Nota del director: A lo largo de los años, Robert Morlino, obispo de Madison ha confirmado a varios hijos míos según el rito tradicional, y su diócesis ha sido un refugio para muchas familias católicas desplazadas y desilusionadas. Lógicamente, no estamos de acuerdo en todo, pero su fe y su celo pastoral han sido para nosotros una luz en las tinieblas y prueba de que Dios no nos ha dejado huérfanos. Y ahora, por fin, tenemos a un obispo con valor para agarrar al toro por los cuernos y decir sin pelos en la lengua quién es el enemigo. Y lo ha hecho en un momento en que es objeto de feroces ataques y acusado de odio por defender la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio. Ataques que, por cierto, nos motivaron a los que hacemos The Remnant a defender al obispo Morlino el año pasado.
¡Esto es un obispo valiente! En nuestra opinión, en medio del mayor escándalo sexual en la historia del clero, todo obispo del país debería hacer lo mismo que ha hecho Morlino: publicar una declaración de fidelidad a la teología moral de la Iglesia, en concreto a su doctrina relativa al pecado mortal que constituyen los actos homosexuales. Es innegable que hacerlo los prelados se harán blanco de las iras de los enemigos de la Iglesia. Es innegable que los crucificarán en los medios. Pero también cumplirán su sagrado deber para con Dios al tranquilizar a su escandalizada y horrorizada grey demostrándoles que están entregados en cuerpo y alma a defender y hacer valer la doctrina moral de la Iglesia cuándo ésta es objeto de graves ofensivas desde dentro. Es lo menos que pueden hacer. Morlino ya lo ha hecho, y exigimos respetuosamente al resto de los obispos de EE.UU. imiten su ejemplo para no ser cómplices de los pastores degenerados e incluso delictivos cuya perfidia y viciosa conducta ocupa en estos momentos tanto espacio en los noticieros. Que Dios bendiga y guarde a monseñor Roberto Morlino. — Michael Matt
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Carta de monseñor Robert Morlino a los fieles sobre la actual crisis de abusos sexuales en la Iglesia
18 de agosto de 2018
Queridos hermanos en Cristo de la diócesis de Madison:
En las últimas semanas hemos asistido a numerosos escándalos, iras justificadas y pedidos de soluciones y de que se tomen medidas por parte de muchos católicos tanto aquí en EE.UU. como en otros países, dirigidos a la jerarquía eclesiástica, a raíz de los pecados sexuales cometidos por sacerdotes, obispos y hasta cardenales. Objeto de mayor cólera aún son, y con toda razón, quienes con su complicidad han impedido que salgan a la luz tan graves pecados.
Por mi parte –y sé que no estoy solo–, estoy cansado de estas cosas. Estoy cansado de que muchos sufran agravios, ¡grandes agravios! Estoy cansado de que se oculte la verdad. Y, habiendo intentado, a pesar de mis muchas imperfecciones, entregar la vida a Cristo y a la Iglesia, estoy cansado de que incumplan habitualmente sus sagrados deberes aquellos a quienes el Señor ha confiado la tremenda obligación de velar por su pueblo.
Los casos que han aflorado y han sido expuestos con lujo de desagradables detalles en torno a algunos sacerdotes, religiosos y ya hasta de algunos que ocupan los puestos más altos en la jerarquía son para revolver el estómago. Al enterarse de algunos de esos casos dan, sin exagerar, ganas de vomitar. Pero el asco que siento personalmente ante esos casos cobra perspectiva rápidamente cuando recuerdo que muchos han tenido que sufrirlos durante años. Para ellos son algo más que un reportaje periodístico; son una realidad. Me dirijo a ellos y les expreso mi pesar por lo que han sufrido y siguen sufriendo en su mente y su corazón.
Si todavía no lo han hecho, les ruego que, por mucho que les cueste, busquen ayuda para iniciar el proceso de curación. Y si les ha hecho daño algún sacerdote de nuestra diócesis, los animo a dar el paso de presentar una denuncia a las autoridades y a nuestra coordinadora de asistencia a las víctimas a fin de que podamos empezar, junto con usted personalmente, a intentar reparar el daño en la medida de lo posible.
