El mundo y la salvación del alma

«Entonces, dijo a sus discípulos: “Si alguno quiere seguirme, renúnciese a sí mismo, y lleve su cruz y siga tras de Mí. Porque el que quisiere salvar su alma, la perderá; y quien pierda su alma por mi causa, la hallará. Porque ¿de qué sirve al hombre, si gana el mundo entero, mas pierde su alma? ¿O que podrá dar el hombre a cambio de su alma?».

I. Los enemigos del alma

«Es primero de advertir, que todos los daños, que el alma recibe, nacen de los enemigos del alma, que son: mundo, demonio y carne. El mundo es el enemigo menos dificultoso. El demonio es más oscuro de entender. La carne es más tenaz que todos, y duran sus acometimientos, mientras dura el hombre viejo.

Para vencer uno de estos enemigos, es menester vencerlos todos tres; y enflaquecido el uno, se enflaquecen esotros; y vencidos todos tres, no le queda al alma más guerra».

II. Hay dos mundos

San Agustín en su gran obra La Ciudad de Dios, presenta los dos mundos bajo la figura de dos ciudades.

«Hay dos mundos», dice, «uno creado por el Verbo y en el cual Él apareció revestido de nuestra mortalidad; y otro regido por el Príncipe de las tinieblas, y que no reconoció a Jesús. “Et mundus eum non cognovit”. El primero, obra de Dios, no puede ser malo. El Génesis nos enseña que el Señor, al considerar las obras de sus manos, vio que eran excelentes: “Et vidit quod essent valde bona”. El segundo, que tiene a Satán por señor, no puede ser bueno, pues su príncipe, malvado desde el comienzo, inspira su malicia a todo lo que él domina».

“Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: la ciudad terrena el amor de sí hasta el desprecio de Dios, y la ciudad celeste el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo”.

Este es el mundo que no conoció a Cristo: El mundo no lo conoció.

Nuestro Señor Jesucristo siendo la misericordia misma excluyó de su oración y maldijo al mundo orgulloso y corrompido: No ruego por el mundo…

A la ciudad terrena, al mundo, San Agustín la llama Babilonia, enfrentada ésta con la celeste Jerusalén.

Las Dos Banderas diría San Ignacio, que en sus Ejercicios Espirituales, nos presenta el mundo como un gran campo de batalla donde se enfrentan dos ejércitos: el de Jesucristo, supremo Capitán y Señor, y el de Satanás, mortal enemigo de la naturaleza humana.

Antagonismos espirituales ante los cuales no es posible asumir una postura neutral: Cristo llama y quiere a todos bajo su bandera, y Lucifer, al contrario, bajo la suya, en consecuencia, hay que definirse por una u otra bandera: un gran campo de toda aquella región de Jerusalén, adonde el sumo capitán general de los buenos es Cristo nuestro Señor; otro campo en la región de Babilonia, donde el caudillo de los enemigos es Lucifer.

«El mundo es el gran recurso de Satanás, su arsenal, su ejército y el medio por excelencia de sus victorias. Él le presta ojos para mirar, labios para hablar y sonreír, manos para trabajar, escribir y acariciar; él pone al demonio en medio de nosotros, lo sienta en nuestros hogares, y le entrega todo lo que nos concierne o puede influir sobre nuestras vidas. Una palabra lo resume todo: lo humaniza. Así como la Iglesia es como la encarnación continuada de Jesús, su Cuerpo místico extendido en los lugares y en el tiempo, así también el mundo es como la encarnación de Satán, y realmente la iglesia del diablo. Todo lo que la Iglesia es y hace en la tierra en orden a la santificación y salvación de las almas, el mundo lo es y lo hace en orden a la seducción y perdición eterna».

San Luis Mª. de Montfort en su Carta a los Amigos de la Cruz se refiere a los Dos Bandos con que a diario nos encontramos: el de Jesucristo y el del pecado.

«Ahí tienen, queridos Amigos, los dos bandos, con que a diario nos encontramos: el de Jesucristo y el del pecado. A la derecha (Mt 6, 24), el de nuestro amable Salvador. Avanza por un camino más estrecho y reducido que nunca, a causa de la corrupción del mundo. El divino Maestro encabeza el desfile. Avanza con los pies descalzos, la cabeza coronada de espinas, el cuerpo ensangrentado. Lleva a cuestas una pesada cruz. Sólo le sigue un puñado de personas; eso sí, las más valientes. Porque la voz de Jesús es tan suave que no se la puede escuchar en medio del tumulto del mundo o porque hace falta el valor necesario para seguirlo en la pobreza, los dolores, las humillaciones y demás cruces que es preciso llevar para servir al Señor todos los días».

Una batalla entre la verdad y la mentira, entre Cristo y el diablo, normalmente invisible e inaudible, pero real, que se verifica día tras día, año tras año, siglo tras siglo: es en realidad una lucha espantosa, sangrienta, indeciblemente dura y cruel, y al mismo tiempo grandiosa, maravillosa.

El mundo «es, en último análisis, el ambiente anticristiano que respira entre las gentes que viven completamente olvidadas de Dios y entregadas por completo a las cosas de la tierra. Este ambiente malsano se constituye y manifiesta en cuatro formas principales:

  1. Falsas máximas.
  2. Placeres y diversiones cada vez más abundantes.
  3. Escándalos y malos ejemplos casi continuos.
  4. Burlas y persecuciones contra la vida de piedad.

Contra los vestidos decentes y honestos; contra los espectáculos morales, que califica de ridículos y aburridos; contra la delicadeza de conciencia en los negocios; contra las leyes santas del matrimonio, que juzga anticuadas e imposibles de practicar; contra la vida cristiana del hogar; contra la sumisión y obediencia de la juventud, a la que proclama omnímodamente libre para saltar por encima de todos los frenos y barreras, etc., etc.».

