Queridos hermanos en Cristo: Participamos en estos momentos de la obra más santa, la más grande, maravillosa y divina de la creación y por toda la eternidad: el Santo Sacrificio de la Misa. La Santa Misa es, en sustancia, el mismo sacrificio del Gólgota. Asistimos a la misma obra que realizó Cristo en la Cruz y que Cristo, eterno Sumo Sacerdote, realiza ahora y por siempre en el Cielo en presencia de la Santísima Trinidad: el sacrificio de la alianza eterna.
El arzobispo Fulton Sheen dijo en una ocasión: «Hay ciertas cosas en la vida que son demasiado bellas para olvidarse. Tal el amor de una madre. Por eso guardamos su fotografía como un tesoro. El amor de los soldados, que se sacrificaron por su patria, es igualmente demasiado hermoso para ser olvidado. Y por eso reverenciamos su recuerdo en el Día de los Caídos. Pero la más grande bendición que jamás descendió a este mundo fue la visita del Hijo de Dios en forma y en hábito de hombre. Su vida, sobre todas las vidas, es demasiado bella para olvidarse; y por eso guardamos como un tesoro la divinidad de sus Palabras en la Sagrada Escritura y la caridad de sus obras en nuestras acciones diarias. Desgraciadamente, esto es todo lo que algunas almas recuerdan: concretamente sus Palabras y sus Obras; y sin embargo, siendo tan importantes, no son la mayor característica del Salvador Divino. El acto más sublime de la historia de Cristo fue su muerte. […] Si, pues, la muerte fue el momento supremo por el que vivió Cristo, eso fue precisamente lo único de lo que Él mostró deseo de que lo recordásemos. No pidió que se consignasen por escrito sus Palabras en la Escritura; no pidió que se recordase en la historia su bondad para con los pobres; pero sí pidió que los hombres recordasen su muerte. Y para que su recuerdo no fuese una narración arbitraria por parte de los hombres, Él mismo instituyó el modo concreto como había de ser conmemorada.»
Citemos una vez más a monseñor Fulton Sheen: «Por eso la Misa es para nosotros el acto cumbre del culto cristiano. El púlpito, en el cual se repite la palabra de Nuestro Señor, no nos une con Él; el coro, en que resuenan suaves melodías, no nos aproxima más a su cruz que a sus vestiduras. Un templo sin el altar del sacrificio no existe entre los pueblos primitivos y no tiene sentido entre los cristianos. Y así, en la Iglesia Católica el altar, y no el púlpito, o el coro, o el órgano, es el centro del culto; porque en él se celebra el memorial de su Pasión. Su valía no depende de quien la diga ni de quien la oiga, sino de Aquel que es único Sumo Sacerdote y Víctima, Nuestro Señor Jesucristo. La misa es por esta razón el más grande acontecimiento de la humanidad, el único Acto Santo que aparta la ira de Dios de un mundo pecador, porque levanta la cruz entre el Cielo y la Tierra.»
Cuando nos damos cuenta de lo que es cada Santa Misa y creemos de veras en ello, cada detalle del rito, cada palabra, cada gesto tienen su importancia y cobran un sentido sumamente profundo y espiritual. Desde el momento en que entramos a una iglesia para participar en la Santa Misa, debemos elevar la mente y el corazón al Gólgota y la liturgia celestial. El beato cardenal John Henry Newman escribió: «Sólo la Iglesia Católica es bella. El celebrante, el diácono y el subdiácono, los acólitos con cirios, el incienso, los cantos, todo combinado en un mismo fin, a un solo acto de culto. Notas que realmente estás adorando; todos tus sentidos, ojos, oídos, el olor, todo te dice que se está llevando a cabo un acto de culto. El coro cantando el Kyrie, las inclinaciones del sacerdotes y los acólitos, el rezo del Confíteor… Esto es culto, y supera de lejos toda razón.» (en palabras de White en la novela Perder y ganar).
San Juan María Vianney explicó así la grandeza de la Santa Misa: «Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras que la Santa Misa es obra de Dios. El martirio no es nada en comparación, porque es el sacrificio en el que el hombre ofrenda su vida a Dios; pero la Misa es el sacrificio en el que ofrenda al hombre su Cuerpo y su Sangre. ¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría. Dios le obedece: pronuncia dos palabras, y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia. Dios mira el altar y dice: «Ahí esta mi Hijo amado en quien me complazco». No puede rechazar nada ante los méritos de la ofrenda de semejante Víctima. Si alguien nos dijera: «A tal hora resucitará fulano», nos apresuraríamos a ir a verlo. ¿Y acaso la Consagración, que transforma el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Dios, no es un milagro mucho mayor que resucitar a un muerto? Si conociéramos el valor del Santo Sacrificio de la Misa, o mejor, su tuviéramos fe, deberíamos asistir a él con mucho más fervor».
Y San Pedro Julián Eymard, dice: «¿Por qué quiso Jesucristo establecer relaciones tan íntimas entre su muerte y la Eucaristía? Ante todo, para recordarnos cuánto le ha costado este sacramento. La Eucaristía es, en efecto, fruto de la muerte de Jesús. La Eucaristía es un testamento, un legado, que no puede tener valor sino por la muerte del testador. Jesús debía, por tanto, morir para convalidarlo. Por eso, cuantas veces nos hallamos en presencia de la Eucaristía debemos exclamar: «Este precioso testamento ha costado la vida a Jesucristo y nos da a conocer la inmensidad de su amor, ya que Él mismo dijo que la mayor prueba de amor es dar la vida por los amigos». La prueba suprema del amor de Jesús es el haber muerto por conquistarnos y dejarnos la Eucaristía. ¡Cuán pocos son los que tienen en cuenta este precio de la Eucaristía! Y, sin embargo, bien a las claras nos lo dice Jesús con su presencia. Pero nosotros, como hijos desnaturalizados, no pensamos más que en sacar provecho y disfrutar de nuestras riquezas sin acordarnos de Quién nos las adquirió a costa de su vida.»
Queridos hermanos, recibamos al Señor Eucaristía con amor, con pureza de corazón, arrodillados en actitud de oración, con gesto de humildad y pequeñez, abriendo la boca para recibir al Santísimo, al Rey del universo, en una pequeña Hostia consagrada. Señor, cuando te tenemos en la Eucaristía, lo tenemos todo y no deseamos nada. Amén.
Homilía de S.E. monseñor Athanasius Schneider
Iglesia de San Antonio de Padua, Winnipeg (Manitoba, Canadá)
30 de mayo de 2018
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)