Imagine que pudiera alimentarse del sol. Imagine también que pudiera hacerlo sin perecer. ¿Qué pasaría? Ingeriría nuestra fuente de luz y de calor. Tendría en su interior tanta luz y calor como pudiera querer o necesitar. Olvídese de pagar la luz cada mes, de comprar lámparas o de desplazarse en invierno a lugares de clima más cálido.
Cuando recibimos a Jesús en el Santísimo Sacramento, recibimos la fuente de toda luz y calor sobrenatural, pues verdaderamente Él es el Sol de Justicia. Recibimos a Dios mismo, al mismísimo Hijo de Dios, inseparable del Padre y el Espíritu Santo. San Efrén de Siria escribió:
«Llamó al pan su cuerpo vivo y lo llenó de Él y de su Espíritu. (…) Quien lo come con fe, se nutre de Fuego y Espíritu. (…) Tomad y comed todos de Él, y comed con Él al Espíritu Santo. Pues verdaderamente es mi cuerpo y quien lo coma tendrá vida eterna». [1]
El solo hecho de que no perezcamos en el momento de entrar en contacto con este fuego eterno e infinito es un milagro mayor que comer el sol y no morir. Nuestro Señor nos protege, y tiene el detalle de tapar su deslumbrante gloria para no cegarnos, e irradia suavemente su paz.
Por recibir este fuego divino –mucho más potente en el alcance y magnitud de sus posibles efectos espirituales que cualquier fuego físico– recibir la Eucaristía dignamente nos purifica, ilumina y une a Dios. La Sagrada Eucaristía tiene en el alma y sobre el alma el mismo efecto que el fuego sobre una sustancia combustible: quema las tendencias contrarias y transforma la materia asumiéndola. Pero como el alma espiritual es incorruptible, puede volverse fuego sin perecer, como en el milagro de la zarza ardiente. Hace con el alma lo que el fuego solar con la Tierra: difunde luz, calienta los cuerpos y hace crecer la vegetación.
Como hemos aprendido de los Padres, Doctores y místicos de la Iglesia, la Presencia verdadera de Jesús tiene un efecto idóneo en nuestra alma y nuestro cuerpo. Actúa principalmente en el alma, porque –al igual que, una vez más, el sol– Jesús irradia la Gracia a todo lo que lo rodea, a todo lo que toca, conforme a su voluntad, «en la medida del don de Cristo» (Ef. 4,7).
Así como en la curación de la hemorroísa, la sangre enferma del viejo Adán no puede ser sanada por ningún remedio humano, sino únicamente mediante el toque del nuevo Adán, el Médico de las almas. El Señor toca primero la esencia del alma, aumentándole la gracia que la hace agradable a Dios, hija adoptiva del Padre, hermana y esposa del Hijo (soror mea, sponsa mea, como dice el Cantar de los cantares) y templo del Espíritu Santo. [2] Toca las potencias del alma, las infoma con virtudes y la fortalece en el ejercicio de la virtud. Aviva esas potencias, suscitando en nosotros actos de fe, esperanza y caridad y todas las virtudes. Sólo en la vida venidera podremos saber cuántas veces fue Jesús el que, ante la apática torpeza de nuestra naturaleza caída, animó nuestra alma a actuar y nos instó a dar frutos gratos a Dios y provechosos para nosotros.
La Sagrada Comunión también tiene su efecto en el cuerpo. Es muy importante comprender esto, aunque no lo entendamos del todo. Se diría que el hombre actual de Occidente, cubierto por la larga sombra de Descartes, está aquejado de una tendencia a considerar que lo espiritual pertenece exclusivamente a la esfera del espíritu y dejar que la carne se se las arregle como pueda, como si fuera huérfana. No es eso lo que quiere el Señor que creó los cielos y la tierra para nosotras, sus criaturas materiales. Por medio de la Sagrada Eucaristía, nuestra carne se vuelve más obediente y dócil al alma, y más receptiva por tanto para que el alma la informe y para la virtud.
El Señor se siembra en la carne como simiente de inmortalidad: irradia vida divina, existencia divina, sobre lo que tiene una mera vida y existencia terrenales. Su presencia es como una radiación benéfica. Sabemos que la radiación normal deforma las células. Pero la radiación del Hijo de Dios hace todo lo contrario: infunde una perfección oculta en las células, en toda la sustancia corporal, para que en el último día la carne se reconozca a los ojos de Dios como carne marcada para Cristo, propiedad suya, carne digna y capaz de ser resucitada a imagen del Rey glorificado. Él quiere transformar la carne, día tras día, en carne que él resucitará como si fuera suya.
