Noveno y décimo mandamientos de la Ley de Dios

La enumeración de los mandamientos de la ley de Dios se concluye con dos preceptos que son como un sello divino del Decálogo.

El noveno mandamiento contempla la pureza de corazón en relación a la virtud de la castidad, previniéndonos acerca de pensamientos, delectaciones y deseos impuros conscientes, deliberados y consentidos con la voluntad.

El décimo mandamiento contempla la pureza del corazón en relación a la virtud de la justicia, previniéndonos de la avaricia, de la envidia y otros deseos desordenados de los bienes ajenos.

1.- Lo que prohíben

El noveno mandamiento prohíbe tener pensamientos o deseos impuros; el décimo prohíbe codiciar los bienes ajenos.

Si el sexto mandamiento protegía la pureza exterior del cuerpo y el séptimo cuidaba de los bienes temporales; el noveno y el décimo mandamiento nos invitan a vivir la pureza interior del corazón, de donde salen todas las cosas buenas o malas, nos dirá Cristo:

“De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios e injurias: Esto es lo que hace impuro al hombre” (Mateo 15,19).

Estos mandamientos nos ayudan a liberar el corazón de esos deseos impuros y codiciosos, que tanto manchan el alma. ¿Qué sería la virtud de la castidad puramente externa o superficial si no incluyese su espíritu, es decir, la opción moral por ella, los deseos y actitudes íntimas tuyas? O ¿qué sería la virtud de la justicia si no incluyera la codicia por los bienes temporales?

1.1.- Contenido de estos dos mandamientos

En estos dos mandamientos se contienen, de alguna manera, todos los demás, pues, aunque la soberbia es el principal de todos los demás pecados, la codicia es su raíz; y si se quita ésta, desaparece lo que alimenta los demás pecados.

La vida moral nace siempre en el interior de cada individuo. Su comportamiento externo lo acerca o lo aparta de Dios, sólo cuando -advertida su cualidad moral buena o mala- es querido consciente y libremente. Para cumplir todos los mandamientos, el Señor ha de reinar en nuestros pensamientos, deseos e intenciones, donde Él penetra (Cfr. I Reg 16:7) con autoridad y dominio absoluto al mandar:

“no desearás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de cuanto le pertenece” (Ex 20:17).

El Magisterio de la Iglesia distingue en el Catecismo de la doctrina dos mandamientos diferentes, porque distintas son las tendencias interiores que ordenan uno y otro precepto: de un lado está la ambición o avaricia, que aspira a poseer aquellos bienes que son de utilidad, interés o provecho material o intelectual; de otro, la sensualidad, la inclinación al placer.[1]

Como los demás preceptos del Decálogo, también éstos han sido dictados por

“la piedad de Dios, que es inmensa. Porque, si por medio de los mandatos anteriores, nos protegió como con una muralla para que ninguno nos dañe a nosotros ni a nuestras cosas; ahora, al establecer el noveno y décimo, sobre todo mira a que no nos perjudiquemos nosotros mismos siguiendo a nuestros apetitos, que es lo que más fácilmente ocurriría si deseáramos y consintiéramos todo lo que nos atraiga”.[2]

Hay también otros motivos por los que convenía que Dios incluyera en las tablas del Sinaí estos dos mandamientos. En primer término porque, aunque el sexto y séptimo mandamientos vedan la fornicación y el hurto, e implícitamente también su deseo, sin embargo, era oportuno detallar expresamente el alcance de la prohibición divina para contrarrestrar la facilidad con que nos engañamos y caemos en el error. El Señor aclaró específicamente este punto (Cfr. Mt 5: 27-28).

1.2.- Los deseos que prohíbe cada mandamiento

Sabiendo que en estos dos mandamientos, puestos en último lugar, se establece el modo con que se guardarán los demás preceptos, pues lo que se manda tiene por objeto que, si desea uno guardar los preceptos anteriores de la ley, procure principalmente no codiciar. Porque el que no codicia, contento con lo que tiene, no apetecerá lo ajeno, gozará en el bien de sus prójimos, tributará gloria a Dios inmortal, le dará muchísimas gracias.