No hay nada de bueno en esos casos. Esos actos, cometidos por más de uno, sólo se pueden catalogar de malos; son males que claman pidiendo justicia y pecados que hay que eliminar de la Iglesia.
He tenido tentaciones de desesperar al saber de la depravación de esos pecadores en el seno de la Iglesia. ¿Por qué? La realidad del pecado –incluido el pecado interno en la Iglesia– no tiene nada de nuevo. Somos una Iglesia compuesta de pecadores, pero somos pecadores llamados a la santidad. ¿Qué hay, pues, de nuevo? Lo novedoso es que al parecer hay en la Iglesia quienes aceptan el pecado, y que algunos procuran ocultar pecados propios y ajenos. Hasta que no nos tomemos en serio la llamada a la santidad, tanto a nivel institucional como personal, seguiremos pagando las consecuencias del salario del pecado.
Llevamos demasiado tiempo minimizando la realidad del pecado. No hemos querido llamarlo pecado, y hemos excusado el pecado en nombre de la misericordia. Hemos querido abrirnos tanto al mundo que de muy buena gana hemos querido abandonar el Camino, la Verdad y la Vida. Por no querer ofender, nos ofrecemos a nosotros mismos y ofrecemos a los demás satisfacciones y consuelos humanos.
¿Por qué lo hacemos? ¿Por un vivo deseo de manifestar un desencaminado sentido de pastoralidad? ¿Hemos ocultado la verdad por miedo? ¿Tenemos miedo de no agradar a la gente del mundo? ¿O de que nos tilden de hipócritas porque no nos esforzamos incansablemente por alcanzar la santidad?
Puede que sean esos los motivos, pero es posible que la realidad sea más compleja. Al final, las excusas son lo de menos. Es preciso acabar con el pecado. Hay que desarraigarlo y volver a considerarlo inaceptable. ¿Amar al pecador? Claro. ¿Aceptar el arrepentimiento sincero? Por supuesto. Pero no digamos que el pecado está bien. Y no queramos hacer ver que una grave violación de las exigencias del cargo y de la confianza puesta en nosotros no tiene consecuencias graves y duraderas.
Para la Iglesia, la crisis que afrontamos no se limita sólo a al caso McCarrick, ni al informe del gran jurado de Pennsylvania, ni a nada parecido que pueda pasar. La crisis más honda de la que es necesario ocuparse es la rienda suelta que se ha dado al pecado por parte de personas de todos los niveles en la Iglesia. Ha llegado a sentirse cierta comodidad con la situación de pecado que empapa la enseñanza, la predicación, la toma de decisiones y hasta nuestra forma misma de vida.
Si me lo permiten, les diré que la Iglesia necesita ahora es más odio del mal! Como ya dije, Santo Tomás de Aquino afirmó el odio al mal es propio de la virtud de la caridad. Dice el libro de los Proverbios: «Verdad proclama mi boca, y mis labios abominan la maldad» (Pro. 8,7). Abominar el pecado y exhortar al prójimo a apartarse de él es una obra de caridad.
No debe quedar lugar ni espacio para acoger el pecado. Ni en nuestra vida ni en la de la sociedad en que vivimos. Para ser refugio de pecadores (lo que debemos ser), la Iglesia tiene que ser un lugar al que puedan acudir para reconciliarse. Me refiero a todos los pecados. Pero para ser claros, en el caso de las situaciones concretas que enfrentamos, hablamos de comportamientos sexuales desviados –en su mayor parte exclusivamente homosexuales– realizados por sacerdotes. Hablamos también de propuestas y abusos homosexuales cometidos contra seminaristas y sacerdotes jóvenes por parte de sacerdotes, obispos y cardenales poderosos. Hablamos de actos que no sólo vulneran los votos sagrados de algunos –en resumidas cuentas, lo que se llama sacrilegio–, sino también de infracciones de la ley moral natural. Llamarlo de otra manera sería engañar y seguir desentendiéndose del problema.
