Müller: «La secularización de la Iglesia es la causa de la crisis y no su solución»

Documento del cardenal Müller sobre el Sínodo de la Amazonía y el proceso sinodal en Alemania

El cardenal Gerhard Ludwig Müller, el que fuera prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha vuelto a publicar otro documento sobre el sínodo de la Amazonía, como hiciera el pasado 16 de julio. En este caso también se pronuncia sobre el camino sinodal de la Iglesia alemana.

El documento, como viene siendo habitual, es publicado en primicia por InfoVaticana en consorcio con otros medios de todo el mundo como LifeSiteNews o La Bussola.

«Y NO OS AMOLDÉIS A ESTE MUNDO, SINO TRANSFORMAOS POR LA RENOVACIÓN DE LA MENTE»

(ROM 12, 2)

SOBRE EL PROCESO SINODAL EN ALEMANIA Y EL SÍNODO DE LA AMAZONÍA

POR EL CARDENAL GERHARD MÜLLER

1La secularización de la Iglesia es la causa de la crisis y no su solución

Quien cree que «Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25), no puede sino quedarse consternado ante las últimas noticias procedentes de Alemania, a saber: en 2018 más de 216.000 Católicos abandonaron su hogar espiritual de manera explícita, dando la espalda bruscamente a su madre en la fe. Los motivos de cada una de las personas que era miembro del Cuerpo eclesial de Cristo a través del bautismo son tan variados como numerosos son los seres humanos. Es evidente que una gran parte de ellos abandona la Iglesia con el mismo estado de ánimo con el que una persona se sale de una organización secular o abandona su partido político, del que se siente cada vez más alejado o porque este le ha decepcionado. Ni siquiera son conscientes -o tal vez nunca se les ha dicho- que la Iglesia, aunque formada por hombres falibles incluso en sus niveles más altos, es, en su esencia y mandato, una institución divina. Porque Cristo estableció Su Iglesia como Sacramento de Salvación del mundo, como «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen Gentiumn. 1).

El autor de la Epístola a los Hebreos es muy consciente de la dificultad pastoral: «Pues a quienes fueron iluminados de una vez para siempre, gustaron el don celeste, participaron del Espíritu Santo, saborearon la palabra buena de Dios y los prodigios del mundo futuro, y, a pesar de todo, apostataron, es imposible renovarlos otra vez llevándolos al arrepentimiento, crucificando de nuevo al Hijo de Dios y exponiéndolo al escarnio» (Heb 6, 4-6).

La razón principal para abandonar la Iglesia sin sentir que están pecando gravemente contra el amor de Cristo Redentor y, por consiguiente, poniendo en peligro la propia salvación eterna, es la idea de que la Iglesia es una asociación secular. No saben nada sobre el hecho de que una Iglesia Peregrina es necesaria para la salvación e indispensable para todos los que han entrado en la fe católica. «No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia «en cuerpo», mas no «en corazón»» (Lumen Gentium, n. 14).

Esta crisis ocasionada por una salida masiva de la Iglesia y por el declive de la vida eclesial (baja participación en la misa, pocos bautismos y confirmaciones, seminarios vacíos, desaparición de monasterios) no puede superarse mediante una mayor secularización y autosecularización de la Iglesia. La gente no volverá a la comunidad salvífica de Cristo, o participará en la Divina Liturgia y los Sacramentos porque un obispo sea amable y alentador -cercano a la gente y siempre dispuesto a expresar banalidades-; lo hará, volverá, porque reconoce su verdadero valor como medio de Gracia. Si la Iglesia intenta legitimarse ante un mundo descristianizado de una manera secular presentándose como un lobby religioso-natural del movimiento ecológico, o como una agencia de ayuda para migrantes que dona dinero, lo único que hará es perder aún más su identidad como Sacramento universal de la Salvación de Cristo, y no recibirá el reconocimiento que tanto anhela por parte de la corriente dominante de izquierdas y verde.