Pues la avaricia[3] es la raíz y semilla de todos los males, y los que se ven arrastrados por ella se entregan ciegamente a toda especie de pecados y de vicios. La codicia que prohíbe el noveno mandamiento mira solamente a las liviandades y deleites, la que prohíbe el décimo a lo que es útil y provechoso.

1.3.- Estos dos mandamientos prohíben los pecados internos

Estos dos mandamientos prohíben directamente los actos internos correspondientes a los pecados contra el sexto y el séptimo mandamientos. Pero por dos razones fueron necesarios estos mandamientos: Una, para explicar el sentido de los preceptos sexto y séptimo, porque, si bien se comprende por la luz natural de la razón que, prohibido el adulterio, se prohíbe también el deseo de poseer la mujer casada , puesto que si fuera lícito apetecer, sería también lícito gozar; sin embargo , muchísimos judíos, obcecados en sus vicios, no pudieron llegar a creer que estuviera el deseo prohibido; y, aun después de haberse publicado y conocido esta ley del Señor, muchos que eran de profesión intérpretes de la Ley estaban en ese error; como puede verse en el sermón del Señor, según San Mateo (Mt 5: 27-28).

“Habéis oído que se dijo a vuestros mayores: No cometerás adulterio. Yo os digo más: cualquiera que mirar e a una mujer con mal deseo hacia ella, ya adulteró en su corazón.”

La otra necesidad de estos preceptos es, porque en ellos se prohíben clara y distintamente algunas cosas, que no estaban expresamente prohibidas en el sexto ni en el séptimo.[4] Porque, por ejemplo, el séptimo precepto prohibió que nadie apeteciese ni intentase apoderarse de lo ajeno injustamente; mas el décimo prohíbe que nadie lo apetezca de ningún modo, aunque pudiera conseguir justa y legítimamente una cosa, con cuya posesión viera que se causa al prójimo algún daño.

2. La Concupiscencia

Después del pecado original nadie está exento de la concupiscencia -a excepción de Cristo y de la Virgen -; y hemos de agradecer la ayuda que Dios nos da al enseñarnos con estos mandamientos que la concupiscencia, si la dejamos dominar, envenena el alma.

Concupiscencia es cierta conmoción y movimiento del espíritu, por virtud del cual, excitados los hombres, apetecen cosas agradables que no poseen. Y así como los demás movimientos de nuestro cuerpo no siempre son malos, del mismo modo no debe considerarse siempre malo este impulso de la concupiscencia. Por cuya razón no es malo desear comer o beber, o cuando sentimos frío desear calentarse, o, por el contrario, sintiendo calor desear refrescarse. Pues, verdaderamente, esta facultad de desear la imprimió Dios en nuestro ser naturalmente: pero por el pecado de nuestros primeros padres sucedió que, traspasando los límites de la naturaleza, dicha facultad se inficionó tanto, que constantemente se inclina a apetecer lo que es contrario al espíritu y a la razón.[5]

2.1.- La concupiscencia nació por el pecado

La concupiscencia, nació por el pecado  original y al perdonarse éste, no se destruyó del todo. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su Creador. La Revelación coincide con la experiencia.

2.2.- La concupiscencia, que carece de culpa, puede engendrarla

Aunque la concupiscencia en sí misma carece de culpa, puede engendrarla, cuando no se domina con la razón iluminada por la fe. Pues la concupiscencia tiende a transgredir los límites de la razón.

La palabra concupiscencia se toma en varios sentidos:

  • 1 .º Concupiscencia como pasión especial, como deseo.
  • 2.º Concupiscencia como pasión en general.
  • 3.° Como mala inclinación de los apetitos viciados por el pecado original. En este sentido se dice que el pecado original causa la concupiscencia (Cfr. Rom 7:8).

