Athanasius Schneider, obispo auxiliar de Astaná (Kazajistán), ha asumido un destacado papel en lo que se refiere a afirmar asserting la enseñanza moral de la Iglesia en lo referente a diversas interpretaciones del capítulo 8 de Amoris Laetitia, el documento del papa Francisco sobre el Sínodo de la Familia, que según sostienen algunos está socavando la fe y la moral.
El pasado 31 de diciembre dio a conocer junto con otros tres obispos kazajos una Profesión de las verdades inmutables a respecto del matrimonio sacramental, en la que afirman que la interpretación que hacen algunos prelados del mencionado capítulo, en particular en lo que se refiere a permitir que divorciados vueltos a casar que no guardan la continencia reciban la Sagrada Comunión, está causando una confusión generalizada, propagará la plaga del divorcio y es ajena a la fe y a la entera Tradición de la Iglesia.
Los prelados, a los que desde entonces se han adherido cinco obispos más, reiteraron la indisolubilidad del vínculo matrimonial, y argumentaron que tales interpretaciones del capítulo 8 equivalen a «una especie de introducción del divorcio en la Iglesia».
Monseñor Schneider, que se crió en el régimen soviético perseguidor de la Iglesia, adquirió una profunda devoción a la Eucaristía, y es muy conocido por el fervor con que defiende la verdad de la fe frente al creciente relativismo moral.
Nació en 1961 en el Kirguizistán soviético, hijo de padres alemanes, y descubrió su vocación sacerdotal a los doce años, profesando en la orden de los Canónigos Regulares de la Santa Cruz de Coímbra a la edad de 20 años. Se ordenó en Brasil en 1990, se doctoró en patrística y más tarde fue destinado a Kazajistán para ayudar en la fundación de un seminario. Benedicto XVI lo nombró obispo auxiliar de la diócesis de Karagandá in 2006. Posteriormente fue creado obispo auxiliar de Astaná en 2011.
En la mencionada entrevista del 11 de enero, monseñor Schneider habla en detalle de su devoción a Jesús Sacramentado, explica por qué se opone con tanta energía a la recepción de la Comunión en la mano, y habla de la crisis actual de la Iglesia, que ve ante todo como una «negación practica de lo sobrernatural» que tiene su raíz en que se ha puesto al hombre en lugar de Dios en el centro de la vida de la Iglesia y de la liturgia.
Vuestra Excelencia ha escrito mucho sobre la Eucaristía, en particular en su libro Dominus Est. ¿Qué lo motivo a escribirlo?
Escribí ese libro motivado por el lamentable fenómeno de la comunión en la mano, costumbre que palmaria e innegablemente origina una banalización del Santísimo Sacramento. Banalización que roza la profanación y que tiene lugar a la vista de todo el mundo en la amplia mayoría de las iglesias católicas de todos los países, con excepción de unas pocas diócesis y regiones. Se ha demostrado que dicha costumbre jamás existió en la Iglesia Católica, y no tiene nada que ver con costumbres análogas de los primeros siglos. Hay que poner al descubierto ese mito, esa falsificación. En realidad, esta costumbre moderna, con sus gestos concretos se inventó en comunidades calvinistas, y ni siquiera existía en la tradición luterana.
Otras causas secundarias que me motivaron a escribir el libro fueron dos experiencias inolvidables que he tenido en la vida: cuando en 1973 mi familia salió de la Unión Soviética –vivíamos en Estonia–, nuestro párroco, el R.P. Janis Pavlovskis, de la Orden de los Frailes Menores Capuchinos, confesor que padeció en los gulags estalinistas, nos dijo: «Cuando vayáis a Alemania, por lo que más queráis, no vayáis a iglesias en que den la comunión en la mano.» Mis padres, mis tres hermanos y yo (éramos adolescentes) nos miramos unos a otros y quedamos hondamente escandalizados, y mis padres exclamaron: «¡Qué horror!» Ninguno podíamos imaginar que al Señor Sacramentado, al Santísimo, se lo pudiera tratar de una forma tan trivial, y prometimos a nuestro santo cura confesor que no entraríamos en iglesias así. Cuando llegamos a Alemania, mis padres procuraron evitar las iglesias en que se administraba la Sagrada Comunión en la mano.
