«No voy a decir ni una palabra sobre el asunto.» Con esta frase, pronunciada el 26 de agosto de 2018 en el vuelo de regreso de Dublín a Roma, respondió el papa Francisco cuando le preguntaron por las impresionantes revelaciones del arzobispo Carlo Maria Viganò, que aludía directamente a él.
A la periodista Anna Matranga (NNC), que le había preguntado si era cierto lo que habría escrito el ex nuncio en los Estados Unidos, el Papa respondió efectivamente: «Esta mañana leí ese comunicado. Lo leí, y les diré sinceramente que tengo que decirles todo esto. A usted y a todos los que estén interesados: lean detenidamente el comunicado y juzguen por ustedes mismos. No voy a decir ni una palabra sobre el asunto. Creo que la declaración es bastante elocuente, y que tendrán suficiente capacidad como periodistas para sacar conclusiones. Es un acto de confianza. Cuando pase un poco de tiempo y hayan sacado sus conclusiones, tal vez hable del tema, pero me gustaría confiar la labor a la madurez profesional de ustedes. Les hará bien, desde luego. Está bien así.»
Un arzobispo ha terminado con el clima de omertà [la ley del silencio de la Mafia] y de complicidad, denunciando con nombres y circunstancias concretas la existencia de «una corriente filohomosexual favorable a subvertir la doctrina católica respecto a la homosexualidad» y la existencia de «redes homosexuales, difundidas ya en muchas diócesis, seminarios, órdenes religiosas, etc.» que «actúan protegidas por el secreto y la mentira con la fuerza de los tentáculos de un pulpo, triturando a las víctimas inocentes y las vocaciones sacerdotales y estrangulando a toda la Iglesia».
Ante esta voz valiente que ha roto el silencio, el papa Francisco calla y encomienda a los medios informativos la tarea de evaluar, según sus criterios políticos y mundanos, muy alejados de los criterios religiosos y morales por los que se guía la Iglesia. Su silencio parece todavía más grave que los escándalos puestos en evidencia por el arzobispo Viganò.
Esta lepra se ha propagado después del Concilio Vaticano II a consecuencia de una nueva teología moral que negaba los absolutos morales y reivindicaba el papel de la sexualidad, hetero y homosexual, considerada como factor de desarrollo y realización de la persona humana.
La homosexualización de la Iglesia se extendió en los años setenta y ochenta del siglo XX, como atestigua el libro rigurosamente documentado del sacerdote Enrique Rueda The homosexual network: private lives and public policy, publicado en 1982. Para entender hasta qué extremo se ha agravado la situación desde entonces, es indispensable leer el ensayo Omosessualità e sacerdozio. Il nodo gordiano – dei cattolici? (Poznań Theological Studies, 31 (2017), pp. 117-143), del profesor Andrzej Kobyliñski de la Universidad Stefan Wyszyñski de Varsovia, (https://journals.indexcopernicus.com/api/file/viewByFileId/261531.pdf)
Kobyliñski cita un libro titulado The Changing Face of the Priesthood: A Refection on the Priest’s Crisis of Soul, de Donald Cozzens, rector del seminario de Cleveland (Ohio), cuyo autor afirma que comienzos del siglo XXI el sacerdocio se ha convertido en una profesión ejercida destacadamente por homosexuales, y se puede hablar de «un éxodo heterosexual del sacerdocio» (a heterosexual exodus from the priesthood).
Hay un caso emblemático que recuerda Kobyliñski: el del arzobispo de Milwaukee (Wisconsin) Rembert Weakland, prestigioso exponente de la corriente progresista y liberal en Estados Unidos: «Durante años, Weakland ha encubierto los casos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes y sostenido un concepto de la homosexualidad contrario al del Magisterio de la Iglesia Católica. Poco antes de su jubilación, llevó a cabo una gigantesca malversación, sustrayendo cosa de medio millón de dólares de las arcas de su arquidiócesis para pagar a un ex compañero de aventuras sexuales, que lo acusaba de abusos deshonestos. En 2009, Weakland salió del armario publicando una autobiografía titulada A Pilgrim in a Pilgrim Church (peregrino en una Iglesia peregrina), en la que además de reconocer su homosexualidad admite haber mantenido durante décadas relaciones sexuales continuadas con numerosas parejas. En 2011, la archidiócesis de Milwaukee se vio obligada a declararse en bancarrota en razón del elevado costo de las compensaciones pagadas a las víctimas de los sacerdotes pedófilos.»
En 2004 se publicó el informe John Jay, documento elaborado a raíz de una solicitud de la Conferencia Episcopal Estados Unidos, en el que se analizan todos los casos de abusos de menores por parte de sacerdotes y diáconos católicos en ese país entre 1950 y 2002.