Quienes han participado de la Eucaristía han comido la carne y bebido la sangre de Aquel que es la Resurrección y la Vida. Tienen la carne y la sangre sellada invisiblemente con la firma y el sello de la carne y la sangre eternamente vivientes de Jesús. A los omnividentes ojos de Dios Padre, la persona alimentada con la Eucaristía tiene un aspecto muy diferente de quien no se ha nutrido así. No sólo en su alma, sino en su misma carne lleva «las señales de Jesús» (Gál. 6,17). Como dice Santo Tomás, recibimos a Christus passus, el Cristo que ha padecido, ahora glorificado [3]. El cuerpo que se ajusta al Cristo sufriente se conforma a la gloria de Él, como nos dice San Pablo [4].
Podemos ilustrarlo con un ejemplo en sentido inverso. Si se siembra un campo con sal, como hicieron los romanos en Cartago, se destruye la fertilidad del suelo; durante muchas generaciones no podrá producir cosechas. Si, en cambio, se siembra en el cuerpo humano la sal de Jesucristo, se volverá terreno fértil para todas las épocas, para la eternidad; la sal del Espíritu lo preservará de toda corrupción. Y eso es algo que Dios encuentra en el cuerpo del comulgante, informado y afectado por la presencia del Hijo recibido en la Sagrada Comunión. No es que Dios imagine una diferencia; es que, en efecto, hay una diferencia ontológica. Reginald Garrigou-Lagrange lo expresa así: «Se podría decir que la Eucaristía deja semillas de inmortalidad en el cuerpo, que está destinado a resucitar y reflejar la gloria del alma». [5]
Hay una relación de causa a efecto entre el Señor resucitado y la resurrección de nuestra carne, entre comer su cuerpo y ser resucitados corporalmente en el último día para una realidad eterna. Quienes no lo hayan comido ciertamente resucitarán de entre los muertos, pero su resurrección será un castigo, no un premio. Resurrección para condena y muerte eterna, no para vida y gloria. Señala Santo Tomás que la carne de los condenados no es perfecta como la carne de Cristo, sino que siempre será susceptible al dolor, siempre muriendo sin terminar de morir. ¡Que el Señor tenga misericordia y nos libre de tan infame resurrección, y nos permita participar de su triunfo glorioso sobre el pecado y la muerte!
En su magnífica encíclica sobre la Eucaristía Mirae Caritatis, León XIII atestigua este doble efecto del divino Sacramento sobre el alma y el cuerpo:
«Agrégase a esto, que con este Sacramento la esperanza de los bienes inmortales y la confianza en los auxilios divinos maravillosamente se robustecen y confirman. Pues el deseo de la felicidad, grabado e innato en todos los hombres, se hace más agudo con engaños patentes de los bienes terrenos, y con las injusticias de los hombres perversos y los demás trabajos del cuerpo y del alma.
»Empero el augusto Sacramento de la Eucaristía es causa y prenda a la vez de la divina gracia y de la gloria celestial, no ya sólo con relación al alma, sino también al cuerpo, pues él enriquece los ánimos con la abundancia de los bienes celestiales y derrama en ellos gozos dulcísimos que exceden en mucho a cuanto mucho a cuanto los hombres puedan en este punto entender ni ponderar; en las adversidades la Eucaristía sustenta; en los combates de la virtud confirma; guarda las almas para la vida eterna, y a ella conduce como viático preparado al intento. A este cuerpo nuestro, caduco y deleznable, la Hostia divina hace que en su día resucite; porque el cuerpo inmortal de Cristo infunde en él la semilla de la inmortalidad que ha de brotar alguna vez. Uno y otro bien, el del cuerpo y el que ha de gozar el alma, la Iglesia lo ha enseñado siempre conforme a la sentencia de Cristo: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el último día»» (Jn.6, 55). [6]
San Juan Cristóstomo da un testimonio semejante:
«Os ruego que no nos matemos por irreverencia, sino que nos acerquemos con temblor y pureza a este sacramento. Y cuando lo veáis ante vosotros, decíos para vuestros adentros: «Gracias a este Cuerpo ya no soy tierra y cenizas, ya no soy prisionero sino libre; gracias a él tengo esperanza en el Cielo, y en recibir allí lo bueno, inmortalidad, la porción de los ángeles, trato con Jesús»». [7]
Esto es lo que debemos preguntarnos: ¿Creo que Jesucristo, Señor del Cielo y la Tierra, está verdadera y sustancialmente presente en el Santísimo Sacramento? En ese caso, puedo hacer mucho más que seguirlo de lejos, como los acobardados apóstoles durante la Pasión: puedo nutrirme del Camino, la Verdad y la Vida, puedo hacerme uno mismo con Él y permitir que su realidad conforme mi mismo ser.
