Orgullo y sensualidad: pilares de la decadencia moral

Cualquier concepción errónea de Dios conlleva sin lugar a dudas a concepciones erróneas del hombre, ya que él es imagen de Dios.[1] Ambas herejías están vinculadas a la expulsión de nuestros primeros padres del Paraíso Terrenal, con una subsecuente historia abundante en penalidades.

I. En el momento mismo en que Adán y Eva dieron crédito a la infundiosa promesa de que serían como dioses[2] considerándose ellos mismos dioses, dejaron de ser humanos, así, desde entonces, caen continuamente en la misma promesa y experimentan una y otra vez la maldición de ese engaño.

Llevamos en el alma la imagen de Dios con más verdad que las monedas llevan efigies. Pero la desfiguramos restregándola con la tierra.

Escribió Scheeben:

A imitación del primer hombre y del demonio, el pecador desea asemejarse a Dios. Lo mismo desea el Señor: quiere que seamos como Él. Pero no sin Él o fuera de Él o en contra de Él. Tampoco quiere que nos consideremos dioses, que nos hagamos adorar y nos adoremos a nosotros mismos.

Desea que seamos como Él, en Él y por Él, a semejanza de su Primogénito: que no es otro Dios, sino un solo y mismo Dios con el Padre.

Sería incalificable locura, espantoso crimen, el rechazar el amor infinito de Dios y volverse enemigo suyo, declarándose independiente.[3]

Las raíces más profundas de las falsas concepciones de Dios en la civilización cristiana (inicialmente sólo en la teoría, pero subsecuentemente también en la práctica), se remontan al racionalismo de Descartes, el cual con el tiempo siguió desarrollándose asumiendo nuevas formas. Del racionalismo surgieron el deísmo, el gnosticismo y finalmente el ateísmo absoluto y material que culminó con el marxismo.

Toda la fundamentación del error intelectual del ateísmo militante estriba en la teoría de que los individuos, las familias, los grupos, las ciudades y las Naciones y aún el mundo entero pueden funcionar en paz, prosperidad y alegría sin contar con el Creador de todo. Tratan de controlar nuestras vidas en todos sus diversos aspectos (privados, familiares, educativos, cívicos, políticos y económicos) buscan alejarnos totalmente de Dios.

«Se puede decir, por un lado, que el espíritu de las tinieblas que anima tal decadencia fue comunicando sus designios impíos a través de verdaderos heraldos de la iniquidad. Son ejemplos de eso: Lutero y Calvino, en el protestantismo; Dantón y Robespierre, en la Revolución Francesa; Marx y Lenin, en la revolución comunista; y aún los anárquicos líderes de la revolución de mayo de 1968. En nuestros días, el propio Lucifer se está haciendo patente en el rock, en la televisión, en el cine y en otros medios de comunicación social, y hasta en cultos aberrantemente satánicos. Ante nuestros ojos se configura un contexto cultural cada vez más parecido al escenario ideal para la manifestación del rey del infierno».[4]

II. La crisis de la civilización moderna es ante todo una crisis moral, resultante del abandono de las enseñanzas de la Iglesia, con la consecuente pérdida de sabiduría y de las virtudes cardinales como la templanza, lo cual acarrea desequilibrios de todo tipo: alcohol, drogas, infidelidad conyugal, sexualidad desenfrenada, perversiones sexuales.[5]

El Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, gran pensador católico, en su magistral escrito Revolución y Contra-Revolución «exposición de carácter histórico, filosófico y sociológico de la crisis de Occidente, desde el Humanismo, el Renacimiento y el protestantismo hasta nuestros días», nos dice que el terrible enemigo que busca incansablemente la destrucción de la civilización cristiana, y la implantación de un estado de cosas completamente opuesto a ella, «ese enemigo terrible tiene su nombre: se llama Revolución. Su causa profunda es una explosión de orgullo y sensualidad que inspiró, sino un sistema, cuando menos toda una cadena de sistemas ideológicos. De la gran aceptación dada a éstos en el mundo entero, derivaron las tres grandes revoluciones de la Historia de Occidente: la Pseudo-Reforma, la Revolución francesa y el comunismo».[6]

Proceso revolucionario que tiene dos velocidades:

Una es la «velocidad rápida», que llega de modo veloz hasta las últimas consecuencias de los postulados revolucionarios. Ella cumple el papel de señalar la meta y de fascinar a los revolucionarios de marcha lenta.

