El 22 de mayo de este año se cumplen 45 años de la aprobación en Italia de la funesta ley 194, que introdujo en nuestra legislación el aborto, es decir el homicidio de estado. Ley –no lo olvidemos– que entró en vigor tras la aprobación por parte de un Presidente de la República y un primer ministro católicos, democristianos.
La ley abortista se proclama como una conquista importante para la mujer, imprescindible para su libertad. El semanario L’Espresso del pasado 14 de mayo reprodujo una antigua portada, obscena y blasfema, que había publicado originalmente el 19 de enero de 1975 en la que aparece la imagen de una mujer embarazada crucificada porque no tiene libertad para optar por el aborto. «Después de 45 años –dice L’Expresso— hay que seguir defendiendo la ley del aborto porque permite esa libertad de elección».
Ahora bien, según la filosofía perenne, y también según la moral cristiana, no existe la libertad para elegir lo que es intrínsecamente malo. Para poder realizarse, la libertad humana presupone un objeto concreto al que referirse, unas reglas absolutas que cumplir. Esas reglas están inscritas en la misma naturaleza humana y conforman la ley natural, que es también ley divina, porque el autor de la naturaleza humana es Dios. El hombre, antes de ser persona, posee una naturaleza sobre la que se fundan sus deberes y sus derechos, recogidos en una ley moral objetiva y universal. Por eso Juan Pablo II afirmó en la encíclica Veritatis splendor que sólo aceptando la ley moral que da Dios al hombre «encuentra la libertad su plena y verdadera realización» (nº35).
La libertad no consiste en la posibilidad de escoger entre el bien y el mal, sino en la capacidad de la voluntad para tender al bien, y en primer lugar a Dios, sumo bien del hombre. Lo que el hombre elija no puede cimentarse en el principio de la propia libertad, sino en el ontológico de una ley natural objetiva, escrita en la realidad y conforme a la razón y al bien. Infringir esta ley es un mal en sí, y el hombre tiene el deber de escoger el bien y ningún derecho a optar por el mal. Por esa razón, en la encíclica Evangelium vitae Juan Pablo II vuelve a explicar que los católicos tienen que considerar la 194 una ley inicua y falta de validez legal, porque «cuando una ley civil legitima el aborto o la eutanasia deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil moralmente vinculante» (nº72).
Sorprende por tanto que la libertad de elección de la mujer sea un lema que enarbolen ciertas organizaciones y personas del mundo pro vida para combatir el aborto. Hablar de opción por la vida no sólo constituye un error léxico, sino también conceptual. Elegir supone en realidad un acto de la voluntad que permite preferir una postura por encima de otra, como si ambas fueran legítimas, sin la menor alusión a una ley que las trascienda. En realidad, el mal intrínseco del aborto radica en que conculca la propia ley moral que prohíbe matar a un inocente, lo cual no es una alternativa lícita a dejar vivir al inocente.
Afirmar el derecho a vivir supone implícitamente reconocer que existe el derecho a renunciar a la vida. Pero el derecho a morir no existe, y el derecho a vivir no es una opción, sino una obligación moral. Es más, la vida no se escoge; se recibe. No es una opción, sino un regalo. Por encima de nuestra voluntad de vivirla o de renunciar a ella, la vida es un regalo, un regalo de Dios. No somos dueños de ella, y alcanzará su plena realización en la eternidad, como afirma Juan Pablo II en Evangelium vitae evocando las palabras del Evangelio (cf. 1 Jn.3, 1-2) y del Antiguo Testamento: «don de Yahvé son los hijos, el fruto del seno es un regalo» (Sal. 127/126, 3; cf. Sal. 128/127, 3-4).
Hablar de elegir hace pensar en el libre albedrío, y excluye una ley moral vinculante para el hombre o prescinde de ella. Y sin embargo esa ley moral es la única barrera que no se puede traspasar y que podemos levantar contra las fuerzas revolucionarias que asaltan actualmente nuestra civilización. Por otra parte, la batalla se desenvuelve en el terreno de los derechos subjetivos, y por consiguiente en de la dinámica de las fuerzas políticas y acarreará inevitablemente su derrota, porque sólo la Verdad y el Bien, en su pureza e integridad, están destinados a triunfar en el tiempo y en la eternidad.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)