Introducción
El padre Réginald Garrigou-Lagrange, en su Dieu, son existence et sa nature (Paris, Beauchesne, 1914, 2º vol., cap. II, art. II, § 57º, pp. 561-565), afronta, según la doctrina del Doctor Angélico, el problema de la conciliación, en la Voluntad de Dios (S. Th., I, q. 19, aa. 1-12), de la Justicia (S. Th., I, q. 21, aa. 1-2) y de la Misericordia (S. Th., I, q. 21, aa. 3-4), tras haber definido la naturaleza de la primera y de la segunda.
Misericordia y Justicia son dos Virtudes aparentemente contrarias, pero prácticamente se concilian en la Voluntad y en el Amor de Dios. Además, están subordinadas de tal manera que la Misericordia con todas sus dulzuras supera a la Justicia con todos sus rigores.
La Justicia
La Justicia es la Virtud que inclina a la voluntad a dar a cada uno lo que le es debido (Dieu, son existence et sa nature, cit., pp. 440-453). La Justicia de Dios es la Virtud por la cual Él da a cada criatura lo necesario para alcanzar su propio fin, especialmente el sobrenatural. Para comprender plenamente el valor de la Justicia, es bueno reflexionar en el disgusto que nos puede causar la injusticia.
En esta tierra nos topamos a menudo con la injusticia. En efecto, a menudo los derechos más sacrosantos son ignorados o pisados, especialmente en el mundo actual. Hoy se reconoce al vicio y al error el derecho a ser practicado y difundido, mientras que este mismo derecho es negado a la Verdad y a la Justicia. Desgraciadamente, esto sucede también en el ambiente eclesial, que debería favorecer la Verdad y la Justicia e intentar impedir la mentira y el vicio. Tal vez y no raramente un sacerdote que querría celebrar la Misa tradicional es castigado, mientras que otro que vive mal no solo es tolerado sino premiado.
Esta injusticia en el más acá podría alterar a algún alma en sus más recónditas profundidades, pero es necesario ser conscientes de que en esta tierra se puede conseguir la verdadera Justicia solamente de Aquel que nos ha prometido: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de Justicia, porque serán saciados” (Mt., V).
En efecto, “solo Dios es siempre Justo y su juicio siempre recto” (Sal., CXVIII).
Santo Tomás de Aquino nos enseña que la Justicia se subdivide en “Justicia conmutativa”, la cual consiste en la igualdad entre el dar y el recibir y regula los intercambios entre iguales, es decir, la paridad entre quien da y quien recibe. Ahora bien, no puede subsistir entre Dios infinito y el hombre finito, que son infinitamente diferentes y lejanos. En efecto, nosotros lo recibimos todo de Él y a Él nada damos (S. Th., I, q. 21, a. 1).
Sin embargo, la “Justicia distributiva”, que dispone a quien detenta la autoridad a distribuir honores y cargas, premios y castigos, y como no regula la distribución de los bienes o de las penas en la sociedad humana entre iguales, puede subsistir entre Dios y el hombre. En efecto, Dios es justo y aplica la Justicia dando a cada uno lo que le es propio no solo como el patrón respecto a sus obreros, sino también como el más tierno de los padres hacia sus hijos.
Consideremos la “Justicia distributiva” de Dios: 1º) en la distribución de los bienes naturales y de las gracias sobrenaturales: pues bien, es perfectamente justa a pesar de la diferencia y desigualdad de los bienes naturales y sobrenaturales. Por ejemplo, Beethoven recibió dones naturales de habilidad musical muy superiores a los de la mayoría de los demás hombres; San José muchas más gracias sobrenaturales de las de los demás hombres.
Pero ¿por qué esta desigualdad es permitida o querida por Dios? ¿Es acaso una injusticia? ¡No! Existe para asegurar la armonía universal de todas las creaturas, sin privar a nadie de lo que le es estrictamente necesario para alcanzar su propio fin. En efecto, la armonía universal de la creación exige una cierta jerarquía, diferencia y desigualdad entre las creaturas.
Por ejemplo, en toda la creación existen los espíritus puros o los Ángeles en la cumbre, después vienen los hombres, después los animales, después los vegetales y finalmente los minerales. Si solo hubiera Ángeles, la creación no sería armónica y sería menos perfecta. En efecto, si en un hombre todos los órganos fueran “cabeza”, sería un monstruo; si todos los dedos de una mano fueran idénticos, idem.