La Iglesia sólo puede servir a los hombres en su búsqueda de Dios y de una vida de fe si proclama a todos los hombres el Evangelio en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y si los convierte en discípulos de Jesús a través del bautismo. Ella es el Cuerpo de Cristo, por lo que Jesucristo, Su Cabeza, permanece presente a través de ella y en ella, hasta el final del mundo (véase Mt 28, 19 y ss). Cristo nos habla en las palabras de la homilía; nos hace presente Su sacrificio en la cruz en la santa misa; y se entrega a sí mismo como alimento de vida eterna; Él perdona los pecados y transmite el Espíritu Santo a los siervos de la Iglesia a través de los cuales los obispos y sacerdotes ordenados -en el nombre de Jesucristo, el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza- actúan y, por lo tanto, le hacen visible en la parroquia (Sacrosanctum Concilium,n. 41).

El llamado camino sinodal de la Iglesia en Alemania tiene como objetivo, sin embargo, una ulterior secularización de la Iglesia. En lugar de renovar en el espíritu del Evangelio, con la ayuda de la catequesis, la misión, la atención pastoral, la mistagogía [una explicación mística] de los Sacramentos, ahora se utilizan -hace unos cincuenta años que esto sucede- otros temas, esperando que con ello se reciba la aprobación de la opinión pública de Occidente, esperando complacer así a ese modo de pensar que reduce al hombre a su imagen material.

En su esencia, el camino sinodal tiene que ver con: 1. el cambio en el sacramento de las sagradas órdenes, que pasan a ser un sistema de funcionarios bien pagados; 2. pasar lo que se percibe como un «poder» político de los obispos y los sacerdotes a un liderazgo de laicos, con la cláusula añadida de que, si las cualificaciones son las mismas, hay que dar preferencia a las mujeres. Lo que les molesta es (3.) que la moralidad cristiana derive de la nueva vida en Cristo; pero ahora es degradada porque es «contraria al cuerpo» y, por lo tanto, incompatible con los principios de la ciencia sexual moderna. El escollo desde la Reforma protestante y el naturalismo de la Ilustración es (4.), obviamente, el celibato sacerdotal, como también los consejos evangélicos (pobreza, castidad, obediencia) de la vida consagrada. En una Iglesia que, como mera institución humana con objetivos únicamente seculares, ha abandonado su identidad como mediadora de la salvación en Cristo, y que ha perdido toda referencia transcendental y escatológica a la Venida del Señor, el celibato libremente elegido «por el reino de los cielos» (Mt 19, 12) o para ocuparse «de los asuntos del Señor» (1 Cor 7, 37) es percibido como un bochorno, como un elemento extraño o un residuo del que hay que liberarse lo más rápido y concienzudamente posible. Como mucho, este celibato puede ser concedido a personas extravagantes como una forma extrema de autodeterminación masoquista.

 

2. Los alemanes y los pueblos de la Amazonia, en el mismo barco

Como ha sucedido con los sínodos de la familia, la «Iglesia alemana», a pesar de la carta del 29 de junio de 2019 del papa Francisco al Pueblo Peregrino de Dios en Alemania, reclama su hegemonía sobre la Iglesia universal y, orgullosa y llena de arrogancia, se considera pionera para un cristianismo que camine en paz con la modernidad. Sin embargo, no se ha explicado -y es algo difícil de vislumbrar para un observador interesado- por qué, ante el estado de desolación de la Iglesia en el propio país, nos debemos sentir llamados a ser un modelo para los demás. Se utilizan las expresión neutrales y que suenan bien de «saludable «descentralización»» (Instrumentum Laboris, n. 126) y desromanización de la Iglesia católica (anteriormente, esto se llamaba aversión anti-romana), y lo que se valora real y exclusivamente es la mitología de la Amazonia y la teología ecológica occidental, en lugar de la Revelación; como también la hegemonía de sus ideólogos, en lugar de la autoridad espiritual de los sucesores de los Apóstoles en el ministerio episcopal.