La verdad que nos esforzamos por conocer y que aspiramos a contemplar cara a cara en la visión beatífica, esa misma Verdad, es nuestro alimento, y podemos consumirlo y asimilarlo. La Vida que ansiamos, la bienaventuranza, la vida del Cielo. Esa Vida podemos asumirla en nuestro ser. Que Dios se nos entregue a Sí mismo es algo que supera con creces nuestro limitado entendimiento, pero no el ilimitado poder de Dios. El Camino que intentamos seguir, en el Evangelio, no es una filosofía sino una Persona, el Verbo hecho carne, y esa Persona se nos entrega a nosotros.
¿Creemos que es Emanuel, Dios con nosotros, que Dios habita entre nosotros? Oculto, sí, pero real. De hecho, es mucho más real que nosotros mismos. ¡Acudamos a Él, corramos a la realidad! Dios es la fuente de toda realidad, de todo bien, de toda santidad, de toda dicha.
«¡Oh vosotros, sedientos todos, venid a las aguas! Venid también los que no tenéis dinero, comprad y comed; sí, venid y comprad, sin dinero y sin pago, vino y leche. ¿Por qué pagáis dinero por lo que no es pan, y os fatigáis por lo que no puede saciaros? ¡Escuchadme con atención, y comeréis lo que es bueno, y vuestra alma se recreará con pingües manjares». [8]
¿Qué dice Nuestro Señor en el Evangelio de San Juan? «La vida eterna es que te conozcan a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo Enviado tuyo» (Jn. 17, 3). Y dice también: «Yo he venido para que tengan vida, y vida sobreabundante» (Jn.10,10). La Santa Misa es el Sacrificio de Cristo actualizado en medio de nosotros. Es la ofrenda de Él, y la nuestra unida a la suya. Nos trae el sacramento de su pasión, muerte y resurrección, y por medio de ella, mejor dicho, en comunión con el Señor mismo, padecemos, morimos y volvemos a la vida.
No siempre nos parecerá el culmen de nuestra vida interior ni de la vida cristiana, pero eso no viene al caso. Nuestra religión no consiste en sentimientos, ni siquiera en pensamientos, sino en la comunión con el misterio. Tiene que ver con realidades tan grandes que escapan a nuestro entendimiento y que Dios nos arroja encima, y respondemos a ellas desde las tinieblas de la fe. No debemos fiarnos de nuestros mudables sentimientos ni de ideas inciertas, sino del Verbo eterno, que es la única roca sobre la que podemos edificar. Si edificamos sobre la roca de la Misa –la Misa íntegra y auténtica, el santoral con que podemos contar y que la tradición católica nos ha transmitido a lo largo de los siglos–, nuestra casa se mantendrá eternamente sobre cimientos estables.
Todo hombre vive para la Eucaristía o desea vivir de ella aunque no lo sepa. Esto obedece a que todo el mundo anhela la vida de Dios, ser dios, ser inmortal y plenamente dichoso, y la Eucaristía es el alimento de la inmortalidad, de la divinización, por el que Dios viene a nosotros y nos eleva a Él. Todo ello se realiza en la fe, como a través de tinieblas, pero en tanto que confiemos en las infalibles e inquebrantables promesas de Jesucristo, verdaderamente presente en el Santísimo Sacramento, la Eucaristía será para nosotros la gran garantía de que vamos bien encaminados hacia el Cielo, y además nos infundirá fuerzas para alcanzar ese objetivo, que supera de lejos nuestras propias fuerzas.
Unámonos de todo corazón y con alegría al Señor-Eucaristía, y recíbamoslo con tanta frecuencia como podamos, para que nuestra vida sea cada vez más una acción de gracias por su gran obra redentora en nosotros.
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[1] Sermón IV sobre Semana Santa: CSCO413/Syr. 182, 55, citado por S. Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), nº 17.
[2] V. Suma teológica I-II, q.110.
[3] Suma teológica III, q.66, art. 9: «La Eucaristía es una conmemoración de la muerte de Cristo, en tanto que el Cristo sufriente se nos ofrece como banquete pascual».
[4] V. entre otros, Rom. 8, 17.
[5] Reginald Garrigou-Lagrange,
[6] León XIII, encíclica Mirae Caritatis (28 de mayo de 1902), nº 9.
[7] San Juan Cristóstomo, Sobre la Epístola a los Corintios 24,4 (PG 61, 203), citada por Benedicto XVI, Carta con ocasión del XVI centenario de la muerte de San Juan Crisóstomo (10 de agosto de 2007).
[8] Is. 55, 1-2.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)