Pero en la ciudad alemana en que vivíamos, y en los alrededores, se daba por todas partes la Comunión en la mano. Cuando volvimos un día a casa después de la Misa dominical, mi madre nos dijo con lágrimas en los ojos: «¡Hijos míos, no puedo entender que la gente trate tan terriblemente a Nuestro Señor!» Desde que tenía doce años llevo en mi alma ese dolor, y no entiendo que se pueda tratar tan descuidadamente a Nuestro Señor. La amonestación del sacerdote mártir del que recibí la primera comunión, las lágrimas de mi madre y mi experiencia personal me instaron a escribir ese libro a fin de levantar una voz en defensa del Señor Sacramentado, que en nuestros tiempos se ha vuelto el más pobre, el más frágil y el más indefenso en la Hostia consagrada.
¿En qué medida influyó en su fe vivir sometido a un régimen comunista?
La fe católica sólo podía transmitirse en familia, a través de los padres y los abuelos. Nos inculcaron la fe católica diáfana, concreta y hermosa de todos los tiempos, la que ellos mismos habían heredado de sus padres y sus abuelos. En medio de un mundo hostil que perseguía la fe cristiana y la escarnecía en público, los hogares católicos fueron una especie de catacumba con una fe viva. Para mí fue una experiencia inolvidable: las oraciones diarias en familia, las oraciones del domingo sin sacerdote, todo a puerta cerrada y con las cortinas corridas.
Tuvimos que vivir varios años sin la posibilidad de oír la Santa Misa ni confesar, porque los sacerdotes estaban en la cárcel o en el exilio. Pero cada día ansiábamos la Sagrada comunión, y hacíamos actos de contrición con frecuencia. Sentíamos la presencia frecuente del Señor colmándonos de sus gracias aun a falta de sacerdote. Y cuando por fin llegó inesperadamente y en secreto un sacerdote, nos confesó y celebró la Santa Misa, fue un verdadero banquete que nos brindó mucha fortaleza y alegría. Cuando ya me ordené y estudiaba en Roma en los años noventa, mi madre me llamó un día de Alemania y me dijo llorando desconsoladamente: «Estoy harta de asistir a misas irreverentes e insulsas. Preferiría volver a la Iglesia clandestina de la época comunista, porque las misas eran reverentes y los sacerdotes santos.»
En general, ¿cuál son sus mayores preocupaciones por la Iglesia actual, sobre todo en Occidente? Algunos católicos ponen en tela de juicio el Concilio Vaticano II, o más bien la forma en que se ha interpretado. A su modo de ver, ¿está ahí la raíz de la crisis?
Mi mayor preocupación por lo que respecta a la Iglesia actual es que se está dando a gran escala –y ya había empezado con el Concilio Vaticano II– una acomodación al mundo, contra la que nos habían advertido los Apóstoles y los Padres de la Iglesia: «No os acomodéis a este siglo» (Romanos 12,2). Desde el Concilio Vaticano II hay una clara tendencia a agradar al mundo. Cuando los clérigos empiezan a complacer al mundo corren peligro de convertirse en falsos profetas, de los que dijo el apóstol San Juan: «Ellos son del mundo; por eso hablan según el mundo, y el mundo los escucha.» (1ª de Juan 4,5). El deseo de hablar como le gusta al mundo, o para ganarse las simpatías del mundo, o para no ser marginado o perseguido por el mundo, se revela en realidad como una especie de complejo de inferioridad.
El mayor peligro espiritual de la Iglesia de hoy se manifiesta en el antropocentrismo, y el antropocentrismo es el paso decisivo hacia la idolatría. El antropocentrismo en la vida de la Iglesia se manifiesta principalmente y de un modo muy visible en la renovación de la liturgia después del Concilio (aunque la práctica de la liturgia reformada se oponga a las propias intenciones de los padres del Concilio y no se ajuste al texto de Sacrosanctum Concilium). El espíritu del mundo y el antropocentrismo manifiestan naturalismo. Casi siempre es una negación teórica y siempre práctica de lo sobrenatural. El debilitamiento o negación práctica del mundo sobrenatural, el mundo de la fe y la gracia divina, da inevitablemente lugar al primado de un activismo artificial, la herejía del activismo, una especie de neopelagianismo y doctrinas artificiales, y eso es gnosticismo. La vida de la Iglesia actual está gravemente herida por el naturalismo, o sea, por el neopelagianismo y el neognosticismo.