2.3.- Ayuda que presta la lucha originada por la concupiscencia

El conocimiento de la herida causada en el apetito concupiscible por el pecado original y por nuestros pecados personales, si va acompañada del empeño de que la razón guíe ese apetito:

  • nos impulsa a rezar más, pues como sólo Dios nos perdona el pecado original , y éste dio origen a la concupiscencia desordenada , sólo con la ayuda de Dios lograremos vencer;
  • nos enseña a querer todo lo creado, que salió bueno de las manos de Dios, sabiendo que son nuestros deseos desordenados los que hacen que pueda haber mal en el uso de los bienes creados;
  • nos facilita que usemos de todo con agradecimiento al Creador.

3. Cuándo la concupiscencia es pecaminosa

La concupiscencia es pecaminosa cuando se desea lo que está prohibido poseer, y se consiente en este deseo. Se debe distinguir entre sentir y consentir. Sentir los malos pensamientos o las inclinaciones al mal no es pecado, lo que es pecado es consentir en ellas.

Es claro que para que haya pecado en estos mandamientos, como en cualquier otro, es necesario desear o recrearse voluntariamente en lo que está prohibido hacer. Quien tiene malos pensamientos, imaginaciones o deseos contra su voluntad, no peca. Sentir no es consentir. El sentir no depende muchas veces de nosotros; el consentir, siempre. El pecado está en el consentir, no en el sentir.

Siente el cuerpo, consiente el alma. Y quien peca es el alma, no el cuerpo. Debes también distinguir entre el gusto y el consentimiento. Es muy posible que sientas atracción por la cosa, que veas que te gusta, incluso que sufras conmoción orgánica, y sin embargo tu voluntad esté rechazando todo esto. Mientras tu voluntad no consienta en disfrutar de esa sensación, o en deleitarte en ese mal pensamiento, no hay pecado alguno. No es lo mismo sentir una atracción que paladear un gusto. No es lo mismo experimentar una sensación, que aprovecharla.

Para vencer los malos pensamientos que importunan, lo mejor es despreciarlos y distraerse con otra cosa. La mejor arma contra un mal pensamiento es otro pensamiento, que sea bueno.

Recordemos también que quien voluntariamente se pone, sin causa justa, en circunstancias que constituyen grave peligro y ocasión próxima de consentir en pensamientos o deseos malos, comete pecado grave.

3.1.- Los dos modos del pecado interno

Puede haber pecado interno de dos modos: uno, cuando la razón impera las pasiones; y otro, cuando no reprime las pasiones.

3.2.- División de los pecados internos[6]

Los pecados internos, además, se puede dividir en:

a.-   La complacencia morosa, llamada generalmente «malos pensamientos», que es la representación imaginaria de un acto pecaminoso como si se estuviera realizando, pero sin ánimo de realizarlo. Es pecado mortal si se trata de materia grave y se busca o se consiente deleitarse en ella. Si se refiere a la lujuria, se les llama también pensamientos impuros.

Para que la complacencia morosa sea pecado es necesario que se la advierta como pecaminosa y se la consienta deliberadamente, a pesar de ello. El que lleva algún tiempo pensando distraídamente una cosa mala y en el acto de advertirlo la rechaza, no comete pecado.

La malicia de la complacencia morosa se regula por los siguientes principios:

1º En una representación pecaminosa, la complacencia interna y voluntaria es siempre pecado.

2º La especie y gravedad de la complacencia morosa, se determina por la especie y gravedad de la acción que libre y voluntariamente se representa.

b.- El mal deseo, que es la apetencia de un acto malo con ánimo de cometerlo, es más grave que el anterior, en cuanto encierra mayor voluntariedad. En consecuencia, se refiere siempre al tiempo futuro.

El mal deseo se divide en:

  • Eficaz, que consiste en el propósito absoluto de ejecutar una cosa mala.
  • Ineficaz, que no pasa de veleidad o propósito menos firme de llegar a ejecutar algo, si se cumpliera una resolución implícita o explícita. Es un deseo condicionado.

La malicia del mal deseo se regula por los siguientes principios:

  • El mal deseo eficaz participa de la especie moral y teológica del objeto y de sus circunstancias, pues tiende a la ejecución del mismo tal y como es.
  • El mal deseo ineficaz, admitido bajo condición, es siempre peligroso; pero será pecado o no, según que la condición impuesta deje intacta su malicia o la suprima del todo. Todo deseo impuro (también el ineficaz) es gravemente ilícito -si es plenamente voluntario – y su gravedad es la misma que la obra externa que se desea.

c.- El gozo pecaminoso, es la complacencia deliberada en una acción mala ya realizada por sí o por otros. Se refiere, por consiguiente, a cosas pasadas, y renueva el pecado en el alma.