«Este informe de casi 300 páginas posee un extraordinario valor informativo –escribe Kobyliński–. El informe John Jay ha demostrado la relación entre la homosexualidad y los abusos sexuales de menores cometidos por parte de sacerdotes católicos. Según la documentación relativa a 2004??, una amplia mayoría de casos de abusos sexuales no corresponde a casos de pedofilia, sino de efebofilia, degeneración que no consiste exclusivamente en la atracción sexual hacia los niños, sino hacia muchachos adolescentes, chicos que están en la pubertad. El informe John Jay ha demostrado que aproximadamente el 90% de los sacerdotes condenados por abusos sexuales a menores son sacerdotes homosexuales.»
Como vemos, el escándalo de McCarrick no es sino el último acto de una crisis que viene de lejos. A pesar de ello, ni en la Carta del papa Francisco al pueblo de Dios ni en ningún momento durante su viaje a Irlanda ha denunciado el Sumo Pontífice este desorden moral.
Sostiene el Papa que el problema principal de los abusos perpetrados por el clero no es la homosexualidad sino el clericalismo. A respecto de tales abusos, el historiador progresista Alberto Melloni ha escrito: «Por fin Francisco tiene que tiene que encarar los delitos en el plano eclesiológico; y lo encomienda a aquel sujeto teológico que es el pueblo de Dios. Francisco le dice sin rodeos al pueblo que lo que ha incubado esta atrocidad no han sido los excesos ni la falta de moral, sino el clericalismo» (La Repubblica, 21 de agosto de 2018).
««Le cléricalisme, voilà l’ennemi!» El clericalismo, he ahí al enemigo. La célebre frase pronunciada 4 de mayo de 1876 en la Cámara de Diputados francesa por Léon Gambetta (1838-1882), destacado representante del Gran Oriente de Francia, podría hacerla suya el papa Francisco.
Pero esta frase está considerada la consigna del laicismo masónico del siglo XIX. Al ponerla por obra, los gobiernos de la Tercera República francesa llevaron a cabo en los años siguientes un programa político anticlerical en sucesivas etapas: secularización integral del programa educativo, expulsión de los religiosos del territorio nacional, divorcio y abolición del concordato entre Francia y la Santa Sede.
Aparentemente, el clericalismo al que se refiere Francisco es otro, pero en el fondo lo identifica con el concepto tradicional de Iglesia que ha sido combatido a lo largo de los siglos por galicanos, liberales, masones y modernistas.
Para reformar la Iglesia limpiándola del clericalismo, el sociólogo italiano Marco Marzano propone la siguiente vía al Sumo Pontífice: «Se podría, por ejemplo, empezar a retirarles a los párrocos la dirección de las parroquias, quitándoles las funciones de gobierno (económico y pastoral) absoluto y monocrático del que gozan actualmente. Introduciendo un importante elemento democrático, los obispos podrían elegirse por votación. Sustituyéndolos por estructuras formativas abiertas y transparentes, podrían cerrarse los seminarios, instituciones de la Contrarreforma en las que se sigue exaltando y cultivando el clericalismo como espíritu de casta. Y sobre todo se podría abrogar la norma sobre la que el clericalismo se basa principalmente en la actualidad (y en la que está la raíz de la gran mayoría de los delitos sexuales cometidos por el clero): el celibato obligatorio. Es precisamente la supuesta castidad del clero, con todas sus consecuencias de pureza, sacralidad y los aspectos sobrehumanos que trae consigo, lo que constituye la premisa principal del clericalismo» (Il Fatto quotidiano, 25 de agosto de 2018).
Quien quiere derribar el clericalismo, lo que quiere en realidad es destruir la Iglesia. Si, por el contrario, por clericalismo se entiende el abuso de autoridad que ejerce el clero cuando abandona el espíritu del Evangelio, no hay peor clericalismo que el de quien se niega a estigmatizar pecados gravísimos como la sodomía y olvida que la vida cristiana está forzosamente encaminada al Cielo o al Infierno.
En los años que siguieron al Concilio Vaticano II, un amplio sector del clero abandonó el ideal de la realeza social de Cristo y aceptó el postulado de la secularización como un fenómeno irreversible. Pero cuando el cristianismo se subordina al secularismo, el Reino de Cristo se convierte en un reino mundano y queda reducido a una estructura de poder. El espíritu combativo es sustituido por el espíritu del mundo. Y el espíritu del mundo impone el silencio sobre el drama que vive actualmente la Iglesia.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)