Así como el mes de mayo está dedicado a la Virgen, tradicionalmente junio está dedicado al Sagrado Corazón. La devoción al Sagrado Corazón es parte de la vida espiritual de todo católico, y cuando llega junio es preciso renovarla, nutrirla y afianzarla. Nutrir y afianzar una devoción significa no limitarse a su aspecto sentimental, que es importante porque toda devoción nace del corazón, sino reflexionar también con la razón sobre su naturaleza y su significado. En el caso de la devoción al Sagrado Corazón esto se puede hacer también releyendo tres encíclicas que otros tantos pontífices le dedicaron.
La primera es Annum sacrum, que León XIII publicó el 25 de mayo de 1899. En ella el Santo Padre exhorta a hombres, familias y pueblos a consagrarse al Sagrado Corazón de Jesús como remedio a los males que aquejan a la humanidad: «El hombre ha errado: que vuelva a la senda recta de la verdad; las tinieblas han invadido las almas, que esta oscuridad sea disipada por la luz de la verdad; la muerte se ha enseñoreado de nosotros, conquistemos la vida. Entonces nos será permitido sanar tantas heridas, veremos renacer con toda justicia la esperanza en la antigua autoridad, los esplendores de la fe reaparecerán; las espadas caerán, las armas se escaparán de nuestras manos cuando todos los hombres acepten el imperio de Cristo y sometan con alegría, y cuando «toda lengua profese que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre»» (Fil. 2,11).
La segunda encíclica es Miserentissimus Redemptor, de Pío XI, publicada el 8 de mayo de 1928. En ella, a la consagración al Sagrado Corazón, por la que nos ofrecemos a Dios y nos consagramos a Él, el Papa añade la necesidad de actos de expiación y reparación por los pecados cometidos por nosotros y por otros: «Y si unas mismas razones nos obligan a [hacer reparación], con más apremiante título de justicia y amor estamos obligados al deber de reparar y expiar: de justicia, en cuanto a la expiación de la ofensa hecha a Dios por nuestras culpas y en cuanto a la reintegración del orden violado. […] Este deber de expiación a todo el género humano incumbe».
Por último, Haurietis aquas, promulgada por Pío XII el 15 de mayo de 1956, en la que el Papa afirma que no es necesario pensar que el culto al Sagrado Corazón surgiera de improviso en la vida de la Iglesia: «Las revelaciones de que fue favorecida santa Margarita María ninguna nueva verdad añadieron a la doctrina católica. Su importancia consiste en que —al mostrar el Señor su Corazón Sacratísimo— de modo extraordinario y singular quiso atraer la consideración de los hombres a la contemplación y a la veneración del amor tan misericordioso de Dios al género humano. De hecho, mediante una manifestación tan excepcional, Jesucristo expresamente y en repetidas veces mostró su Corazón como el símbolo más apto para estimular a los hombres al conocimiento y a la estima de su amor; y al mismo tiempo lo constituyó como señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos».
En el curso de una disertación pronunciada el 2 de junio de 2016 en la basílica de San Juan de Letrán, el papa Francisco aconsejó a los obispos y sacerdotes que lo escuchaban que releyeran la encíclica Haurietis aquas de Pío XII. «Recuerdo que cuando se publicó esta encíclica –afirma Bergoglio– hubo quien dijo que eso del Sagrado Corazón eran cosas de monjas. Pero –añadi– nos hará bien leerla, aunque alguno diga que ¡es preconciliar!». Y lo mismo se puede decir para las otras dos encíclicas, la de León XIII y la de Pío XI, aunque haya quien las tache de preconciliares.
Ahora bien, si es preciso recordar el culto debido al Sagrado Corazón, ¿cómo no asociarlo al culto al Corazón Inmaculado de María, la criatura que ha comprendido y amado más perfectamente que ninguna otra a nuestro Divino Redentor?
La oración que enseñó el ángel a los tres pastorcitos de Fátima en el otoño de 1916, antes de las apariciones de mayo del año siguiente, dice así: «Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo te adoro profundamente y te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los Sagrarios del mundo, en reparación de los ultrajes con los que Él es ofendido. Por los méritos infinitos del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María, te pido la conversión de los pecadores».
Es una oración profundamente teológica que se inicia con un acto de adoración a la Santísima Trinidad y recuerda con ello el primer misterio del Cristianismo: un solo Dios en tres Personas divinas. El acto más perfecto que puede realizar un católico es la adoración, porque por él reconoce que él es nada y Dios lo es todo; que dependemos totalmente de Él, a quien se lo debemos todo. La oración del ángel nos invita a asociarnos al sacerdote, el cual, renovando el Sacrificio en el altar ofrece algo preciosísimo como es el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, que no sólo está presente en el momento de la consagración eucarística, sino también en todos los sagrarios del mundo en los que se conserva la Hostia consagrada. No se puede menos que ver una actualísima invitación a la adoración eucarística ante los sagrarios hoy abandonados y gravemente ofendidos con ultrajes, sacrilegios e indiferencias.
Igual de profunda teológicamente es la distinción entre los méritos infinitos del Sacratísimo Corazón de Jesús y la intercesión del Corazón Inmaculado de María, que no obstante están inseparablemente unidos por un mismo fuego de amor. Por eso dice Pío XII en Haurietis aquas: «Y para que la devoción al Corazón augustísimo de Jesús produzca más copiosos frutos de bien en la familia cristiana y aun en toda la humanidad, procuren los fieles unir a ella estrechamente la devoción al Inmaculado Corazón de la Madre de Dios. Ha sido voluntad de Dios que, en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo […] Por eso, el pueblo cristiano que por medio de María ha recibido de Jesucristo la vida divina, después de haber dado al Sagrado Corazón de Jesús el debido culto, rinda también al amantísimo Corazón de su Madre celestial parecidos obsequios de piedad».
Por los méritos infinitos del Sacratísimo Corazón de Jesús y la intercesión del Corazón Inmaculado de María, imploremos la conversión de los pobres pecadores, que es la conversión de toda la humanidad, pero, por encima de todo, nuestra conversión.