La eclesiología católica, sin embargo, no trata del equilibrio de poder entre el centro y la periferia, sino más bien, sobre la responsabilidad común del papa, ayudado por la Iglesia romana en la forma del colegio cardenalicio y la curia romana, como también por los obispos de la Iglesia universal, que consiste en iglesias particulares bajo el liderazgo de un obispo (Lumen Gentium, n. 23).

Mi propuesta es la siguiente: si realmente se desea hacer el bien para la Iglesia respecto a ambos elementos, entonces hay que abstenerse, por ejemplo, de destituir a los obispos sin un procedimiento canónico regular (que incluye el derecho a la propia defensa), de cerrar monasterios sin ni siquiera dar explicaciones o, bajo el pretexto de no estar sometido a Roma, socavar el magisterio y el primado judicial del papa. También habría que tratar de una manera cristiana a los hermanos y empleados que no han cometido falta alguna, a no ser la de defender una posición legítima, en el marco de una pluralidad de opiniones y estilos legítima que, sin embargo, se desvía de las opiniones privadas de sus superiores.

El proceso sinodal que se está llevando a cabo en el ámbito de la Conferencia Episcopal alemana está vinculado con el sínodo de la Amazonia por razones eclesiales y políticas, y para influenciar la reestructuración de la Iglesia universal. Además, en ambos eventos los protagonistas son casi idénticos; incluso están financiera y organizativamente unidos a través de las agencias de ayuda de la Conferencia Episcopal alemana. No será fácil controlar esta bola de demolición. Después, nada será ya como era antes; se ha dicho incluso que ni siquiera será posible reconocer a la Iglesia. Así habló uno de los protagonistas, revelando el verdadero objetivo.

Tal vez sea un error de cálculo, como le sucedió al rey Creso de Lidia (590-541 a.C.). En una ocasión, este rey le preguntó al oráculo de Delfos sus posibilidades de victoria si atacaba al Imperio persa y malinterpretó la respuesta profética: «Si pasas el río Halis, destruirás un imperio». Nuestro Halis es la constitución divina de la doctrina, vida y culto de la Iglesia católica (Lumen Gentium).

Por desgracia, los católicos de Sudamérica, antes casi totalmente católicos, como los de Alemania, han abandonado la Iglesia católica de manera progresiva e imparable, pero no analizar las raíces de esta catástrofe ni considerar sus posibilidades tampoco impulsaría a su renovación en Cristo. La solución no es la «pentecostalización» de la Iglesia, es decir, su protestantización progresista según el modelo latinoamericano, sino el redescubrimiento de su catolicidad. Los obispos pueden, ahora, como el «Sagrado Sínodo» del Concilio Vaticano II, fijar su «atención en primer lugar en los fieles católicos. Y enseñar, fundado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación. El único Mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia. […] Están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los Obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica» (Lumen Gentium, n. 14).

La colorida diversidad de las opiniones contradictorias y la arbitrariedad en la decisión de la conciencia no son católicas ante la Sagrada Voluntad de Dios; lo católico es más bien la unidad de muchas personas en la fe que nos introduce en la unión con el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. «Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Por eso se nos dice que nos tomemos en serio: esforzaos «en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos» (Ef 4, 3-6).

Tanto el Instrumentum Laboris como el proceso sinodal en Alemania cuentan, para salir de la crisis de la Iglesia, con una ulterior secularización de la misma. Cuando, en el conjunto de la hermenéutica del cristianismo se fracasa empezando por la autorrevelación histórica de Dios en Cristo y se incorpora la Iglesia y su liturgia a una visión mitológica del mundo entero; o cuando se convierte a la Iglesia en parte de un programa ecológico para rescatar el planeta, entonces la sacramentalidad y, sobre todo, el ministerio ordenado de los obispos y sacerdotes en la sucesión apostólica, estallan en el aire. ¿Quién querría construir una vida que requiere una dedicación total sobre una base tan inestable?