¡No serviré! he ahí el espíritu del mundo.

«Y, de lo más recóndito de ese abismo es dado al católico discernir las fulguraciones engañosas, el cántico al mismo tiempo siniestro y atrayente, emoliente y delirante de aquel ser abyecto que es como una personificación de la ilogicidad, del absurdo, de la rebelión irracional y llena de odio contra el Omnipotente sapientísimo: el demonio. Padre del mal, del error y de la mentira, gime con estertores desesperados, vociferando su eterno y nefasto grito de rebelión: “Non serviam” – ¡No serviré!».

El mundo se inspira en el espíritu del diablo el que habiendo sembrado la rebelión entre los ángeles, sigue su maldita obra entre los hombres. Es la obra del padre de la mentira, que busca incansablemente la independencia de la criatura del Creador por odio a Dios y envidia de la humana criatura.

¿Cuál es el espíritu del mundo?: la rebelión, la mentira, la maldad. El mundo dice San Juan está cimentado en la iniquidad: Quienquiera obra el pecado obra también la iniquidad, pues el pecado es la iniquidad. El Nuevo Testamento entiende por iniquidad (anomía) el estado de hostilidad con Dios en que se encuentra quien rechaza los adelantos divinos hechos por Cristo a la humanidad. Es la pertenencia al diablo, jefe de este mundo, y la sumisión al mal.

Es un sistema universal de escándalo al servicio del infierno. Esa es su específica malicia, que el Señor anatemizó con estas palabras: ¡Ay del mundo por sus escándalos!

Nuestro Señor maldijo y excluyó de su oración ese espíritu mundano porque no podía desear la prosperidad de quien es malo por esencia y sólo busca destruir el bien y la verdad.

El mundo lo integran aquellos que renuncian al Cielo para colocar su paraíso en la tierra. A las riquezas y felicidad eternas prefieren los bienes y placeres mundanos, desdeñando la gloria prometida a los servidores del Señor, aspiran a los vanos honores de la vida presente. Para los seguidores del mundo el fin no es el Creador, sino la criatura. Gozar y procurarse placeres, he ahí el ideal y el programa de los mundanos. El mundo es el partido del Demonio y el ejército del mal.

III. Conseguir la vida eterna (Mt 19, 16).

Somos capaces de pasar el día divirtiéndonos, en el sexo, en la política, en los deportes, en los cigarrillos y en la televisión. Vivimos confundidos y frenados por la tensión de la satisfacción, el placer y el éxito. No somos conscientes de que vamos a la eternidad «donde todos debemos ir». Las realidades terrenas, los asuntos temporales, la salud física, las cosas materiales que nos esclavizan, que nos paralizan en una somnolencia espiritual, pueden ser fatales. Jesús nos recuerda muchas veces en el Evangelio que debemos estar espiritualmente preparados y esperando el reino celestial: Bienaventurados esos servidores, que el amo, cuando llegue, hallará velando!. /

En la tierra Dios nos da un período de tiempo para salvarnos y santificarnos. Él «quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la verdad», desea nuestra santificación .

La salvación del alma, es el más personal de todos los negocios. Nadie absolutamente puede substituirnos en él. Es algo que hemos de realizar nosotros mismos con nuestra actuación personal e intransferible.

El amor de Dios consiste en guardar sus Mandamientos, y sus Mandamientos no son pesados, ya que todo lo que se origina en Dios vence al mundo. Mediante la fe, es cómo se consigue la victoria sobre el mundo.

Pero es imposible esa victoria, si solamente pretendemos guardar la Ley divina apoyados en la fuerza de nuestra naturaleza. Es con la fuerza de la Gracia como vencemos al mundo, al demonio y la carne.

Dios te proporciona mil medios que te ayudarán a salvarte; los santos sacramentos, que dan la gracia, y los sacerdotes, que te los administran; buenos maestros, buenos ejemplos, muertes repentinas, oraciones de tus hijos y amigos, que te impetran gracias abundantes… Pero, si tú no pones de tu parte el esfuerzo personal, que a veces será heroico, no te salvas. Dios que te hizo a ti sin ti, no te salvará sin ti.

El auténtico discípulo del Señor debe renunciar al mundo: Si alguno ama al mundo no posee en si la caridad del Padre. Todo cuanto hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida.

Nuestra Señora se apareció en Fátima para recordarnos la necesidad de salvar almas, por esa razón recomendó insistentemente a los tres pequeños pastores la oración y los sacrificios por la conversión de los pecadores: muchas almas al infierno por no haber quien se sacrifique por ellas.

La mayor gracia que Ella quiere darnos es la salvación de nuestras almas. Esta es sin duda la gracia de todas las gracias, equivalente a la eternidad del Paraíso.

Germán Mazuelo-Leytón

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Germán Mazuelo-Leytón
Germán Mazuelo-Leytón
Es conocido por su defensa enérgica de los valores católicos e incansable actividad de servicio. Ha sido desde los 9 años miembro de la Legión de María, movimiento que en 1981 lo nombró «Extensionista» en Bolivia, y posteriormente «Enviado» a Chile. Ha sido también catequista de Comunión y Confirmación y profesor de Religión y Moral. Desde 1994 es Pionero de Abstinencia Total, Director Nacional en Bolivia de esa asociación eclesial, actualmente delegado de Central y Sud América ante el Consejo Central Pionero. Difunde la consagración a Jesús por las manos de María de Montfort, y otros apostolados afines

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