Se ha hecho un gran esfuerzo por separar los actos homosexuales –en la actualidad culturalmente aceptables– de los actos pedófilos –públicamente deplorables–. Dicho de otro modo: hasta hace poco se presentaban estas lacras de la Iglesia como meros casos de pedofilia, a pesar de que las pruebas señalaban claramente todo lo contrario. Es hora de llamar a las cosas por su nombre: hay las dos cosas, y hay más. Caer en la trampa de diseccionar los problemas en base a lo que podría ser socialmente aceptable es olvidar que la Iglesia jamás ha considerado aceptable NADA DE ESO; ni los abusos a menores, ni el uso extramarital de la sexualidad, ni el pecado de sodomía ni que los clérigos participen en la menor relación sexual, ni los abusos y coacciones por parte de quienes ejercen la autoridad.
A respecto de esto último, habría que mencionar en particular el caso más sonadamente escandoloso, que afecta a alguien con un cargo más elevado: las acusaciones de pecados sexuales, abusos sexuales y abuso de autoridad contra el ex cardenal Theodore McCarrick (antes objeto de frecuentes rumores, ahora muy notorios). Los documentadísimos detalles de este caso han causado grave y vergonzoso escándalo, como todo encubrimiento de actos tan espeluznantes por parte de otras autoridades eclesiásticas que estaban enteradas y se basan en pruebas fehacientes.
Si bien las verosímiles acusaciones de abusos sexuales a menores cometidas por el arzobispo McCarrick han sacado a la luz toda una serie de cuestiones,durante mucho tiempo no se hizo caso de los abusos de autoridad que cometió para satisfacer apetitos homosexuales.
Es hora de reconocer que hay una subcultura homosexual al interior de la jerarquía católica que está causando estragos en la viña del Señor. La doctrina de la Iglesia es clara: las tendencias homosexuales en sí no son pecado, pero son intrínsecamente desordenadas de tal modo que el hombre que las padece está inhabilitado para ejercer el sacerdocio. Y la decisión de poner por obra esa desordenada inclinación es un pecado tan grave que clama al Cielo, que pide venganza, y más cuando supone cebarse en los jóvenes o los más vulnerables. Tal impiedad debe odiarse con odio implacable. La propia caridad cristiana exige odiar la maldad tanto como amar el bien. Eso sí, al odiar el pecado no se deba jamás odiar al pecador, que está llamado a la conversión, a la penitencia y a renovar la comunión con Cristo y su Iglesia mediante la inagotable misericordia de Dios.
Por otra parte, sin embargo, el amor y la misericordia que se nos pide tener aún con los mayores pecadores no excluye que tengan que dar cuenta de sus actos y pagar con un castigo proporcionado a la gravedad de la falta cometida. Es más, el castigo justo es una importante obra de amor y misericordia, ya que aunque primeramente cumple una función retributiva por la falta cometida, brinda también al culpable la oportunidad de expiar sus pecados en esta vida (si acepta de buen grado el castigo), librándose así de peores castigos en la otra vida. Motivado, pues, por el amor y el desvelo por las almas, me incluyo entre quienes piden justicia y que se castigue a los culpables.
Los pecados y delitos de McCarrick, y de muchísimos otros en la Iglesia, acarrean suspicacias y desconfianza hacia muchos sacerdotes, obispos y cardenales buenos y virtuosos, así como hacia muchos seminarios buenos y respetables y muchos seminaristas fieles y santos. En el primero de los casos, el resultado de esa desconfianza perjudica a la Iglesia y la excelente obra que realizamos en nombre de Cristo. Hace que otros pequen de pensamiento, palabra y obra, ajustándose a la mismísima definición de escándalo. Y la segunda forma de desconfianza perjudica al futuro de la Iglesia al poner en peligro a nuestros futuros sacerdotes.