La desigualdad accidental natural entre los hombres es exigida por el hecho de que el hombre es naturalmente un “animal sociable”, o sea, por el hecho de vivir en sociedad (familiar y social/política) con otros hombres. Pues bien, la sociedad es un organismo moral que presupone como todo organismo una jerarquía de funciones, de superiores y de inferiores. Si todos fueran Príncipes o Jefes, la sociedad civil no sería un todo organizado u orgánico. Por ejemplo, si en nuestro organismo o cuerpo humano cada miembro (pie, mano, ojo, oreja…) tuviera en sí la perfección de la cabeza, el cuerpo no podría funcionar. Por ello la sociedad civil exige una cierta desigualdad y diferencia, de los superiores y de los inferiores, de otro modo sería el caos.
Ya el historiador pagano Tito Livio, en el Apólogo de Menenio Agripa, lo enseñaba en cuanto al orden natural: “Una vez los miembros de un hombre, constatando que el estómago estaba ocioso, rompieron los acuerdos con él y conspiraron diciendo que las manos no llevarían comida a la boca, ni la boca lo aceptaría, ni los dientes lo masticarían como se debe. Pero, mientras intentaban domar al estómago, se debilitaron también ellos mismos, y el cuerpo entero se consumió. De aquí se ve cómo la función del estómago no es la de un perezoso, sino que distribuye la comida a todos los órganos. Fue así cómo los diferentes miembros del cuerpo volvieron a la amistad entre ellos y con el estómago. Así, Senado y Pueblo, como si fueran un único cuerpo, se consumen con la discordia, mientras que con la concordia permanecen con buena salud” (Tito Livio, Ab Urbe condita, II, 32).
Según Santo Tomás de Aquino, aunque Adán no hubiera pecado habría habido igualmente entre los hombres una cierta jerarquía y diferencia tanto en cuanto al sexo (hombre/mujer), en cuanto a la edad (jóvenes/maduros), en cuanto al cuerpo (robusto/esbelto) y también en cuanto al libre albedrío del alma (los más o menos buenos), habría habido superiores e inferiores, quien manda y quien obedece. En la familia: el marido o el padre, la mujer o la madre y los hijos; en la sociedad civil: la autoridad y los subordinados, no la esclavitud sino la dependencia de uno del otro, ya que, debiendo vivir socialmente, debía existir una jerarquía (S. Th., I, q. 96, aa. 3-4). El pecado introdujo en el mundo el desorden y solamente ha exagerado la diferencia de la condiciones, pero no la ha creado.
Por lo que se refiere a la distribución de las gracias, igualmente la armonía exige una cierta desigualdad de dones y de gracias sobrenaturales. El Evangelio nos lo enseña. El Padre Celestial da a un hombre un solo talento, a otro dos, a otro cinco y a otro incluso diez. A quien ha recibido diez talentos le será demandado que haga fructificar otros diez talentos, a quien ha recibido solo uno le será pedido que gane solo otro talento (Mt., XXV, 15). El que recibió un solo talento, pero no lo hizo fructificar, fue condenado por el Señor: “Quitadle el talento y dádselo a quien tiene diez: ya que a todos los que tienen [la buena voluntad de cooperar con la gracia de Dios, ndr] les será dado y abundarán; pero a quien no tiene [la buena voluntad, ndr] le será quitado incluso lo poco que parece tener”. Uno será un simple fiel, otro un fraile, otro un sacerdote y otro un fundador de una Orden religiosa; uno un albañil, otro un capataz y otro un ingeniero. Si todos fundaran o fueran todos ingenieros, sería el desorden total. Si no hubiera fundadores ni dirigentes faltarían las Órdenes religiosas y el orden común.
San Pablo, divinamente inspirado, retomó la doctrina social natural de Menenio Agripa narrada por Tito Livio y la aplicó, en el orden sobrenatural, a la sociedad religiosa, o sea, a la Iglesia: “Muchos son los miembros, pero uno solo es el cuerpo. Ni el ojo puede decir a la mano: ‘No te necesito’; ni la cabeza a los pies […]. Antes bien, los miembros que parecen más humildes son los más necesarios. […]. Dios ha compuesto el cuerpo para que no hubiera desunión en él, sino que, antes bien, los diferentes miembros cuidaran unos de otros. Por ello, si un miembro sufre, todos los miembros sufren juntos; y si un miembro está bien, todos los demás se alegran con él” (1 Cor., XII, 4-20).