¿Cómo le gustaría, en líneas generales, ver reformada la Iglesia?
El remedio es superar el complejo de inferioridad hacia el mundo, poner de verdad a Cristo en el centro de cada detalle de la liturgia de la Misa, proclamar a Cristo verdaderamente encarnado, Cristo crucificado, Cristo viviente y reinante en su Divina Majestad oculta en la Eucaristía, Cristo Rey de todo hombre y toda sociedad humana. El clero, en particular los prelados y sacerdotes, tiene que volver a adoptar el método de los Apóstoles: la primacía de la oración (y la oración por excelencia es la liturgia de la Santa Misa) y el ministerio de la Palabra, o sea, la proclamación intrépida de la exclusividad de Cristo como único Salvador de la humanidad, teniendo presentes las palabras de los Apóstoles: «Nosotros, empero, perseveraremos en el oración y en el ministerio de la Palabra» (Hch. 6,4). La promoción de las familias numerosas católicas y la formación de sacerdotes ardientes, virtuosos y piadosos con el espíritu de los apóstoles son medios muy concretos y eficaces para poner obra una reforma en la vida.
¿Por qué firmó la profesión de fe sobre el matrimonio sacramental? ¿Tiene por objeto ese documento corregir al papa Francisco? ¿Qué les diría a los que consideran que el mencionado documento es causa de división?
La divulgación de normas pastorales que permiten que en casos individuales se pueda recibir la Sagrada Comunión cuando se vive de modo habitual e intencionado more uxorio [es decir, manteniendo relaciones sexuales] con una persona que no es el legítimo cónyuge, es causa de considerable y creciente confusión entre los fieles y el clero. Una confusión que alcanza las manifestaciones centrales de la vida de la Iglesia, como el matrimonio sacramental y la Santísima Eucaristía. Dado que dichas normas han sido aprobadas incluso por el papa Francisco, somos conscientes de la grave responsabilidad y del deber que tenemos para con los fieles, que esperan que hagamos una profesión pública e inequívoca de las verdades y la disciplina inmutable de la Iglesia en lo tocante a la indisolubilidad del vínculo conyugal.
Cuando hay un peligro espiritual común en la vida de la Iglesia, los obispos tienen la obligación de alzar la voz. De lo contrario, serían cómplices del error. El cargo de papa no es el de un dictador sobre el que nadie se atreva a expresar ni en público ni en privado una inquietud bien fundada. Los obispos son hermanos y compañeros del Papa. Cristo advirtió en particular a San Pedro, su vicario en la Tierra, que evitara comportarse con los demás hermanos en el ministerio apostólico de un modo que es típico en los poderosos de este mundo: «Los jefes de los pueblos, como sabéis, les hacen sentir su dominación, y los grandes su poder. No será así entre vosotros» (Mateo 20,25-26). Nuestro acto público de profesión de verdades tiene como fin ser una verdadera ayuda al Papa, para que tanto él como toda la Iglesia con todos los prelados y los fieles, reflexione seriamente una vez más sobre el peligro de las mencionadas normas pastorales, que debilitan innegablemente el testimonio sin concesiones de la Iglesia sobre la indisolubilidad conyugal, así como en el deber de la Iglesia de evitar la menor sombra de duda en cuanto a lo que supone la colaboración en la práctica con la difusión de la plaga del divorcio.
Tenemos la sincera convicción de que la historia nos dará la razón, y de que el propio Sumo Pontífice nos lo agradecerá cuando comparezca ante el juicio de Cristo. Quienes promueven en la Iglesia una práctica sacramental que en la práctica aprueba el divorcio –aunque sea de modo indirecto y en casos particulares– crea división y aparta de la palabra de Cristo y de la bimilenaria costumbre de la Iglesia. Durante dos mil años, la Iglesia ha prohibido siempre, en todas partes y sin ambigüedad que se reciba la Sagrada Comunión cuando se vive more uxorio con una persona que no es el legítimo cónyuge y que declara públicamente tal unión extraconyugal sin intención firme de poner fin a dichas relaciones sexuales. Como esta práctica universal de la Iglesia afecta un punto esencial de los sacramentos, debe considerare irreformable.
(Fuente: NCRegister. Traducido por J.E.F para Adelante la Fe)