Dije que tenía tentaciones de desesperar. Pero gracias a Dios esa tentación no duró. Por grave que sea el problema, sabemos que se nos pide avanzar con fe, contando con las promesas de Dios, y esforzarnos por dejar la mayor huella posible dentro de nuestra esfera particular de influencia.
Hace poco tuve la oportunidad de hablar directamente con nuestros seminaristas de estas cuestiones tan acuciantes, y he comenzado a hablar y seguiré haciéndolo con los sacerdotes de la diócesis, así como los fieles, tanto personalmente como en mi columna semanal y en las homilías, aclarándolo todo lo más posible desde mi perspectiva. A continuación, ofrezco unas reflexiones a los miembros de mi grey:
En primer lugar, debemos seguir edificando la buena obra que hemos realizado para proteger a la juventud y a los vulnerables de nuestra diócesis. Es una obra en la que no podemos cejar en cuanto a vigilancia y en nuestro empeño por mejorar. Debemos perseverar en nuestra labor educativa para todos y mantener las normas eficaces que se han puesto en práctica, exigiendo evaluaciones psicológicas de todos los aspirantes al sacerdocio, así como evaluaciones generales de los antecedentes de todos cuantos realicen un apostolado con menores o personas vulnerables.
Reitero, como hacemos constantemente, que si alguien tiene noticia de algún delito de abuso de menores en la Iglesia presente la denuncia. Si necesita ayuda para dirigirse a las autoridades policiales o judiciales, hable con nuestra coordinadora de asistencia a las víctimas, y le facilitará los mejores medios. Si alguien ha sido víctima de abusos desde la niñez, lo animamos a dirigirse primero a las autoridades pertinentes, y si no desea hacerlo, le rogamos que de todos modos se comunique con nosotros.
A nuestros seminaristas: Si son objeto de propuestas deshonestas, abusos o amenazas (por parte de quién sea), o si son testigos de primera mano de comportamientos indecentes, infórmennos de ello a mí y al rector del seminario, y me ocuparé con rapidez y energía del asunto. No estoy dispuesto a tolerar nada de eso en mi diócesis ni en ningún lugar adonde envíe a alguien para formarse. Confío en que los seminarios que escojo, con mucho discernimiento, formen a nuestros jóvenes y no cierren los ojos ante conductas tan escandalosas, y seguiré verificando que se cumplen estas expectativas.
A nuestros sacerdotes: Sencillamente, sean fieles en su vida a las promesas que hicieron el día de su ordenación. Se los ha llamado a servir al pueblo de Dios, lo cual empieza por rezar a diario la Liturgia de las Horas. Esto tiene por objeto mantenerlos muy unidos a Dios. Por añadidura, prometieron obedecer y guardar lealtad a su obispo. En cuanto a obediencia, esfuércense por vivir como sacerdotes santos, sacerdotes laboriosos, y sacerdotes puros y alegre felices , según el propio Cristo los llamó. Y, por extensión, vivan con castidad el celibato para que puedan entregar de lleno su vida a Cristo, a la Iglesia y al pueblo al que Dios los ha llamado a servir. Él les dará las fuerzas para ello. Pídanle cada día y a lo largo del la ayuda que necesitan. Y son objeto de propuestas indecentes, abusos o amenazas (por parte de quién sea), o si presencian algún comportamiento deshonesto, notifíquenmelo. No los toleraré en mi diócesis ni en mis seminarios.
A los fieles de la diócesis: Si alguno de ustedes es víctima del menor abuso por parte de un sacerdote, obispo, cardenal o cualquier otro servidor de la Iglesia, delo a conocer, que se tomarán medidas pronto y con justicia. Si ha sido testigo personal de alguna proposición indecente o abuso sexual, delo también a conocer. Tales acciones son pecado y causa de escándalo, y no podemos consentir que nadie se aproveche de su cargo o su autoridad para abusar de otros. Como dije, estos actos no sólo perjudican a personas concretas sino al mismo Cuerpo Místico de Cristo, su Iglesia.