 

3. El sacramento de las órdenes sagradas como centro de la crisis

Cristo, al hacer partícipes de su consagración y su misión (Lumen Gentium, n. 28) a los Apóstoles y sus sucesores en el ministerio episcopal, que también representa la unidad de la Iglesia local con los sacerdotes, diáconos y todos los fieles bautizados, ha hecho que estos ejerzan su autoridad en el nombre y autoridad de Cristo (Lumen Gentium, n. 20). Este no es un poder político-sociológico, sino la autoridad como es dada en el Espíritu Santo para santificar, enseñar y gobernar al Pueblo de Dios. «Los Obispos, pues, recibieron el ministerio de la comunidad con sus colaboradores, los presbíteros y diáconos, presidiendo en nombre de Dios la grey, de la que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros de gobierno» (Lumen Gentium, n. 20). No estamos hablando de tres ministerios diferentes que han sido agrupados por un accidente histórico, por lo que ahora alguien podría separarlos de nuevo, o agruparlos de modo distinto.

Tampoco es apropiado hacer una comparación con el poder mundano de los monarcas absolutos contra el cual se podría, justificadamente, -y aquí me refiero al barón de Montesquieu-, presentar el modelo de las separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial). Aquí estamos hablando del único servicio de Cristo Maestro, Pastor y Sacerdote, ejercido por los Apóstoles y sus sucesores en el Nombre de Cristo y en el poder del Espíritu Santo. Y no es una forma de poder sobre otros sino, más bien, un servidor por ellos y su salvación (Mt 23, 11). Por esta razón, la rápida disposición pública de algunos obispos de renunciar libremente al «poder» no es una expresión de su modestia, sino  más bien un signo de su falta de comprensión de lo que es un obispo católico. La forma de «poder» a la que ahora quieren renunciar es algo que hubiera sido mejor que no hubieran tenido nunca; y la autoridad espiritual que recibieron de Cristo en su ordenación, es algo a lo que tampoco pueden renunciar, ya que no es de su propiedad, por lo que no pueden prescindir de ella. Como mucho, podrían pedir ser eximidos de la jurisdicción de su diócesis porque ya no son capaces de cumplir con su responsabilidad.

Es llamativo que tanto el Instrumentum Laboris para el Sínodo de la Amazonia como el camino sinodal alemán no empiecen por las bases bíblicas y, después, se desarrollen según la enseñanza de la Iglesia en la Tradición y las decisiones doctrinales definitivas de los Concilios y del papa. En cambio, extraen sus normas y reglas de las supuestas necesidades sociológicas del mundo global, o de las formas tradicionales de organización de las tribus amazónicas.

Si en Amazonia se ordenan como sacerdotes a hombres respetados que viven en pareja, supuestamente estable, (ya sea en un matrimonio válido canónicamente o no) para así proporcionar (!) a la comunidad los Sacramentos -incluso sin formación teologica (IL 129,2)-, ¿por qué no debería ser esto lo que por fin introdujera a los viri probati en Alemania, donde el celibato ya no es aceptado en la sociedad y donde muchos teólogos casados estarían dispuestos a cubrir, como sacerdotes, el vacío dejado por el clero célibe?

Del llamamiento a «siete de vosotros, hombres de buena voluntad, llenos de espíritu y sabiduría» (Hch 6, 3) al ministerio de las mesas (Hch 6, 1-7) -que más tarde se vinculó con el grado de los diáconos ordenados sacramentalmente- no se puede deducir la conclusión clérical-teológica según la cual la Iglesia podría crear en cualquier momento nuevos ministerios sacramentales según las necesidades sociológicas (IL 129), o que alguien pudiera hacerlo en absoluto. El triple ministerio ordenado surgió, por un lado, de la necesaria sucesión de los Apóstoles y su mandato de proclamar el Evangelio; sacramentalmente, para mediar la Gracia y para guiar, como buenos pastores, a la Iglesia de Cristo. Por el otro, surgió a causa de la formación de las iglesias particulares como representación local de la Iglesia universal. Aquí, entonces, Uno de los sacerdotes es el Primero en el Colegio de Presbíteros, junto a los diáconos; y, a partir del siglo II, es llamado de manera exclusiva obispo (Ignacio de Antioquía, Mag. 6,1). En el obispo, la unidad de la Iglesia local está sacramentalmente representada, y la unidad con los orígenes apostólicos, siempre que la totalidad de los obispos, con el papa a la cabeza, siga al Colegio de los Apóstoles con san Pedro a la cabeza (Primera Epístola de Clemente, 42, 44; Lumen Gentium, 20 ss.)

