Nuestra fe: la victoria que vence al mundo

Homilía de monseñor Viganò para el Domingo in Albis

Hæc est victoria, quæ vincit mundum: fides nostra. Esta a la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe. I Jn. 5, 4

¡Cristo ha resucitado!

En este día en que la Iglesia ruega por los neófitos, que hasta ayer vestían las vestiduras blancas recibidas durante la Vigilia Pascual, toda la liturgia constituye un himno a la Fe: la exhortación de la epístola de San Juan, con la profesión de fe en Jesucristo Dios; en el Evangelio, el pasaje de la incredulidad de Santo Tomás y su profesión de fe en la divinidad del Salvador: Dominus meus, et Deus meus (Jn. 20, 28).

La palabras de la Epístola en particular merecen a mi juicio una reflexión que podríamos aplicar de forma concreta a nuestra vida diaria. Todo el que viene de Dios vence al mundo, dice San Juan. ¿Y quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Vencer al mundo: parecen palabras casi ilusorias en un mundo que despliega su poder arrogante sobre todo, en una sociedad que ofende públicamente a Dios, que menosprecia y rechaza la Redención, y que llega al punto de meter mano en la Creación con monstruosidades indignas de naciones que se declaran civilizadas.

Fuera de esta iglesia, y difícilmente fuera de nuestros hogares -sobre todo si guardamos las distancias con ese instrumento infernal que es el televisor- el mundo se está trastornando en medio de la indiferencia general: todo principio es trastocado, toda justicia negada y toda virtud ridiculizada en tanto que se promueve y celebra el vicio. Una sociedad de muerte, para personas muertas de alma antes que de cuerpo: aborto, vacunación forzosa, eutanasia, mutilaciones horrendas, homicidios y violencia de todo género son los rasgos que caracterizan esta sociedad apóstata y volcada al mal.

Muerte, enfermedad, pecado, mentira: sobre todo ello extiende su poder el príncipe de este mundo. Pero si esa es el sello distintivo de la civitas diaboli, la vida es el sello que distingue la civitas Dei, la ciudad de Dios, en la que Cristo reina con su santa Ley. Cristo, que por ser Hijo de Dios y por ser Dios mismo ha padecido y muerto en la Cruz para redimirnos del pecado, triunfó sobre la muerte al tercer día resucitando y haciéndose ver de sus discípulos y de las santas mujeres. Al resucitar, pagó la deuda infinita contraída por Adán con la Divina Majestad: no sólo le pertenecemos por ser criaturas suyas, sino porque nos ha redimido; dicho de otro modo: nos ha rescatado, nos ha vuelto a adquirir. El extraordinario milagro de la Resurrección, testimoniado como ningún otro acontecimiento histórico, es el fundamento de nuestra fe. Esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe. Y ha vencido al mundo que porque el mundo no procede de Dios, y tal es el destino inexorable de todo aquel que se sustrae al  señorío de Jesucristo.

Creer que Jesucristo es Hijo de Dios -es decir, que Él mismo es Dios- es el acto sobrenatural por el que sometemos el intelecto a una verdad revelada que se impone en razón de la autoridad de Aquél que le revela, verdad que es evidente para los sentidos. Y siendo Dios el revelador, su autoridad no puede ser puesta en duda, como tampoco la certeza de que Él es la verdad por excelencia y no nos engaña.

Este asentimiento del intelecto, este acto de la virtud teologal de la Fe, queda confirmado y corroborado con el acontecimiento de la Resurrección. En la secuencia Victime paschali cantamos Scimus Christum surrexisse a mortuis vere; sabemos a ciencia cierta que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos porque nos fiamos del testimonio de los Apóstoles, de la Virgen María y de todos los que vieron y tocaron al Señor, comieron y hablaron con Él y caminaron a su lado.

La fe católica no anula la razón, porque sabe que todo lo que Dios ha revelado y pertenece al dominio de la Fe no puede contradecir en modo alguno lo que seguimos descubriendo sobre la Creación. Nos muestra con orgulloa el sepulcro vacío del Redentor, porque ninguna ciencia podrá jamás negar que el grandísimo milagro de la Resurrección demuestra la divinidad de Cristo, que por Sí mismo resucitó y derrotó la muerte del cuerpo y la del alma, ambas consecuencia del pecado original.