En resumen, el Cuerpo Místico de las almas humanas, como miembros unidos a Cristo como a su Cabeza, es un organismo espiritual y sobrenatural; como todo organismo, supone una cierta diferencia y desigualdad de funciones (no todos pueden ser Papa u Obispo, pero debe existir una jerarquía entre Fieles, Sacerdotes, Obispos y Papa). Sin embargo, nadie puede ser privado de la gracia necesaria y suficiente para alcanzar su Fin último sobrenatural y salvar su alma por la eternidad. Dios sería injusto si permitiera que un alma sin culpa careciera de la necesaria ayuda de la gracia sobrenatural y se condenara. Pero esto repugna a la Naturaleza infinitamente justa de Dios.
Debemos sobre todo tener muy claro que la gracia sobrenatural no nos es dada por Dios por o en proporción a nuestras cualidades naturales. Más bien al Señor le gusta colmar de bienes sobrenaturales sobre todo a los pobres de espíritu, a los sencillos y a los humildes. Dios, amándonos, nos hace buenos, este es el orden que sigue el Señor. Por tanto, no es porque seamos naturalmente buenos, inteligentes, excelentes, por lo que Dios nos da su gracia de manera proporcionada al grado de nuestra bondad natural. Nosotros amamos las cosas porque son buenas, pero Dios, amando las cosas, las hace buenas (S. Th., I, q. 20, a. 2). En efecto, la gracia pertenece al orden sobrenatural y nuestras cualidades pertenecen al orden natural y aun en este orden puramente natural, habiendo sido creados de la nada, recibimos todo de Dios por Bondad suya y no por nuestro mérito natural.
Por ello, la desigualdad de las condiciones naturales y sobrenaturales de los hombres sigue siendo siempre justa, ya que no es negada a nadie la gracia divina o los dones naturales necesarios para obtener el propio fin sobrenatural o natural.
Ahora consideremos la “Justicia distributiva” (distribuir honores y cargas, premios y castigos, por parte de quien manda hacia quien obedece, no regulando la distribución de los bienes o de las penas entre iguales sino entre desiguales) de Dios: 2º) en la distribución de las recompensas, que son proporcionadas al mérito como el grado de gloria eterna es proporcionado al de la gracia santificante.
A las obras naturales Dios les da una recompensa puramente terrena, mientras que a las obras sobrenaturales les da una recompensa sobrenatural. Por ejemplo, quien da limosna solo por agradar a los hombres, recibirá su recompensa puramente humana, o sea, la alabanza de los hombres; quienes dan limosna por amor al prójimo amado por Dios, recibirán una recompensa eterna (Mt., VI, 4).
Finalmente, la “Justicia distributiva” de Dios aparece 3º) en la distribución de las penas infligidas a los culpables. Como la recompensa es proporcionada al mérito, la pena es proporcionada a la culpa. En efecto, es conveniente que Dios castigue con el fin de restablecer el orden divino y natural violado. Santo Tomás enseña: “El remordimiento de conciencia nos castiga por haber nosotros transgredido el orden natural de la razón. Como el juez terreno debe castigar a aquellos que turban el orden social, así Dios castiga a aquellos que se rebelan contra el orden divino” (S. Th., I-II, q. 87, a. 1). Dios castiga sin ninguna pasión desordenada, como un juez perfectamente dueño de sí condena sin cólera al delincuente para conservar los fundamentos de la sociedad. En Dios existe la Justicia vindicadora, ya que Él odia el pecado, tanto por el obstáculo que interpone a la unión del hombre con Él, que es deseada ardientemente por el Señor, como por la oposición absoluta del pecado en cuanto mal moral con la Naturaleza absolutamente buena y perfecta de Dios. El Señor es la Bondad misma subsistente y, por tanto, no puede tolerar el mal del pecado, que es malicia, desorden y tinieblas.