 

4. ¿Un ministerio sacramental para las mujeres?

Este triple ministerio, tal como se desarrolló históricamente del apostolado en la Iglesia Primitiva siguiendo el modo como fue instituida por Cristo, existe por virtud de una «divina misión» (Lumen Gentium, n. 20) y es ejercida por quienes, según la terminología actual, son llamados «obispos, presbíteros y diácono» (Lumen Gentium, n. 28). En tiempos mejores, los obispos alemanes se opusieron de manera unánime al Kulturkampf [oposición entre el gobierno alemán y la Iglesia católica romana, ndt] de Bismarck y afirmaron: «La constitución de la Iglesia está basada, en todos sus puntos esenciales, en el orden divino y está exenta de toda arbitrariedad humana» (DH 3114). Parte de esto es también la idea de que el obispo, el sacerdote y el diácono son sólo grados de un único Sacramento de las Sagradas Órdenes. «Nadie puede dudar de que el sacramento del orden es real y fundamentalmente uno de los siete Sacramentos de la Santa Iglesia – unum ex septem sacramentis» (Trento, Decreto sobre el Sacramento de las Sagradas Órdenes: DH 1766; 1773). Por esto no tiene sentido infiltrar en la Ordinatio sacerdotalis (1994) la engañosa interpretación de que no se había tomado una decisión sobre la indivisibilidad del Sacramento de las Sagradas Órdenes en conjunto, sino meramente sobre los grados del ministerio episcopal y sacerdotal, que sólo pueden recibir los hombres.

Cuando se hace un análisis teológico de los hechos doctrinales, eclesiásticos e históricos, en contexto con las afirmaciones vinculantes sobre el Sacramento de las Sagradas Órdenes, es evidente que la ordenación sacramental, en el grado y con el título oficial de «diácono», nunca ha sido administrada a las mujeres en la Iglesia católica.

Deriva de la «misión divina de la Iglesia», como estableció de manera fidedigna el papa Juan Pablo II, que la Iglesia no tiene autoridad para administrar las sagradas órdenes a las mujeres. No es una conclusión que deriva de la historia, sino de la constitución divina de la Iglesia. Esto se aplica a los tres grados del sacramento. Se ha convertido en una costumbre en general, y en el uso de la Iglesia, utilizar la palabra abierta «siervo» en su versión griega diakonos como el término técnico para el primero de los grados de la ordenación. Por lo tanto, no tiene ninguna utilidad hablar ahora de mujeres diáconos no-sacramentales, estableciendo así la ilusión de que se está recuperando la institución pasada -pero sólo temporal y limitada regionalmente- de las diaconisas de la Iglesia Primitiva.

También contradice la esencia del ministerio episcopal y sacerdotal cuando este es reducido a la consagración, para así dejar que los laicos -es decir, hombres y mujeres en un servicio no sacramental- hagan la homilía durante una misa celebrada por un sacerdote o un obispo. Los sacerdotes se convertirían, así, en «altaristas» [de Altaristen: término degradante para sacerdotes que celebran la misa sin homilía y atención pastoral; fue un abuso detectado por Lutero y que utilizó en su polémica; G.M.], un hecho que en esa época causó la protesta de la Reforma. La misa es -como Liturgia de la Palabra y del Cuerpo de Nuestro Señor- «un solo acto de culto» (Sacrosanctum concilium, n. 56). Por eso compete a los obispos y a los sacerdotes predicar y, como mucho, a veces, dejar que el diácono ordenado haga la homilía. El servicio en la Palabra y en el Sacramento tiene una unidad interna. El ministerio más importante de los obispos es la proclamación, de la que derivan también, en una lógica interna, los deberes sacramentales (Lumen Gentium, n. 25). Del mismo modo que los Apóstoles son «servidores de la Palabra» (Lc 1, 2; Hch 6, 2), la tarea de los sacerdotes (obispos, presbíteros) es definida también como el servicio «en la predicación y en la enseñanza» (1 Tim 5, 17).

