de los israelitas. En consecuencia, si el profeta amenaza con terribles castigos a quienes desobedecen al Señor sin haber conocido al Mesías anunciado, cuánto más amenazantes no serán las palabras de un profeta de los últimos tiempos ante la rebelión de una humanidad redimida por la Sangre de aquel divino Mesías, en vista de que han presenciado el cumplimiento de las profecías y la encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad?

En la dramática crisis que desde hace sesenta años aflige a la Iglesia de Cristo, y que actualmente se muestra en toda su gravedad, una pusillus grex ruega a su Señor que libre a una humanidad descarriada, cuando la corrupción y la apostasía han llegado a penetrar en el sagrado recinto y en el más elevado solio. Es pusillus, pequeño, porque la mayoría de los que han sido regenerados por el Bautismo y han merecido por tanto ser llamados hijos de Dios reniegan a diario de las promesas de ese Bautismo, guiados por asalariados y falsos pastores.

Pensemos en cuántos fieles, criados en una completa ignorancia de los rudimentos de la Fe a pesar de haber asistido a la catequesis están imbuidos de doctrinas filosóficas y teológicas heréticas, convencidos de que todas las religiones valen lo mismo; de que el hombre no está herido por el pecado original, sino que es bueno por naturaleza; de que el Estado debe hacer caso omiso de la verdadera religión y tolerar el error; de que la misión de la Iglesia no es la salvación eterna de las almas y su conversión a Cristo, sino la salvaguarda del ambiente y la acogida indiscriminada de inmigrantes. Pensemos en cuántos sacerdotes, cuántos religiosos, que llegan a eximir a los fieles del precepto dominical, no saben que en la Hostia Santa están el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor, y piensan que no es más que un símbolo; en cuántos están convencidos de que basta con arrepentirse por cuenta propia para poder recibir la Comunión, sin imaginar los tormentos que aguardan a quien recibe indignamente el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pensemos en cuántos sacerdotes, cuántos religiosos y cuántas monjas creen que el Concilio ha traído una bocanada de renovación a la Iglesia, o ha facilitado el conocimiento de las Sagradas Escrituras, o ha ayudado a los laicos a entender la liturgia, antes desconocida por las multitudes al estar custodiada por una casta de sacerdotes rígidos e intolerantes. Pensemos en lo que piensan cuantos veían en ella un faro inapagable que destruía las tinieblas del mundo, una roca sólida e inexpugnable a los asaltos de la mentalidad moderna y la inmoralidad generalizada, baluarte de la defensa de la vida desde la concepción hasta su fin natural. Pensemos en la incontenible satisfacción de los enemigos de Cristo al ver la Iglesia de Él postrada ante el mundo y sus ideologías de muerte, el culto idolátrico al Estado, el poder, el dinero y los mitos de la falsa ciencia; una Iglesia dispuesta a renegar de su glorioso pasado y adulterar la Fe y la moral que le enseñó Nuestro Señor; a corromper su liturgia para complacer a los heterodoxos y los sectarios; y hasta el más delirante sueño que habría podido tener el por de los masones de ver cumplirse el grito de Voltaire: Écrasez l-infame!

En Adviento nos encontramos simbólicamente ante las puertas del templo, al igual que el Miércoles de Ceniza lo estamos de la Cuaresma, y oteamos en la distancia lo que desciende al altar: aquí el Nacimiento del Rey de Israel, allá su Pasión, Muerte y Resurrección. Supongamos que tenemos que hacer examen de conciencia antes de poder ser admitidos al Lugar Santo, como simples fieles y como parte del cuerpo de la Iglesia. Sólo podemos acercarnos a adorar al Rey de reyes y Señor de señores si entendemos por una parte el Bien infinito que se nos ofrece envuelto en pañales en el pesebre, y por otro nuestra absoluta indignidad, que necesariamente debe ir acompañada del horror a nuestros pecados, el dolor de haber ofendido a Dios en grado infinito y el propósito de reparar el mal cometido con penitencia y con buenas obras. Debemos entender también que, por ser piedras vivas de la Iglesia, tenemos también una responsabilidad colectiva de las culpas de otros fieles y de nuestros pastores; y que como ciudadanos, participamos de la responsabilidad de las culpas públicas de las naciones. Porque la comunión de los santos nos permite participar de los méritos de las ánimas del Purgatorio y de las que están en el Cielo a fin de equilibrar de un modo incomparablemente más eficaz esa que podríamos llamar comunión de los réprobos, los efectos de cuyas acciones recaen sobre el prójimo, en particular sobre otros enemigos de Dios.

