Entre los más firmes opositores de la Ostpolitik es preciso recordar una figura de notable talla cultural y moral: el padre Alessio Ulisse Floridi (1920-1986).
Ingresó jovencísimo en la Compañía de Jesús, habiendo estudiado previamente en el Pontificio Collegium Russicum, donde había aprendido perfectamente la lengua rusa. En 1949 fue ordenado sacerdote por el rito bizantino eslavo.
Como algunos de sus correligionarios, aspiraba a llevar a cabo un apostolado clandestino en Rusia, pero sus superiores lo destinaron a la redacción de La Civiltà Cattolica, revista que estaba considerada el buque insignia de la Compañía.
El padre Floridi se convirtió en el sovietólogo por excelencia de esta publicación quincenal, en la que colaboraba con artículos redactados a partir de lecturas de primera mano en diarios, revistas y documentos procedentes de la Unión Soviética. Sus artículos, abundantes en notas y observaciones, eran leídos y apreciados por su seriedad por los propios comunistas tanto en Italia como en el extranjero.
La elección de Juan XXIII al solio pontificio y la proclamación del Concilio Vaticano II supusieron un vuelco en la vida de los redactores de La Civiltà Cattolica. En su comentario necrológico tras el fallecimiento del padre Floridi, publicado el 10 de diciembre de 1986, la publicación de los jesuitas cuenta que dejó la revista porque encontraba demasiado estática y sedentaria la vida de columnista. En realidad, como me contó en persona el padre Floridi, se deshicieron bruscamente de él por no plegarse a las imposiciones de sus superiores, que le habían pedido que aplicase al comunismo la máxima de San Francisco de Sales según la cual se atrapan más moscas con miel que con hiel.
El mismo discurso habían tenido con el padre Giovanni Caprile (1917-1193), que por el contrario aceptó la sugerencia y pasó de ser un crítico implacable de la Masonería a hacer apología de ésta. El padre Floridi recordaba que el voto de obediencia de los jesuitas no era indiscriminado como muchos creen, sino que apenas obliga a ir dondequiera los envíe su santidad entre fieles e infieles (V. Constituciones, parte 7ª).
Así que no intentó zafarse cuando en las altas esferas se decidió que se lo enviara lo más lejos posible de Villa Malta, sede romana de La Civiltà Cattolica. De ese modo fue a parar primero a Brasil, entre los exiliados de Rusia, y más tarde a Estados Unidos, donde desempeñó una fructífera labor entre los católicos ucranianos de rito oriental, sin hacer en ningún momento concesiones a las nuevas tendencias. Cuando lo conocí en 1977, el padre Floridi era un hombre imponente de cincuenta y siete años con su ancho y jovial rostro enmarcado por una barba negra, con el humor típico de un auténtico y castizo romano.
En 1976 había publicado en la editorial La casa de Matriona el libro Moscú y el Vaticano, traducido posteriormente a varias lenguas, que sigue siendo un texto de referencia ineludible para el estudio de las relaciones entre la Santa Sede y el Kremlin. El 28 de noviembre de 1977 sostuve con él una extensa entrevista para la revista mensual Cristianità, la cual reproduzco íntegramente a continuación.
Al releerla, tengo la impresión de que su análisis histórico nos ayuda a entender a fondo la Ostpolitik de ayer y la de hoy (In tema di dissenso e di Ostpolitik, publicada en Cristianità, 32 (1977), pp. 3-4).
P.: El estilo del libro que ha dedicado al tema de Moscú y el Vaticano es muy singular. Lleva por subtítulo Los disidentes soviéticos ante el «diálogo». Es decir, la política de distensión entre la Santa Sede y el Kremlin juzgada por la disidencia soviética. ¿Qué fue lo que despertó su interés por los disidentes soviéticos?
R.: Es muy sencillo. Siempre he estudiado la Unión Soviética, el hombre soviético, hombre cuya naturaleza no es diferente de la nuestra a pesar de la artificialidad del régimen en que vive. Por ello, me he dado cuenta de que algo pasaba en ese mundo, de que empezaba a producirse una reacción.
P.: Esa reacción, ¿está limitada a una élite cultural, o se extiende a todo el pueblo soviético? De hecho, se sospecha que se trata de un movimiento insuficientemente arraigado, de una especie de moda cultural…
R.: El fenómeno no se limita en modo alguno a una élite intelectual. De manera especial la disidencia religiosa se extiende amplias capas de la población. Pienso, por ejemplo, en los católicos ucranianos y lituanos, en los bautistas, en la Iglesia Ortodoxa de las catacumbas, en los seguidores del padre Dudko, o en todo lo que está sucediendo en Polonia, donde la disidencia se desarrolla y extiende entre la clase obrera. Hay que reconocer, no obstante, que la realidad de la disidencia no coincide siempre ni necesariamente con la imagen que tenemos de ella en Occidente. En Occidente sólo se conoce, en realidad, cierta disidencia que se filtra a través de los canales intelectuales, mientras conocemos en mucha menor medida la realidad de la disidencia religiosa popular.