En la ordenación no se transfieren competencias individuales particulares sin orden interno y una interconexión. Es en el ministerio de la Palabra, a través del cual la Iglesia se reúne como comunidad de fe, en la que los sacramentos de la fe se celebran y a través de la cual la grey de Dios es guiada por pastores designados, en el Nombre y la Autoridad de Cristo. Por esto los ministerios sacerdotes de enseñanza, culto y gobierno están unidos en la raíz y son sólo diferentes en sus aspectos teológicos, bajos los cuales los miramos (Presbyterorum Ordinis, ns. 4-6). En la primera descripción del rito de la misa en Roma, alrededor del año 160 d.C., el mártir y filósofo Justino declaró que durante la liturgia dominical -después de las lecturas de la Biblia-, quien preside la celebración (obispo, presbítero) tiene que hacer la homilía, y que después debe celebrar la Sagrada Eucaristía con el Ofertorio, la Consagración y la Comunión (véase Justino, II. Apologia  65-67).

Los Sacramentos son signos e instrumentos de la Divina Gracia, con la ayuda de los cuales Dios construye a cada cristiano y a la Iglesia en general. Por esto nadie puede presentarse a las autoridades seculares y reclamar, en nombre de los derechos humanos, el derecho a ser ordenado (ni como hombre ni como mujer), porque los derechos humanos están infundidos en la naturaleza del hombre. Para el orden de la Gracia y el orden de la Iglesia, la autoridad civil no tiene competencia. Sólo un católico varón puede ser ordenado, si es llamado y si la Iglesia, representada por el obispo, reconoce la autenticidad de esta vocación, ordenándose entonces al candidato apto según las condiciones canónicas como obispo, sacerdote o diácono.

Sólo tienen dificultades con este enfoque quienes consideran que la Iglesia es, a lo sumo, una institución secular y, por consiguiente, no reconocen el ministerio ordenado como una institución divina. Estas personas reducen a quien tiene este ministerio cristiano a mero funcionario de una organización religioso-social. En este caso qué fácil es exhortar a los fieles con las palabras: «Obedeced y someteos a vuestros guías, pues ellos se desvelan por vuestro bien, sabiéndose responsables; así lo harán con alegría y sin lamentarse, cosa que no os aprovecharía» (Heb 13, 17).

El Magisterio del papa y de los obispos no tiene autoridad sobre la sustancia de los Sacramentos (Trento, Decreto sobre la Comunión bajo ambas especies, DH 1728; Sacrosanctum Concilium, n. 21). Por consiguiente, ningún sínodo -con o sin el papa- y ningún concilio ecuménico, o el papa solo, incluso si hablara ex cathedra, puede hacer que sea posible la ordenación de mujeres como obispos, sacerdotes o diáconos. Estarían en contradicción con la doctrina clara de la Iglesia. Sería inválido. Independientemente de esto, hay igualdad en todos los bautizados en la vida de Gracia, y en la vocación de todos los ministerios y funciones eclesiales para los que el ejercicio del Sacramento de las Sagradas Órdenes no sea necesario.