La malicia del gozo pecaminoso reside en la especie teológica y moral del objeto sobre el que versa y de sus circunstancias; pues se refiere a una acción tal y como fue ejecutada en concreto. Es decir, renueva el mismo hecho con todas sus circunstancias individuales.

4. Gravedad de los pecados internos

4.1.- Los pecados internos en sí mismos

Los pecados internos, en sí mismos, tienen menor gravedad que los pecados externos, pues el acto externo suele agravar el pecado, en cuanto suele proceder de una voluntad más intensa.

El acto externo no añade de suyo malicia o bondad esencial al acto interno de la voluntad; pero, ordinariamente, aunque de modo indirecto, la acción exterior aumenta la maldad o la bondad del acto interno considerablemente.

4.2.- La peligrosidad de los pecados internos

Sin embargo, de hecho, son muy peligrosos los pecados internos, sobre todo para las personas que desean buscar a Dios, ya que:

  • Se cometen con más facilidad, pues basta el consentimiento de la voluntad.
  • Son más difíciles de evitar, pues su origen está en nosotros mismos.
  • Se les presta menos atención, pues a veces por ignorancia y a veces por cierta complicidad con nuestras pasiones, no los queremos considerar como pecados.
  • Pueden deformar la conciencia, cuando se admite el pecado venial interno de manera habitual o con cierta frecuencia, aunque se quiera evitar el pecado mortal.

Esta deformación puede dar lugar a manifestaciones de irritabilidad, a faltas de caridad, a espíritu crítico, a resignarse con tener frecuentes tentaciones sin luchar eficazmente contra ellas, etc. ; en algunos casos pueden llevar incluso a no querer ver los pecados externos, cubriéndolos con falsas razones, que acaban confundiendo más la conciencia cada vez. Como consecuencia, fácilmente crece el amor propio, nacen inquietudes, se hace más costosa la humildad y sincera contrición, se termina en un estado de tibieza.

5- La envidia

Además de los pecados internos contra la santa pureza, es especialmente dañosa la envidia -tristeza del bien ajeno-, que en su género es pecado mortal, aunque en ocasiones puede ser venial.

5.1.- La envidia, pecado capital

La envidia es un vicio o pecado capital, que nace de la soberbia. Hemos dicho que es tristeza del bien ajeno, y, añadimos, como pecado capital, en cuanto rebaja nuestra excelencia y gloria, es decir, en cuanto mal propio. Decimos que es pecado mortal de suyo, porque se opone directamente a la caridad para con el prójimo; pero al admitir parvedad de materia, en este caso no pasaría de pecado venial.

5.2.- Pecados derivados

De la envidia pueden derivarse otros pecados como son: el odio, la susurración, la detracción, la tristeza en la prosperidad del prójimo, la alegría de su desgracia, y parecidos pecados.

Remedios: suelen señalar los autores la consideración de la vileza y de los males que acarrea este feo vicio, la práctica de la humildad y de la caridad fraterna, así como los ejemplos de Cristo recordados con frecuencia.

“Para edificar la paz se requiere ante todo que se desarraiguen las causas de discordia entre los hombres, que son las que alimentan las guerras … Otras nacen del deseo de dominio y del desprecio por las personas , y, si ahondamos en los motivos más pro­ fundos, brotan de la envidia…”[7]

6. Medios contra los pecados internos

6.1.- Buscar sinceramente a Dios

La oración, la mortificación y el trabajo, buscando sinceramente a Dios, constantemente.

6.2.- Humildad

La humildad, sabiendo que podemos tener todas las miserias que tengan los demás.