Por lo que se refiere a la condenación eterna del infierno, el padre Garrigou-Lagrange explica muy oportunamente que satanás ha intentado siempre suscitar en el hombre viador una cierta compasión hacia los condenados, que son presentados por él como si quisieran salir del infierno, pero Dios no se lo permitiría. En resumen, el diablo se las da de “bueno” y de “misericordioso”, mientras que intenta hacer pasar a Dios por cruel y despiadado en sus juicios. En cambio, Dios es la Bondad misma infinita e ilimitada y el diablo es un ángel malvado, dotado de una malicia insondable e indecible, que nos presenta a los condenados como infelices que pedirían perdón por su pecado, sin poder obtenerlo, sin embargo, porque Dios lo ha dispuesto despóticamente así. El Maligno nos empuja hacia una falsa “caridad” para engañar al hombre y hacerle sentir piedad por él y por los condenados y también un cierto sentido de estupor ante la pena eterna que Dios reserva a quienes quieren morir en el pecado. Casi casi nos empujaría a acusar a Dios de crueldad, a compadecernos de la la miseria de los condenados de la cual querrían salir y ha reputar a la Serpiente infernal misericordiosa y compasiva.
Pues bien, la sana doctrina católica enseña que el pecado mortal es un verdaderos suicidio espiritual y que, por tanto, dura siempre, tanto porque mata la vida espiritual del alma, como porque (y esta enseñanza no es muy conocida, pero es muy comprensible, verdadera, profunda e irrefutable) el condenado no pide en absoluto perdón, ya que su no a Dios es definitivo, irreversible por parte suya. Si pudiera salir del infierno, preferiría volver a entrar en él antes que someterse a Dios e ir así al Cielo, porque el Infierno se acomoda más a su orgullo y a su rabia (S. Th., I. q. 64, a. 2). También aquí, en esta tierra, algunos hombres prefieren el caos de la cárcel al ambiente sereno, ordenado y silencioso de un convento o de una iglesia; Lucifer prefirió, de manera establemente definitiva, siendo un espíritu puro, el Infierno antes que someterse a Dios y queda fijado por su libre decisión en su “¡No obedeceré!”. El diablo y el hombre condenado no son ya objeto de la Misericordia porque han dicho no a la Misericordia misma subsistente; en ellos no existe ni siquiera la mínima veleidad de arrepentimiento. Sin embargo, incluso en los condenados tiene lugar la Misericordia, porque si actuara la sola Justicia divina sufrirían todavía más, mientras que son castigados por debajo de lo debido / citra condignum puniuntur” (S. Th., I. q. 21, a. 4, ad 1).
Dios con su Misericordia infinita se inclina siempre hacia el pecador para redimirlo, Él perdona “setenta veces siete”, o sea, siempre. Sin embargo, si no obstante las gracias ofrecidas al pecador, este se obstina en despreciar el Amor que lo quiere salvar, Dios permite que la muerte lo coja en su estado de pecado y entonces le podría quedar quizá solo un momento para un último acto de voluntad, que será decisivo y definitivo – si quiere, sabe y puede aprovecharlo – mientras que si permanece en su estado de aversión a Dios, la pena será eterna como su culpa quiere ser prolongada por la eternidad (Cajetanus, In Iam S. Th., q. 64, a. 2, n. XVIII).
La Misericordia
La Justicia de Dios es la Virtud por la cual Él da a cada creatura lo necesario para alcanzar su propio fin, especialmente el sobrenatural, y por la cual Él premia o castiga según la creatura haya correspondido o no a la gracia necesaria y suficiente que le fue dada por el Señor. Pues bien, la Misericordia de Dios parece aparentemente opuesta a su Justicia (Dieu, son existence et sa nature, cit., pp. 453-463).
En cambio, la sana doctrina católica enseña que a) la Misericordia, lejos de ser una debilidad contraria a la Virtud de Dios y especialmente a la Justicia, es la manifestación más reluciente del Poder y de la Bondad divinas; b) antes bien, lejos de oponerse y contrastar la Justicia divina, se une a ella, la completa y la supera.
Expliquemos esta aserción, dividiéndola en dos partes:
1º) la Misericordia no es debilidad, sino la aplicación de la omnipotente Bondad de Dios.
Santo Tomás de Aquino distingue muy bien la Misericordia de la “Piedad sensible” (S. Th., II-II, q. 30, aa. 1-4) y solo así se comprende hasta el fondo que la Misericordia es una Virtud y no un defecto o una debilidad.
La “Piedad o compasión sensible” (S. Th., II-II, q. 30, a. 1) se encuentra sobre todo en aquellos que siendo débiles y tímidos se sienten inmediata y fácilmente amenazados del mal que aflige al prójimo y así consideran los sufrimientos ajenos como propios y por ello se afligen por ellos y los compadecen.