 

5. Sobre lo que es importante en relación al ministerio sacerdotal

A lo largo de dos mil años de historia de la Iglesia, las constelaciones culturales y las condiciones político-sociológicas de la vida de la Iglesia a veces han cambiado de manera dramática. Sin embargo, el ministerio sacerdotal siempre ha sido el mismo en sus elementos esenciales, ya fuera en la sociedad feudal, o en el sistema eclesial de propiedades alemán, durante el establecimiento de las cortes y los obispos príncipes, o en el tiempo del Ministerio de Pedro hasta 1870, con las ventajas y las limitaciones de los Estados Pontificios. Como hoy, este ministerio tiene que ver con la Palabra y los Sacramentos para la salvación del mundo y es el cuidado del pastor quien, como Jesús, «el pastor y guardián de vuestras almas» (1 Pe 2, 25), el «Pastor Supremo», da su vida por las ovejas que le han sido confiadas (1 Pe 5, 1-4). La esencia de los Sacramentos no está sujeta a la autoridad de la Iglesia. Y nadie puede reconstruir un nuevo modelo de sacerdocio, utilizando elementos aislados de la Escritura y la Tradición, omitiendo distinguir aquellas decisiones vinculantes dogmáticamente de los desarrollos en aspectos secundarios. La imagen del sacerdocio tal como es desarrollada por los estrategas de la pastoral no es importante; sólo lo es la Imagen de Cristo, Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, eternamente impresa en las almas de los consagrados y en cuyo nombre y fuerza ellos santifican, enseñan y guían a los fieles (Presbyterorum Ordinisns. 2; 12).

Sin embargo, grandes pensadores alemanes involucrados en el proceso sinodal han difamado la afirmación central según la cual los sacerdotes actúan -en virtud del carácter que reciben en su ordenación- como los Apóstoles, «in persona Christi» (2 Cor 2, 10; 2 Cor 5, 20), la cabeza de la Iglesia (Presbyterorum ordinis, n. 2), considerandola la causa del clericalismo e incluso la causa de los abusos sexuales de jóvenes. Esto no es sólo un increíble insulto hacia muchos pastores diligentes. Esta afirmación quiere más bien contradecir a Jesús, que dijo, primero a los Doce, y luego a los otros 72 discípulos: «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10, 16). Un profesor alemán de liturgia dio, sin darse cuenta, una imagen negativa de sí mismo y en abierta contradicción con el Concilio Vaticano II cuando declaró que la celebración diaria de la Eucaristía -en la que el sacrificio de Jesús en la cruz, por amor a la humanidad, se hace presente al mundo- es la razón de los abusos pedófilos y homosexuales. Porque el Concilio dice: «En el misterio del Sacrificio Eucarístico, en que los sacerdotes desempeñan su función principal, se realiza continuamente la obra de nuestra redención, y, por tanto, se recomienda con todas las veras su celebración diaria» (Presbyterorum ordinisn. 13).

Si durante el proceso sinodal en Alemania no se discuten temas fundamentales para la transmisión de la fe, el declive se acelerará cada vez más.

Tal vez estemos en el camino de convertirnos en una «pequeña grey». Pero estas palabras de Jesús no tienen un significado sociológico, y no tienen nada que ver con la cantidad, grande o pequeña que sea. Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4), con la ayuda del único mediador Jesucristo, dentro de «la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3, 15).

La Iglesia es el Pueblo de Dios entre los demás pueblos. Y si en una nación la mayoría de la gente es católica y, por consiguiente, la comunidad y el Estado están permeados de cultura cristiana, es ciertamente deseo de Dios. Somos una «pequeña» grey entre la mayoría o en una diáspora, porque ser cristianos siguiendo el ejemplo del Señor Crucificado no es una cuestión de adaptación a la cultura dominante, o un modo de contradecir dicha cultura, sino más bien una decisión personal.

Ciertamente es muy hermoso estar en el Rin y soñar con el Amazonas. Pero la visión de estos ríos tan majestuosos no pueden calmar el anhelo del corazón humano, ni sus aguas pueden calmar la sed de vida eterna. Sólo el agua que Jesús, la Palabra Encarnada de Dios, nos da, se convierte en «un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14).

 

 

Traducido para InfoVaticana por Verbum Caro  – 26 luglio 2019

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