6.3.- Confianza en Dios

La confianza en Dios, sabiendo que nos perdona siempre. Y teniendo presente que nos ama a cada uno más que lo que podamos imaginar, de forma que si, por cualquier causa, yo me quedara solo en la tierra , de manera que no hubiera otro ser humano más que yo, Dios no podía quererme más de lo que ya me quiere, ni con un amor más directo y más personal.

6.4.- Los sacramentos

La frecuencia de los sacramentos, que nos dan o aumentan la gracia, y nos sanan constantemente de nuestras miserias cotidianas.

6.5.- Sinceridad

Ejercitarnos en la sinceridad con Dios, con nosotros mismos y en la dirección espiritual, cuidando con esmero el examen de conciencia.

6.6 Purificación del corazón

Este nuestro mundo, por muchas partes, está saturado de erotismo y de codicia. Si no nos cuidamos, nos mancharemos. ¡Purifiquemos el corazón! Sólo así viviremos la verdadera libertad, la alegría sincera, la serenidad interior. ¡Purifiquemos el corazón de la codicia y deseos impuros, que tanto nos esclavizan y hacen perder la paz! ¡Purifiquemos el corazón para ser dueño de uno mismo! Y sobre todo, ¡purifiquemos el corazón para que podamos ver a Dios en la eternidad!

La pureza comienza siempre en el corazón. Si se tiene el corazón limpio, es fácil ser puro en el cuerpo. El noveno mandamiento pide la pureza del corazón, que es condición indispensable para cumplir el sexto mandamiento, que exige la pureza exterior del cuerpo. El décimo mandamiento pide liberar el corazón de toda codicia, que es indispensable para cumplir el séptimo mandamiento. Por eso, lo que veamos en nuestro corazón que desagrada a Dios, quitémoslo.

La pureza de corazón es la energía espiritual que libera el amor del egoísmo y de la codicia. En la medida en que se debilita la pureza en el hombre, su amor se hace progresivamente egoísta.

Esta pureza de mente, de deseo, de corazón y de cuerpo ayuda a desarrollar el verdadero respeto de ti mismo y al mismo tiempo nos hace capaces de respetar a los otros, porque hace ver en ellos personas a quienes venerar, en cuanto creadas a imagen de Dios y por la gracia hijos de Dios, recreadas por Cristo.

7.- El afán desordenado de los bienes materiales

El afán desordenado de los bienes materiales es contrario a la vida cristiana: no se puede servir a Dios y a las riquezas (Cfr. Mt 6:24; Lc 16:13)

7.1.- Los bienes materiales son buenos como medios

Los bienes materiales son buenos, como medio, pero no son fines. El deseo inmoderado de riquezas, con fines egoístas y sirviéndose de medios injustos, provoca tensiones y luchas sociales y políticas, llegando incluso a la guerra entre naciones. Por eso, ese deseo debe ser moderado también mediante la virtud de la justicia distributiva y la justicia social.

La autoridad debe poner los medios para fomentar una mayor prosperidad pública y mejorar el nivel de vida del pueblo. De modo parecido, los padres deben procurarse con diligencia los bienes convenientes para asegurar un buen porvenir para sus hijos, sin caer en la lamentable equivocación de darles facilidades en exceso y dinero en abundancia, pues esto termina por arruinar el carácter y la formación de los hijos.

Los más beneficiados con bienes de fortuna deben cuidar de su mayor rendimiento y oportuna inversión para crear más fuentes de riqueza y más puestos de trabajo, atendiendo más bien al bien social que exclusivamente a la rentabilidad económica. Todos debemos cooperar con el primer factor de riqueza, que es nuestro trabajo, a la mayor prosperidad pública y privada y al mayor bienestar, ayudando especialmente a los más débiles.

La Iglesia ha recordado con frecuencia en  los últimos pontificados su doctrina  a la luz del Evangelio sobre la cuestión socioeconómica. Destacan, en este campo, las encíclicas: Rerum Novarum, de León XIII; Quadragesimo anno,  de  Pío  XI;  Mater  et  Magistra,  de Juan  XXIII y Populorum progressio, de Pablo VI.

Estos principios sociales deben ser aplicados principalmente por el cristiano, que se encuentra inmerso en las realidades temporales por su trabajo, haciéndolo y contribuyendo de esta manera a formar un orden social cristiano.