Dios, no siendo débil, tímido, sino omnipotente, fortísimo y exento de todo dolor, no puede poseer la “Piedad sensible” emocional y sentimental. Él es Espíritu purísimo, en Él no hay nada sensible, ni mucho menos sentimental y emocional. Pero, es necesario reafirmarlo, la Virtud de Misericordia no es la “Piedad sensible”, que nace del temor de un mal o de la simpatía sensible hacia algo. La Misericordia es una Virtud de la voluntad racional, benévola y benéfica, que quiere afectivamente el bien y lo hace efectivamente, y más bien que nacer del temor al mal, nace del amor al bien y de una generosidad tan fuerte que triunfa sobre todo mal y arranca a las almas de la miseria moral del pecado. Los seres débiles se enternecen sensiblemente, los seres poderosos se comunican generosamente y participan a los demás el bien que poseen en sí mismos (S. Th., II-II, q. 30, a. 4). Ahora bien, cuanto mejor es un ser, tanto más se comunica. Por tanto, como Dios es infinitamente bueno, no puede entristecerse sensiblemente por nuestras miserias por miedo a que le asalten también a Él (Piedad sensible), sino que es llevado a socorrernos, a comunicarnos una parte de su Bondad infinita (Misericordia).
Aquí abajo, la miseria especialmente moral, o sea, el pecado llama y atrae a sí la Misericordia divina, si la miseria humana, en vez de rebelarse, irritarse, encolerizarse con Dios se vuelve a Él rogándole con una confianza absoluta, ya que Él es la Bondad omnipotente por esencia propia.
Ahora bien, cuanto más conciencia tiene la miseria de su necesidad, tanto más comprende que solo Dios puede remediar su deficiencia y, por tanto, atrae sobre sí con mucha fuerza la Misericordia divina. En efecto, cuanto más bueno y poderoso es un ser, tanto más se da; cuanto más débil y mísero es un ser, tanto más clama sobre sí el don de la suma Bondad y Misericordia. San Pablo escribe: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte / Cum infirmor, tunc potens sum” (II Cor., XII, 10), ya que “es en la debilidad donde se muestra el Poder de Dios / Virtus in infirmitate perficitur”. El Salmista enseña: “Miserere mei Deus, quia infirmus sum” (Ps., VI).
La miseria es todavía más fuerte al atraer sobre sí la Misericordia cuando no suplica solo para obtener socorro, sino sobre todo para que resplandezca la gloria de Dios.
En la Misericordia, Dios realiza una obra todavía más maravillosa que en la creación de la nada. En efecto, al usar de Misericordia, el Señor saca el bien del mal, el cual es inferior a la nada y saca de él incluso un bien sobrenatural: la justificación del impío, la cual, siendo de orden sobrenatural, es superior a todos los bienes naturales reunidos juntos. Santo Tomás afirma: “Bonum gratiae unius maius est quam bonum naturae totius universi / Es algo mayor un solo don de la gracia que todo el mundo entero” (S. Th., I-II, q. 113, a. 9, ad 2). En efecto, el mundo pasará, mientras que la gracia se convierte en gloria y permanece por toda la eternidad. Además, el Angélico continúa explicando que la gloria es la coronación y la perfección de la gracia y por ello le es en sí superior, pero proporcionadamente es algo mayor usar de Misericordia con el pecador y justificarlo que dar la gloria eterna a aquel que ya es justo. En efecto, hacer pasar al pecador del mal al bien sobrenatural es algo proporcionalmente mayor que dar la gloria a quien está ya justificado, ya que en el primer caso se pasa del mal al bien sobrenatural, mientras que en el segundo se vuelve un bien ya sobrenatural todavía más perfecto y estable sobrenaturalmente. Mientras que nosotros hombres podemos hacer el bien a los demás con otro bien, solo Dios puede hacer el bien incluso a partir no solo de la nada, sino incluso del mal, que está por debajo de la nada, y este es el triunfo de la Misericordia divina. Por tanto, la Misericordia no es debilidad, sino que se concilia con la Justicia y la Omnipotencia divinas.
2º) Veamos ahora la segunda parte de la aserción presentada más arriba (primera parte: “La Misericordia, lejos de ser contraria a la Virtud de Dios y especialmente a la Justicia, es la manifestación más reluciente del Poder y de la Bondad divinas” / segunda parte: “Lejos de oponerse y contrastar la Justicia divina, la Misericordia se une a ella, la completa y la supera”), o sea, la Misericordia no solo no es contraria a la Justicia, sino que se le une y la supera perfeccionándola.