La otra es la revolución de la «velocidad lenta». Los que siguen esta última son más numerosos y demoran más en sacar todas las consecuencias de los postulados revolucionarios a los que adhirieron. Pero terminan llegando siempre a la misma meta que los primeros. Su papel es arrastrar a quienes, por prudencia o inhibición, no se habrían dejado llevar de modo veloz.[7]

Los orígenes de este proceso se remontan al siglo XIV cuando se inicia en la Europa cristiana una transformación de mentalidad que en el curso del siglo XV se hace cada vez más patente:

«El apetito de los placeres terrenos se va transformando en ansia. Las diversiones se van haciendo más frecuentes y más suntuosas: los hombres se preocupan cava vez más con ellas. En los trajes, en las maneras, en el lenguaje, en la literatura y en el arte el anhelo creciente por una vida llena de deleites y de fantasía y de los sentidos, va produciendo progresivas manifestaciones de sensualidad o molicie. Hay un paulatino perecimiento de la seriedad y de la austeridad de los antiguos tiempos. Todo tiende a lo risueño, a lo gracioso, a lo festivo. Los corazones se desprenden gradualmente del amor al sacrificio, de la verdadera devoción a la Cruz, y de las aspiraciones de santidad y vida eterna. La Caballería, otrora una de las más altas expresiones de la austeridad cristiana, se vuelve amorosa y sentimental, la literatura de amor invade todos los países, los excesos del lujo y la consecuente avidez de lucro se extienden por todas las clases sociales».[8]

«Dos son las pasiones que pueden suscitar especialmente la rebelión del hombre contra la Moral y la Fe cristianas: el orgullo y la sensualidad.

El orgullo le lleva a rechazar cualquier superioridad existente en otro, y genera en él un apetito por la preeminencia y por el mando que fácilmente llega al paroxismo. Pues el paroxismo es el punto final hacia el que tienden todos los desórdenes. En su estado paroxístico, el orgullo adopta todos los coloridos metafísicos: no se contenta ya con sacudirse en concreto esta o aquella superioridad, esta o aquella estructura jerárquica, sino que desea la abolición de toda y cualquier superioridad en cualquier campo que exista. La igualdad omnímoda y completa se le presenta como la única situación soportable y, por eso mismo, como la suprema regla de justicia. De esta manera, el orgullo termina por engendrar una moral propia. Y, en la médula de esta moral orgullosa, radica un principio metafísico: el orden del ser postula la igualdad y todo lo que es desigual es ontológicamente malo.

La igualdad absoluta es, para el que llamaríamos de orgulloso integral, el supremo valor al que ha de conformarse todo.

La lujuria es otra pasión desordenada de importancia capital en el proceso de rebelión contra la Iglesia. En sí, ella induce al libertinaje, convidando al hombre a hollar toda ley y a rechazar como insoportable todo freno. Sus efectos se suman a los del orgullo, suscitando en la mente humana toda especie de sofismas capaces de minar en su interior el propio principio de autoridad.

Por eso, la tendencia que despiertan el orgullo y la sensualidad se dirige hacia la abolición de toda desigualdad, de toda autoridad y de toda jerarquía».[9]

Cornelius a Lapide, comentando el pasaje de San Pablo en su Carta a los Romanos (1, 25, 28-31), acentúa el rol del orgullo como el origen de toda impureza:

La impureza es un castigo del orgullo, así como la humildad es la recompensa de la castidad. Este es el justo orden establecido por Dios, y si el hombre so- mete su mente a Dios, también su cuerpo estará sometido a Dios. Al contrario, cuando el hombre se rebela contra Dios, su cuerpo también se rebela contra El, como San Gregorio (lib. XXVI, Morals, xii) maravillosamente enseña… [A] través de la humildad la pureza de la castidad es asegurada. Ciertamente, si uno se somete piadosamente a Dios, su carne no se levantará ilícitamente contra el espíritu. Esto explica por qué Adán, quien fue el primero en desobedecer, cubrió su cuerpo tan pronto como él hubo cometido el pecado de orgullo.[10]

En efecto, todo esto se vuelve en contra del hombre que ha olvidado completamente quién es y lo que es, y, para el que ya es demasiado ser aquello para lo que fue concebido por su Creador.