La virtud de la caridad perfecciona la obra de la justicia, en el remedio de la codicia, debilitándola y llevándonos a preocuparnos por nuestros hermanos, acudiendo al remedio de su necesidad con nuestros bienes, alcanzando con el amor donde no llega la justicia estricta.

7.2.- El apego a los bienes materiales

En el Evangelio, Jesucristo nos anima a considerar la vanidad de los bienes terrenos, que hemos de abandonar definitivamente con la muerte:

“Estad alerta y guardaos de toda avaricia, que no depende la vida del hombre de la abundancia de los bienes que él posee… Por eso os digo a vosotros: no andéis inquietos en orden a vuestra vida, sobre lo que comeréis, ni en orden a vuestro cuerpo, sobre qué vestiréis. Más importa la vida que la comida, y el cuerpo que el vestido… Buscad primero el reino de Dios y su justicia, que todo lo demás se os dará por  añadidura” (Lc 12:15, 22-23, 31).

El pecado es aversión a Dios y conversión a las criaturas: el apego a los bienes material es alimenta radical mente este alejamiento de Dios y, por tanto, de nuestro destino eterno.

7.3.- El corazón está hecho para Dios

No es posible resolver primero los problemas materiales y después, cuando estén resueltos, intentar ser cristianos, pues el corazón está hecho para Dios y si no se le orienta a su amor, se llena de una sed insaciable de cosas materia les, que nunca le podrán saciar.

El afán desordenado de los bienes materiales lleva a la ceguera de la mente, a la inquietud, a la violencia, a la mentira, al fraude, etc… y, sobre todo, ahoga la palabra de Dios, como la cizaña ahoga el buen trigo.

La importancia excesiva que se concede hoy a las cuestiones económicas, no es efecto de ningún progreso, sino de una descristianización: supone un empequeñecimiento y envilecimiento del hombre, cuya dignidad reside en ser criatura espiritual llamada a la vida eterna, como hijo de Dios.

*** *** *** ***

Con este artículo concluimos esta serie de capítulos dedicados al conocimiento de la Moral católica.

Concluimos del mismo modo un proyecto que, durante tres años sucesivos, nos ha llevado a realizar un estudio de nuestra fe (Profundizando en nuestra fe), los sacramentos (Profundizando en nuestra fe II) y la moral (La Moral católica).

Como saben, el conjunto de los artículos que formaron el apartado primero y el segundo ya los pueden encontrar reunidos en sendos libros que se distribuyen en esta web en formato pdf. Dentro de poco, podremos disponer también del conjunto de artículos relacionados con la Moral católica en formato pdf.

Padre Lucas Prados


[1] Cfr. Catecismo Romano, parte lll, cap. X, núm. 3.

[2] Cfr. Catecismo Romano, parle lll. cap. X. núm. 4.

[3] Cf. 1 Tim 6:1 0 ; Sant 1:14 y 4:1 y ss.

[4] Cfr Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I-II, q. 100, a . 5. ad 5 y 6.

[5] Cfr. Aristóteles. lib. I Rhetoric ., cap. 31; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I-II. q. 30; a. 1

[6] A esta exposición general, es preciso añadir aquí dos principios fundamentales en cuanto al 9º mandamiento: 1º El deleite deshonesto interno, consentido y advertido, es siempre pecado mortal y no admite parvedad de materia. 2º Los pensamientos impuros que pudieran venir a la mente de una persona q u e por oficio o condición (padre, médico, etc.) tu viera que tratar de estos temas, siempre que rechazara el consentimiento absoluto, n o son pecado .

[7] Vaticano II, Gaudium et Spes, num. 83.

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

Del mismo autor

Jesucristo y el Magisterio de la Iglesia

Para que la obra salvífica de Jesucristo se extendiera y perdurase...

Últimos Artículos

Homenaje al P. Julio Meinvielle[1]

Por Sergio F. Tacchella El Padre Julio Ramón Meinvielle nació...

La Semana de Pasión

La Semana de Pasión precede a la Semana Santa...