A primera vista parecería que la Misericordia es una derogación de los derechos de la Justicia, la cual así como premia a los buenos, castiga a los malos. Sin embargo, la Misericordia, más bien que oponerse a la Justicia y suspender su ejercicio, se une a ella, la perfecciona y la supera. En la Epístola de Santiago es revelado: “Superexaltat autem Misericordia Judicium / La Misericordia supera la estricta Justicia” (Jac., II, 13).
Santo Tomás nos da la razón teológica de dicha Revelación: “Todo acto de Justicia supone un acto de Misericordia o de Bondad gratuita y se funda en ella. En efecto, Dios en sí mismo no debe nada a la creatura, sino que, solo por razón de un don gratuito precedente, Dios puede dar algo a las creaturas. Si Dios recompensa nuestros méritos con un don, significa que antes nos ha dado la gracia para merecer; si nos da la gracia necesaria y suficiente para salvarnos, significa que antes nos ha dado la existencia natural por pura Bondad suya y nos ha elevado al orden sobrenatural, sin ninguna obligación por su parte y ninguna exigencia por parte nuestra. Por este motivo, la Misericordia divina es la raíz y el principio de todas las obras y las acciones de Dios, es la fuente primera de todos los demás dones, influye en ellos y por ello supera la Justicia, la cual viene en segundo lugar y está subordinada a la Misericordia. Dios, por su Bondad sobreabundante o Misericordia, da siempre más de lo que se debería en Justicia” (S. Th., I. q. 21, a. 4). En resumen, el hombre no tiene el derecho o la exigencia de recibir la gracia santificante, sino que Dios se la concede solo por pura Misericordia suya y, en base a este don gratuito, Él da una recompensa o un mérito sobrenatural a una obra sobrenaturalmente buena; más aún, a la creatura no le correspondería por estricta justicia ni siquiera la existencia, pero Dios, por pura Bondad gratuita, crea el mundo de la nada.
Si consideramos los tres grandes actos de la Justicia: 1º) dar lo necesario; 2º) recompensar; 3º) castigar; nos damos cuenta de ello y también de que la Misericordia supera la Justicia no solo en los primeros dos actos, sino incluso en el acto de castigar. Veamos estos tres actos en particular.
1º) Dar a las creaturas lo que les es necesario para alcanzar su fin es el primer acto de la Justicia de Dios. Ahora bien, la Misericordia da más de lo estrictamente necesario. Dios habría podido no crear el mundo, nada le obligaba a crear; además, podría habernos dejado en un orden puramente natural y en cambio quiso darnos el orden sobrenatural. Se ve, por tanto, muy bien que la Misericordia supera y aumenta la Justicia: Dios da más de lo estrictamente necesario o lo debido. Dios nos da infinitamente más de aquello a lo que tendríamos estrictamente derecho (la existencia, la gracia santificante, la Redención, la Encarnación…). Si cada uno de nosotros considera su vida ve inevitablemente que es la historia de una larga cadena de gracias gratuitas o misericordias que nos han sido dadas por el Señor. En todo ello la Justicia no pierde nada de sus derechos a dar lo que es debido, a premiar o a castigar. En efecto, la Misericordia no la contrasta, no la restringe, lo la destruye, sino que, triunfando, la supera y perfecciona, da más y no quita nada a la Justicia.
2º) Recompensar a cada uno según sus méritos es el segundo acto de la Justicia de Dios. Pues bien, la Misericordia da más de lo que hemos merecido. En nuestra vida cuántas gracias gratuitas, por encima de todo mérito nuestro, más aún, sumamente inmerecidas, nos ha dado el Señor por su pura y exquisita Bondad y Misericordia; piénsese en el pecado mortal del cual solo la Omnipotencia misericordiosa de Dios puede levantarnos. Cada vez que confesándonos recibimos la gracia santificante perdida lo debemos a un acto de pura Misericordia divina y no a nuestros esfuerzos naturales.