Las vestiduras bautismales que depusieron ayer los recién bautizados –in albis depositis- nos evocan la parábola de las bodas del hijo del rey (Mt.22, 1-14) y la antigua costumbre de los soberanos orientales de enviar a los convidados el atuendo con el que debían vestir para el banquete. Por ese motivo el rey, cuando vio que uno de los invitados no iba adecuadamente ataviado, lo mandó atar y expulsar del palacio. Las vestiduras nupciales simbolizan el Bautismo y la Fe, sin los cuales es imposible participar en el banquete prepara para muchos, pero al que sólo unos pocos son dignos de asistir. Porque muchos son los llamados, y pocos los escogidos (Mt. 22, 14).

De ahí la necesidad del Bautismo y de la Fe, de la indumentaria blanca con que habremos de presentarnos ante el Rey que nos ha convidado al convite celestial, cuyas gracias se esparcen a diario en nuestros altares. No nos olvidemos de mantener el alma más blanca que la nieve, como cantamos en la antífona de la aspersión dominical en recuerdo del bautismo pascual. Recurramos con frecuencia a la Confesión, que es el único tribunal en el que el culpable, si está sinceramente arrepentido, es absuelto de las culpas contraídas.

Y para evitar la inmundicia del pecado, mantengámonos alejados de todo cuanto pueda manchar nuestras vestiduras blancas: las malas compañías, los espectáculos y lecturas inmorales, las insidias de ciertos sitios de internet y de la disipación y la desvergüenza de la televisión. Procuremos vivir cada día de nuestra vida terrenal como vivían en la antigüedad los neófitos la octava de la Pascua: recordando el lavado purificador del santo Bautismo, por el que nos convertimos en hijos adoptivos de Dios gracias a los méritos infinitos que adquirió el Señor con la Pasión. Agradezcamos a la Providencia la gracia de habernos hecho cristianos y la misericordia de la que nos beneficiamos en la Confesión sacramental; demos testimonio con nuestra coherencia de vida de que somos dignos de aquel Bautismo y estamos dispuestos a dar la vida por Cristo, si tal es la voluntad de Dios. No nos avergoncemos de combatir por la gloria de Dios, de defender constantemente el honor de la Iglesia, en muchos casos contra sus propios ministros, de exigir que respeten nuestra Santa Religión quienes quieren borrarla del pasado, el presente y el futuro para promover la inclusividad del mal.

El católico no sigue una religión humana, ni la de un profeta que murió, ni tampoco las de un filósofo que dejó sus ideas para la posteridad. Los ídolos del mundo, las ideologías que propone entremezclando antiguos errores y mentiras nuevas, son obras de muerte que se desecarán al viento como el heno en verano. No consintamos que esa cloaca anegue lo que queda de verdadero, bueno y bello en este mundo.

Seamos discípulos de Cristo, seamos seguidores suyos, demos testimonio de su divinidad, de la Redención que efectuó, del destino de bienaventuranza eterna que aguarda a todos cuantos creen en Él. Hæc est victoria, quæ vincit mundum. Así sea.

+Carlo Maria Viganò, arzobispo

16 de abril de 2023

Dominica in Albis

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Mons. Carlo Maria Viganò
Mons. Carlo Maria Viganò
Monseñor Carlo Maria Viganò nació en Varese (Italia) el 16 de enero de 1941. Se ordenó sacerdote el 24 de marzo de 1968 en la diócesis de Pavía. Es doctor utroque iure. Desempeñó servicios en el Cuerpo Diplomático de la Santa Sede como agregado en Irak y Kwait en 1973. Después fue destinado a la Nunciatura Apostólica en el Reino Unido. Entre 1978 y 1989 trabajó en la Secretaría de Estado, y fue nombrado enviado especial con funciones de observador permanente ante el Consejo de Europa en Estrasburgo. Consagrado obispo titular de Ulpiana por Juan Pablo II el de abril de 1992, fue nombrado pro nuncio apostólico en Nigeria, y en 1998 delegado para la representación pontificia en la Secretaría de Estado. De 2009 a 2011 ejerció como secretario general del Gobernador del  Estado de la Ciudad del Vaticano, hasta que en 2011 Benedicto XVI lo nombró nuncio apostólico para los Estados Unidos de América. Se jubiló en mayo de 2016 al haber alcanzado el límite de edad.

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