P.: ¿Cuál es, entonces, la opinión de los disidentes sobre el «diálogo» entre Moscú y el Vaticano?
R.: Sumamente negativa. Los disidentes no tienen la menor confianza en el diálogo, cuyas consecuencias, además, viven de forma concreta. Deberían ser ellos quienes se beneficiaran de esta política de distensión, y son en realidad las víctimas. Añadiré que me parece inconcebible que, por parte de los católicos, se quiera arrojar sobre ellos la sombra de la desconfianza y la sospecha. Me refiero a un artículo de un correligionario mío suizo, el padre Hotz, publicado en La Civiltà Cattolica, y que por cierto la revista de ustedes ha refutado magníficamente. Me parece una paradoja que mientras los disidentes piden a los católicos de Occidente que desconfíen del diálogo, sean los propios católicos los que en Occidente inviten a recelar y desconfiar de los disidentes.
P.: ¿Cuáles son los intereses del Kremlin en el diálogo?
R.: Por medio del silencio la Unión Soviética obtiene el silencio del Vaticano. Y ese silencio debilita la oposición interna y externa al régimen comunista, contribuyendo de ese modo a consolidar las posturas internas del régimen soviético y a favorecer su expansionismo internacional. Está claro que Moscú trata de conseguir el apoyo de Roma con miras a aumentar su credibilidad a nivel internacional. Una distensión que se procura más cuanto más aumentan las tensiones internas.
P.: ¿Cuáles son entonces, a su modo de ver, las razones que motivan al Vaticano a intentar el diálogo con el Kremlin?
R.: En este caso, el discurso es más complejo. Yo diría que se pueden identificar al menos dos líneas estratégicas. La primera, diplomática, concordista, apunta a alcanzar un entendimiento entre el Vaticano y el estado comunista a fin de salvaguardar la paz internacional y la estructura eclesial católica en el territorio del imperio soviético. Así pues, el Vaticano prefiere desentenderse de la Iglesia clandestina, de la Iglesia de las catacumbas, que llevaba y lleva un apostolado heroico al otro lado del Telón de Acero, a fin de instaurar un nuevo estilo de relaciones «a la luz del día» con las autoridades comunistas. Esto significa, entre otras cosas, que los obispos católicos deben obtener el plácet soviético para desempeñar su cargo. Se trata de una estrategia que se remonta al arzobispo Casaroli y a su dicasterio. El propio Casaroli trazó un plan suficientemente explícito del mismo en el discurso sobre la Santa Sede y Europa que pronunció el 20 de enero de 1972 en Milán.
P.: Hablaba de una segunda directriz…
R.: Sí, de una que podría calificar de ecuménica, y tiene que ver con el Secretariado para la Unidad de los Cristianos, presidido por el cardenal Willebrands. Se trata, efectivamente, del «diálogo ecuménico» entre la Iglesia Católica romana y el Patriarcado Ortodoxo de Moscú. Fue el mismo monseñor Willebrands, a la sazón secretario del dicasterio, quien durante una visita a Moscú entre el 27 de septiembre y el 2 de octubre de 1962 trató el tema de la participación de los ortodoxos como observadores en el Concilio Vaticano II. Los representantes rusos fueron en realidad los primeros observadores de su país presentes en Roma desde la tarde en que se inauguró el Concilio (11 de octubre). Precisamente en estos días está en el Russicum una delegación ortodoxa que ha venido, como es acostumbrado, en peregrinación.
Un comunicado de la agencia noticiosa ANSA precisa que «la visita tiene lugar en el ámbito de los interambios de visitas periódicas entre los representantes de la Santa Sede y de la Iglesia Ortodoxa rusa, coincidiendo además con la visita de una delegación vaticana al Patriarcado de Moscú.
El Concilio Vaticano II supuso, por tanto, una viraje histórico en las relaciones entre la Iglesia de Roma y el Patriarcado de Moscú, caracterizadas hasta ahora por una violenta actitud anticatólica.
P.: ¿Cuáles son, a su parecer, los motivos de este cambio de rumbo?
R.: No debemos olvidar los vínculos de estrecha colaboración y de dependencia directa entre el Patriarcado de Moscú y el Kremlin. Es cierto, además, que por parte del Kremlin, había un vivo interés en impedir toda posible tentativa del Concilio de condenar oficialmente el comunismo. No faltaron ocasiones en que los invitados rusos hicieron entender claramente que el silencio sobre la cuestión del comunismo era una condición sine qua non para su presencia en Roma. La Iglesia Ortodoxa rusa mantuvo sus reservas ante el Concilio hasta que quedó claro que éste no condenaría el comunismo.