«Ven a mí, que me atormentan lobos feroces -exclama San Ambrosio-. Ven a mí, que me han expulsado del Paraíso, con llagas desde hace tiempo empapadas del veneno de la Serpiente; ven a mí, que me he alejado de los rebaños tuyos que pacen en aquellos montes».

Empezamos a comprender que nos asedian lobos rapaces: quienes siembran errores, quienes corrompen la moral, quienes propagan la muerte y la desesperación y desean matar el alma antes que el cuerpo. Nos damos cuenta de lo superficiales, necios y orgullosos que somos al habernos dejado engañar por las falsas promesas del mundo, la carne y el Diablo; de hasta qué punto eran mentirosas las palabras de quien, tras haber sido expulsados nuestros Primeros Padres del Paraíso, sigue insistiendo con las mismas tentaciones, aprovechándose de nuestra debilidad, valiéndose de nuestro orgullo o de nuestros vicios para hacernos caer y arrastrarnos con él al Infierno. Hemos olvidado que se nos expulsó del Paraíso Terrenal y tenemos las cicatrices de la mordedura venenosa de la Serpiente, de haber pecado abandonando los seguros pastos de la verdadera Fe y dejándonos seducir por el mundo, la carne y el Diablo. Porque si viviéramos conscientes de nuestra culpa original -culpa también colectiva, y por añadidura hereditaria- y de todos los males que cometemos y dejamos cometer; si meditásemos sobre nuestra incapacidad para salvarnos sin la asistencia sobrenatural que Dios nos concede mediante la Gracia; si nos convencemos de que muchos de nuestros actos constituyen graves ofensas a la majestad de Dios y merecemos ser borrados de sobre la faz de la Tierra de un modo mucho peor que los habitantes de Sodoma y Gomorra, ni siquiera hará falta que venga a buscarnos el Buen Pastor dejando a las otras noventa y nueve en un rincón seguro de la montaña, fuera del alcance de los lobos rapaces.

Añade el santo arzobispo: «Ven sin perros, sin malos obreros, sin el siervo asalariado que no sabe entrar por la puerta. Ven sin ayudante ni mensajero». Porque los perros, los malos obreros y los siervos mercenarios son personajes pasajeros destinados a perecer, a dispersarse con el soplo de Dios, aunque en este momento parezca que el mundo es suyo. «Ven, pues, en busca de oveja; no por medio de sirvientes y asalariados, sino Tú mismo». Los siervos infieles nos invitan a ser adaptables e inclusivos, a escuchar «el clamor de la Madre Tierra»[5], a someternos a la inoculación de una vacuna preparada por medio de tejidos procedentes de abortos; el mercenario, «cujus non sunt oves propriae» (…) nos dispersa, nos abandona, no ahuyenta a los lobos feroces ni castiga a los malos obreros, sino que los fomenta.

¿Por qué habría de venir el Señor? ¿Por qué podemos pedirle que venga Él en persona? San Ambrosio responde citando al salmista: «Me he descarriado» (Sal.118,176). Nuestra obediencia a la voluntad de Dios encuentra su perfecta correspondencia -y un ejemplo divino- en la obediencia del Hijo eterno del Padre desde la eternidad de los tiempos aceptando encarnarse, padecer y morir para salvarnos: «Entonces dije: He aquí que vengo –así está escrito de Mí en el rollo del Libro– para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb.10,7). El Señor viene por obediencia al Padre, y debemos esperar su venida siendo a nuestra vez obedientes a la voluntad de su Santísima Trinidad porque « he preferido tus mandamientos».