Es más, añado mi nombre a los que piden reformas auténticas y permanentes en el episcopado, el sacerdocio, las parroquias, colegios, universidades y seminarios para erradicar y pedir cuentas a todo predador sexual o cómplice de sus actos.
Exijo a los sacerdotes de la diócesis que sean fieles a su promesa de vivir un celibato casto para ustedes y para sus parroquias. Se tomarán las medidas pertinentes en caso de se pruebe su incumplimiento.
Del mismo modo, exigiré a todo joven aspirante al sacerdocio de nuestra diócesis que viva en un casto celibato como parte de su formación sacerdotal. El incumplimiento de esta norma conllevará la pérdida la beca facilitada por la diócesis.
Seguiré exigiendo (con nuestros sacerdotes y nuestro dinero) que todos nuestros seminarios velen por que los seminaristas estén a salvo de asaltos sexuales y haya un ambiente propicio para su formación integral como sacerdotes a imagen de Cristo.
Pido a los fieles de la diócesis que presten su colaboración para que nos mantengamos firmes en nuestro deber ante las autoridades civiles, los fieles de a pie y Dios Todopoderoso, no sólo para que los menores y los jóvenes estén a salvo de agresiones sexuales en la Iglesia, sino también nuestros seminaristas, universitarios y fieles en general. Prometo conceder a toda víctima y a sus sufrimientos prioridad sobre la reputación personal y profesional de todo sacerdote o persona que trabaje para la Iglesia que sea culpable e abuso.
Pido a todos los lectores de esta carta que recen. Rueguen con fervor por la Iglesia y por todos sus ministros. Rueguen por nuestros seminaristas. Y rueguen por ustedes mismos y por sus familias. Todos debemos esforzarnos a diario por alcanzar la santidad y por ser exigentes con nosotros mismos, y a su vez, serlo con nuestros hermanos.
Por último, pido a todos que nos acompañen a todo el clero de Madison y a mí en actos públicos y privados de reparación ante el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María por todos los pecados de perversión sexual cometidos por miembros del clero o del episcopado. El viernes 14 de septiembre, fiesta del Triunfo de la Santa Cruz, celebraré una Misa pública de reparación en Holy Name Heights. Pido asimismo a todos los sacerdotes, religiosos y empleados de la diócesis que las próximas témporas de otoño (19, 21 y 22 de septiembre) las observen conmigo como días de ayuno y abstinencia en reparación por los pecados y atrocidades cometidos por miembros del clero y el episcopado, e invito a todos los fieles a hacerlo también. Hay pecados que, como los demonios, sólo se pueden erradicar con oración y ayuno.
El objeto de la presente carta y de estas declaraciones y promesas no es enumerar todo lo que podemos hacer y tenemos que hacer en la Iglesia para iniciar el proceso de curación y mantener alejado este grave mal, sino las medidas que considero que podemos tomar a nivel local.
Por encima de todo, tenemos que dejar de aceptar el pecado y el mal en nuestra Iglesia. Debemos expulsar el pecado de nuestra vida y correr en pos de la santidad. No podemos quedarnos callados ante el pecado y el mal que reinan en nuestra familia y nuestra sociedad, y es preciso exigir a nuestros pastores –entre los que me incluyo– que se esfuercen día tras día por alcanzar la santidad. Y hay que hacerlo siempre con respeto a las personas pero entendiendo claramente que sin la verdad nunca puede haber verdadera caridad.
Como dije, en este momento hay mucha ira y mucho passion justificadas en muchos seglares y sacerdotes fieles y santos de todo el país que piden reformas de verdad y una limpieza a fondo de tanta depravación. Estoy con ellos. Ignoro cómo se irán desarrollando los acontecimientos a nivel nacional e internacional. Pero también sé –y con ello hago mi última declaración y promesa– que «Yo y mi casa serviremos a Yahvé».
Cordialmente en el Señor,
Reverendísimo Robert C. Morlino
Obispo de Madison
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)