P.: ¿Qué obstáculos encuentra la Santa Sede en su diálogo ecuménico con el Patriarcado de Moscú?
R.: Uno de los principales lo constituye en la actualidad la incómoda presencia de seis millones de católicos ucranianos resueltos a mantenerse fieles a su tradición religiosa, histórica y cultural. La Santa Sede no quiere reconocer el patriarcado ucraniano, que es el único medio de mantener viva en su patria y en el extranjero a la Iglesia Católica ucraniana, porque la Iglesia Ortodoxa de Moscú exige la desaparición de los católicos ucranianos. Hoy en día el Vaticano tiene en mayor estima a los metropolitas cismáticos Nikodim y Pimen que al patriarca católico Slipyi.
P.: ¿A qué se debe esta relación tan estrecha entre el Kremlin y el Patriarcado de Moscú?
R.: El Patriarcado de Moscú cumple dos funciones importantísimas. La primera, interna, es servir de filtro, de amortiguador. Consiste en tener a los creyentes sometidos al régimen comunista. La segunda, externa, consiste en convencer a los dirigentes de las otras iglesias cristianas de que el comunismo no es tan malo como lo pintan y en reconocer su «empeño» en pro de la paz del mundo. En este sentido, es significativa la labor que lleva a cabo la Iglesia Ortodoxa de Moscú al interior del Consejo Mundial de Iglesias, que se niega a apoyar a los pacíficos disidentes de la Unión Soviética, en tanto que no escatima su respaldo a los «disidentes», en su mayor parte terroristas, de otros países occidentales.
P.: ¿No le parece que el Kremilin considera desde una perspectiva análoga la manera en que se desenvuelven sus relaciones con el Vaticano?
R.: Sin ninguna duda. En los países comunistas en los que se establece una relación diplomática o concordataria, las autoridades otorgan su beneplácito al nombramiento de los obispos a condición de que acepten en su totalidad la legislación soviética, incluido, evidentemente, todo lo relativo a la religión. De ese modo el Gobierno coloca sobre las autoridades eclesiásticas la odiosa carga de hacer respetar leyes inicuas. Hoy en día el sacerdote fervoroso que enseña el catecismo es con frecuencia castigado por su obispo antes que por las autoridades civiles.
P.: ¿Cómo reaccionan los fieles ante tan dramática situación?
R.: Los fieles del otro lado de la Cortina de Hierro afrontan verdaderos dramas de conciencia. Generalmente los resuelven optando por la vía más difícil pero más valiente: la resistencia a las autoridades eclesiásticas. Tal vez sea éste el aspecto más interesante del fenómeno: que la disidencia se extiende de la esfera civil a la eclesiástica. Esto sucede en Hungría, en Checoslovaquia, en Ucrania. Más de un centenar de sacerdotes lituanos han solicitado al Santo Padre que los deje seguir privados de obispo antes que traicionar el mandato de Cristo.
P.: ¿Usted también considera imposible un acuerdo entre el estado soviético y el Vaticano?
R.: Me temo que el Vaticano olvida algo que han recalcado también los disidentes en las audiencias con Sajarov: que el estado soviético quiere acabar con todas las religiones, y por tanto con la religión católica. No veo, pues, elementos sobre los que fundar un acuerdo entre la Iglesia católica y el ateísmo comunista.
P.: ¿Qué piensa de la tesis según la cual un endurecimiento por parte del Vaticano podría poner en peligro la paz internacional?
R.: Desde niño siempre me enseñaron en el Catecismo que Dios está por encima de todo y que sería preferible que desapareciera el mundo a cometer un pecado, a ofender a Dios. Es decir, que una catástrofe nuclear tendría menos gravedad que un pecado mortal. Da la impresión de que esta fe ha venido a menos en las autoridades eclesiásticas, obsesionadas con alcanzar la paz a toda costa. Les parece preferible la salvación de vidas humanas a vulnerar los derechos de Dios. Esto es un problema gravísimo, cuya solución depende de los teólogos, los obispos y el Papa. Les dirijo a ellos este interrogante. A mi modo de ver, esta actitud justifica la disidencia religiosa, que hace suya la enseñanza de San Pedro de que hay que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch. 5,29).
El padre Alessio Ulisse Floridi falleció prematuramente el 7 de noviembre de 1986 en la clínica Regina Apostolorum de Albano (Roma), de resultas de complicaciones imprevistas de una operación. Su comportamiento durante la enfermedad fue muy edificante para las monjas de la clínica. Hoy recurrimos a él como testimonio de acusación ante la traición con que el papa Francisco y el cardenal Parolin han vendido la Iglesia china al régimen comunista.
Roberto de Mattei
(Traducido por J.E.F)