Si podemos tener la certeza de que el Señor vendrá a buscarnos y librarnos de los lobos y de la nefasta influencia de los pastores malos y asalariados, es que no debemos olvidar lo que nos ha mandado; no debemos sustituirlo decidiendo por nosotros mismos lo que está bien y lo que está mal; no debemos seguir a la multitud hacia el abismo por respeto humano, miedo ni complicidad, sino quedarnos con las noventa y nueve en los seguros pastizales de la Santa Iglesia, «para que los lobos rapaces no puedan atacarlas mientras están en los montes », más cerca de Dios por estar apartados de las cosas terrenales. Igualmente, tenemos que ejercitarnos en la santa humildad reconociéndonos pecadores: «Ven a buscar la oveja errante», porque «sólo Tú puedes hacer volver a la oveja extraviada, y no entristecerás a aquellas de las que te has alejado». O sea, los católicos de todos los tiempos que se han mantenido fieles, a salvo de los lobos en los pastos de altura. «También ellos se alegarán del retorno del pecador».

La oración de San Ambrosio continúa expresando algo muy profundo y significativo: «Acógeme en la carne que cayó con Adán. No me acojas con Sara, sino con María, para que no sea sólo una virgen intacta, sino una Virgen libre por efecto de la Gracia de toda mancha de pecado». En María Santísima, Sancta Virgo virginum, tenemos a la Mediadora de todas las gracias: en Ella, criatura purísima, se encarnó el Verbo Eterno del Padre; de Ella nació al mundo el Salvador; por medio de Ella nos presentamos ante su divino Hijo y por sus méritos podemos ser acogidos «en la carne que cayó con Adán» por virtud de la Gracia que nos restablece la amistad con Dios. Aquí tenemos un excelente punto de partida para nuestra meditación de cara a la Santa Navidad.

Pero hay otra consideración importantísima que reserva San Ambrosio para el final de su oración: «Llévame en la cruz que salva a los errantes, en la única que da descanso a los fatigados, la única en la que vivirán cuantos mueran». Todo gira en torno a la Cruz de Cristo, que se alza sobre el tiempo y la eternidad como signo de contradicción, porque nos recuerda que es instrumento de redención, salvación de los errantes, reposo de los cansados y vida para los moribundos. Una miniatura del siglo XIV, de Pacino di Buonaguida[6] muestra una imagen rarísima y simbólica en extremo: el Señor sube a la Cruz por una escalera -la scala virtutum-, a fin de recalcar el carácter voluntario de su sacrificio y la paradoja de su doble naturaleza. En la iconografía del siglo XVI es frecuente la representación del Niño Jesús que duerme sobre la Cruz[7], alusión explícita al amor divino y el sacrificio de Cristo. La Navidad y la Semana Santa están estrechamente ligadas para que al prepararnos para el Nacimiento del Salvador contemplemos en todo momento como centro y eje de todo la Cruz, sobre la que reposa el Niño Jesús y a la cual asciende por una mística escalera el Cordero sin mancha. Allí debemos llegar también nosotros, porque únicamente en la Cruz tenemos la salvación, siguiendo los pasos del Señor: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, renúnciese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc.9,23).

«Veni, ut facias salutem in terris, in cœlo gaudium», «ven a consumar la salvación en la Tierra, la dicha del Cielo». Sea ésa nuestra invocación durante el santo tiempo de Adviento, a fin de que espiritualmente estemos preparados para las pruebas que nos aguardan.