Un hombre o un pueblo sin Dios está condenado a la destrucción, y un futuro que no es salvación ni liberación ya no es futuro, sino infierno puro.

III. La historia nos muestra que la Madre de Dios se aparece a los hombres siempre que existen peligros inminentes. Así se apareció en Lourdes, cuando surgieron en Francia, en Europa y en el mundo entero los grandes peligros del liberalismo moral de la masonería y de la guerra entre Francia y Alemania. Algo parecido sucedió en 1917, cuando el mundo estaba a la vera de enfrentar la terrible y nefasta amenaza del ateísmo comunista.

«La impiedad y la impureza habían dominado la tierra a tal punto que para castigar a los hombres había estallado una verdadera hecatombe, que fue la Primera Guerra Mundial. Esa conflagración terminaría en breve y los pecadores tendrían tiempo para corregirse, atendiendo el pedido de Fátima».[11]

Cien años después, el mundo entero está enfermo de inmoralidad, la moral y la inmoralidad ya no tienen nada que ver con Dios, sino únicamente con los poderosos intereses, y con quienes representan esos intereses. Si Dios existe o no, ya no es relevante. El hombre es adulado hasta hacerlo creer que él mismo es dios y que no necesita de nadie más. Después de todos los éxitos científicos y tecnológicos, la afirmación de Satanás seréis como Dios, suena hoy más creíble que nunca, pero es también más amenazante que nunca.

¿No es evidente que el siglo XX es la historia de la batalla entre la Mujer por una parte y el Dragón Rojo del comunismo ateo por una parte y del ateísmo práctico por otra?

La Revolución entonces no es otra cosa que una revolución en contra de Aquella que aplasta la cabeza de la serpiente.

El mensaje de Fátima sigue siendo relevante: Rezad. Rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues van muchas almas al infierno, por no tener quién se sacrifique y pida por ellas.

Germán Mazuelo-Leytón

[1] Génesis 1, 26.

[2] Génesis 3, 5.

[3] SCHEEBEN, Las maravillas de la gracia.

[4] http://www.fatima.org.pe/articulo-806-un-siglo-antes-que-fatima-la-providencia-ya-alertaba-al-mundo

[5] MAZUELO-LEYTÓN, GERMÁN, Abandono de la templanza, https://adelantelafe.com/abandono-la-templanza/

[6] CORREA DE OLIVEIRA, Prof. PLINIO, Revolución y Contra-revolución.

[7] ACCION FAMILIA, Desde la Teología de la Liberación a la Teología eco-feminista.

[8] CORREA DE OLIVEIRA, Prof. PLINIO, Revolución y Contra-revolución.

[9] CORREA DE OLIVEIRA, Prof. PLINIO, Autorretrato filosófico.

[10] ACCION FAMILIA, En defensa de una ley superior. Cornelius a Lapide, Commentaria in Scripturam Sacram.

[11] CORREA DE OLIVEIRA, Prof. PLINIO, Fátima en una visión de conjunto.

Germán Mazuelo-Leytón
Germán Mazuelo-Leytón
Es conocido por su defensa enérgica de los valores católicos e incansable actividad de servicio. Ha sido desde los 9 años miembro de la Legión de María, movimiento que en 1981 lo nombró «Extensionista» en Bolivia, y posteriormente «Enviado» a Chile. Ha sido también catequista de Comunión y Confirmación y profesor de Religión y Moral. Desde 1994 es Pionero de Abstinencia Total, Director Nacional en Bolivia de esa asociación eclesial, actualmente delegado de Central y Sud América ante el Consejo Central Pionero. Difunde la consagración a Jesús por las manos de María de Montfort, y otros apostolados afines

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