3º) Castigar a cada uno según sus deméritos es el tercer acto de la Justicia de Dios. También aquí, en el reino mismo de la Justicia, vence la Misericordia. Santo Tomás enseña: “Dar o castigar más allá de la pena sería injusto; si al dar la pena debida a la culpa, el misericordioso Amor divino quiere superar lo estrictamente debido o la estricta Justicia, lo puede hacer absolviendo la pena y perdonando. En efecto, ‘per/donar’ significa dar o donar más allá de lo que se debería; por tanto, absolver el pecado significa hacer un don gratuito y esta es la obra de la Misericordia” (S. Th., I, q. 21, a. 3, ad 2). El derecho a perdonar (Misericordia) no es contrario al derecho a castigar (Justicia), no lo restringe, no le es contrario, sino que lo supera y aumenta. Por ejemplo, el Soberano o el Jefe de Estado tiene el derecho no solo a castigar a los reos, sino también de indultarlos. En efecto, quien legítimamente inflige la pena puede también absolverla. El derecho a perdonar y a hacer Misericordia es una de las prerrogativas más nobles del Juez supremo, en el cual se manifiesta más su gloria y su bondad (S. Th., III, q. 46, a. 2, ad 3).
Para poner un ejemplo, el Buen Ladrón (San Dimas) se reconoció justamente condenado a muerte por sus crímenes. No podía encontrar gracia ante los Romanos que lo habían condenado, pero pudo hacer un último recurso, no estando fijado en el mal, por tanto apeló a la Misericordia divina, le pidió perdón, murió en gracia de Dios y Jesús le dijo: “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”.
Muchas veces Dios concede a los pecadores innumerables gracias que les conducen a arrepentirse.
El pecado de Lucifer y el error modernista sobre la gracia debida a la naturaleza
Santo Tomás, hablando del pecado de Lucifer (S. Th., I, q. 63, a. 3), enseña que fue un pecado de Naturalismo y de orgullo. En efecto: “El Ángel se volvió malo, ya que deseó ser semejante a Dios, o sea, bastarse a sí mismo (A se / Aseitas) y no depender de ningún otro (ab alio / abalietas), ya que quiso como fin último suyo y bienaventuranza suya solo lo que podía alcanzar en Virtud de sus fuerzas preternaturales angélicas, rechazando la bienaventuranza sobrenatural, que viene solo del don y de la gracia de Dios”.
Henri de Lubac (Le surnaturel, Paris, Aubier, 1946) y los demás cabecillas de la “Nueva Teología” o Neomodernismo condenados por Pío XII en la Encíclica Humani generis (12 de agosto de 1950), retomando el antiguo error del Modernismo clásico condenado por San Pío X en la Encíclica Pascendi (8 de septiembre de 1907), consideraban que la gracia es debida en estricta justicia a la naturaleza humana. Según ellos, por el solo hecho de existir, el hombre tenía derecho a recibir la gracia; por tanto, Dios debía darla al hombre según Justicia y no por pura Misericordia. Como se ve, los modernistas, análogamente a Lucifer, rechazan la doctrina católica sobre la gratuidad del orden sobrenatural como don gratuito de la Misericordia divina, pero este es el mismo orgullo del espíritu que empujó a Lucifer, el cual se negó a dejarse elevar al orden sobrenatural por Dios, mediante la gracias santificante, que le habría dado una participación finita pero real en la misma Naturaleza de Dios. El Ángel rebelde quiso permanecer en su orden preternatural (superior al puramente natural del hombre, pero inferior al sobrenatural que es solo de Dios) de manera que debiera dárse las gracias solo a sí mismo y no a otros, ni siquiera a Dios. En resumen, el Ángel decaído aspiraba a la Aseidad, o sea, a aquel atributo que corresponde solo a Dios, ya que consiste en no recibir el ser de otro (Ab alio), sino en ser su mismo ser por su propia esencia (“Ego sum qui sum”, Ex., III, 5). Ser ab alio caracteriza a toda creatura, incluso al Ángel, que fue creado por Dios y recibe el ser de Dios, pero desgraciadamente algunos Ángeles rebeldes, capitaneados por Lucifer, no quisieron aceptar el don de Dios para no deber depender de Él en cuanto al orden sobrenatural de la gracia santificante y quisieron permanecer solo en el nivel preternatural, gritando: “Non serviam! / ¡No obedeceré!”. La independencia absoluta es el vicio que caracteriza al Liberalismo, al Naturalismo, al Racionalismo y al Modernismo. Léase el hermoso artículo del Dictionnaire Apologetique de la Foi Catholique, voz “Immanence”, col. 585 ss. y el también hermoso del padre Cornelio Fabro en la Enciclopedia Cattolica, vol. VI, coll. 1667 ss., voz “Immanentismo”, que demuestran irrefutablemente cómo el inmanentismo modernista coincide con el deseo de independencia absoluta de Lucifer.
Reginaldo
(Traducido por Marianus el eremita)