+Carlo Maria Viganò, arzobispo

[1] «Ven, pues, Señor Jesús. Busca a tu siervo (Sal.118,176), busca a tu oveja cansada. Ven, Pastor; busca como buscaba José a las ovejas (Gén.37,14). Tu oveja se ha extraviado mientras Tú te entretienes y andas por los montes. Deja a las otras noventa y nueve y ven a buscar la única que se ha perdido (Mt. 18,12 ss; Lc. 15,4 Ven sin perros, sin malos obreros, sin el siervo asalariado que no sabe entrar por la puerta. (Jn. 10,1-7). Ven sin ayudante ni mensajero. Hace ya tiempo que espero tu venida. Sé ciertamente que vendrás, porque no he   tus mandamientos  (Sal.118,176). No vengas con vara, sino con caridad y espíritu de mansedumbre» (1Cor.4,21)  – Sancti Ambrosii Episcopi Expositio Psalmi CXVIII, 22, 28.

[2] Dom Prosper Guéranger, L’Anno liturgico, I. Avvento – Natale – Quaresima – Passione, trad. it. P. Graziani, Alba, 1959, pagg. 21-26.

[3] «Sanctissimus namque Gregorius cum preces effunderet ad Dominum ut musicum donum ei desuper in carminibus dedisset, tunc descendit Spiritus Sanctus super eum, in specie columbæ, et illustravit cor ejus, et sic demum exortus est canere, ita dicendo: Ad te levavi…» – Tropo del Introito del Domingo I de Adviento – Cfr. https://gregobase.selapa.net/chant.php?id=4654
 

[4] Littera gesta docet, quid credas allegoria, moralis quid agas, quo tendas anagogia (La carta enseña cuanto ha sucedido, la alegoría, lo que debes creer, la moraleja lo que debes hacer y la anagogía el fin al que debes tender) – Nicolás de Lira, Postilla in Gal., 4, 3.

[5] Cfr. https://www.vaticannews.va/it/papa/news/2021-10/ebook-papa-francesco-laudato-si.html e https://www.avvenire.it/opinioni/pagine/il-grido-della-terra-e-dei-poveri

[6] Cfr. https://scriptoriumdaily.com/ladder-at-the-cross/ – Ua pintura de la escuela de Giotto sobre el mismo tema se puede contemplar en el monasterio de San Antonio en Polesine (Ferrara). Véase tambien Anna Eörsi, Haec scala significat ascensum virtutum. Remarks on the iconography of Christ Mounting the Cross on a Ladder – https://arthist.elte.hu/Tanarok/EorsiA/Fulltexts/Idegen/l%E9tra_a.htm

[7] Véase por ejemplo el cuadro de Guido Reni, El Niño Jesús dormido sobre la Cruz, óleo sobre tela, 1625 ca.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Mons. Carlo Maria Viganò
Mons. Carlo Maria Viganò
Monseñor Carlo Maria Viganò nació en Varese (Italia) el 16 de enero de 1941. Se ordenó sacerdote el 24 de marzo de 1968 en la diócesis de Pavía. Es doctor utroque iure. Desempeñó servicios en el Cuerpo Diplomático de la Santa Sede como agregado en Irak y Kwait en 1973. Después fue destinado a la Nunciatura Apostólica en el Reino Unido. Entre 1978 y 1989 trabajó en la Secretaría de Estado, y fue nombrado enviado especial con funciones de observador permanente ante el Consejo de Europa en Estrasburgo. Consagrado obispo titular de Ulpiana por Juan Pablo II el de abril de 1992, fue nombrado pro nuncio apostólico en Nigeria, y en 1998 delegado para la representación pontificia en la Secretaría de Estado. De 2009 a 2011 ejerció como secretario general del Gobernador del  Estado de la Ciudad del Vaticano, hasta que en 2011 Benedicto XVI lo nombró nuncio apostólico para los Estados Unidos de América. Se jubiló en mayo de 2016 al haber alcanzado el límite de edad.

Del mismo autor

Monseñor Peña Parra. ¿Cómo puede estar en la Secretaría de Estado Vaticana?

En una reciente intervención mía con ocasión de la Conferencia sobre...

Últimos Artículos

Homenaje al P. Julio Meinvielle[1]

Por Sergio F. Tacchella El Padre Julio Ramón Meinvielle nació...

La Semana de Pasión

La Semana de Pasión precede a la Semana Santa...