Pablo VI y España: una perspectiva histórica

El 21 de junio de 1963, cuando Juan Bautista Montini fue elegido para suceder a Juan XXIII y adoptó el nombre de Pablo VI, el Jefe del Estado español se encontraba en Barcelona, verificando el progreso realizado en las reparaciones de los daños causados por recientes inundaciones. Los testimonios verbales que el historiador Luis Suárez pudo obtener de algunos ministros son coincidentes: era previsible que el nuevo Papa haría notar su hostilidad al Régimen vigente en España. El Generalísimo no toleró la menor crítica («Ahora ya no es el cardenal Montini, ahora es el Papa Pablo VI»: Laureano LÓPEZ RODÓ, Memorias. I, Barcelona: Plaza y Janés, 1990, 384) y el diario Arriba se hacía eco de la postura oficial publicando un número especial repleto de artículos elogiosos.

Algunos años después, el 2 de octubre de 1975, Pablo VI decía al cardenal Tarancón, según revelación de éste, que Franco «ha hecho mucho bien a España y le ha proporcionado un desarrollo extraordinario y una época larguísima de paz. Franco merece un final glorioso y un recuerdo lleno de gratitud» (Vicente ENRIQUE Y TARANCÓN, Confesiones, Madrid: PPC, 1990, 852). Manifestación de más valor por haberse proferido en un contexto internacional especialmente hostil aunque discretamente proferida en privado. Una declaración que, junto a otras palabras e iniciativas, impide la fácil e interesada maniobra de colocar al papa Montini en la vitrina del antifranquismo. Y ello, a pesar de que Pablo VI fue consciente de que el Régimen español era un reproche vivo a las tesis propugnadas por alguno de sus más admirados referentes como lo fue Jacques Maritain. Y a pesar de que hizo cuanto estuvo en su mano por propiciar su sustitución por un sistema coherente con su ideología democrática. Del resultado que dicha opción tuvo para España y el catolicismo español, diremos algo al terminar este artículo.

Pablo VI seguía siendo Montini

Hijo de un veterano militante del partido de Don Sturzo, el italiano Partito Popolare, buena parte de la vida de Juan Bautista Montini, (n. Brescia, 26-septiembre-1897) va a transcurrir en las oficinas de la Secretaría de Estado desde las que pasaría a ocupar el Arzobispado de Milán.

Carente de una formación teológico-filosófica sistemática (sus estudios  y paso por el Seminario se resintieron a causa de sus problemas de salud), a lo largo del tiempo se irá definiendo como afecto a Blondel, Maritain, de Lubac… Y, sin duda, en sus toma de posiciones políticas pesaron el bloqueo de la carrera política de su padre y de sus propias actividades en la FUCI (movimiento universitario de católicos italianos) al mismo tiempo que la Santa Sede firmaba los Tratados de Letrán (1929) con el Estado fascista y dejaba sin respaldo a los viejos partidos o asociaciones confesionales. También su maestro Maritain fue especialmente crítico con el apoyo de la Iglesia a la España nacional, por lo que no es necesario recurrir a la falsa y sentimental historia de que habría perdido un hermano luchando en las Brigadas Internacionales para justificar sus posteriores opciones políticas en relación con España. Opciones que, si bien cuestionables, resultan coherentes con su trayectoria intelectual, religiosa y biográfica.

Su perfil en la década de los cuarenta era el de un eclesiástico demócrata, condescendiente con los partidos de izquierda y «progresista» en sus posiciones litúrgico-pastorales, calificativos en los que algún historiador percibe «sordos y persistentes ataques […] con manifiesta intención de socavar su ascendiente ante el Papa» (José Luis GONZÁLEZ NOVALÍN, Juan Bautista Montini. Una vida para el Papado, in: Josep-Ignasi SARANYANA (ed.), Cien años de pontificado romano, Pamplona: EUNSA, 183) pero que definen bien la personalidad siempre bifronte del futuro Pablo VI.

El 1 de noviembre de 1954 fue nombrado Arzobispo de Milán decisión que no cabe interpretar sin tener en cuenta su consecuencia lógica: el alejamiento de la curia romana del veterano colaborador de Pío XII. De Mattei confirma la naturaleza punitiva de una deposición encubierta en un ascenso, cuyos motivos todavía no se han aclarado:

«Según el cardenal Siri, fue destinado a Milán a raíz de la evaluación negativa de una comisión secreta instituida por Pío XII, que había perdido la confianza en el sustituto a causa de su protección de Mario Rossi, presidente de la juventud de Acción Católica, que luchaba por una Iglesia abierta al comunismo social. El cardenal Casaroli confió a su vez al periodista Andrea Tornielli que la relación del Papa con su colaborador se había deteriorado por los contactos de Montini en ambientes políticos de izquierda a espaldas de Pío XII.

De la correspondencia entre monseñor Montini y el P. Giusseppe de Luca se deduce que a través de este sacerdote romano, el sustituto tenía relación con los católicos comunistas y con algunos sectores del Partido Comunista Italiano. El historiador Andrea Riccardi recuerda por el contrario que algunos nombramientos de obispos para Lituania habían suscitado rumores sobre una infidelidad de Montini en las relaciones entre la Santa Sede y la Unión Soviética. Dichos rumores tenían su origen en un informe secreto del coronel francés Claude Arnould, al que se había solicitado que investigase la filtración de información reservada de la Secretaría de Estado a los gobiernos comunistas de los países del Este. Arnould había rastreado la culpa de la fuga de información hasta Montini, causando la alarma del Vaticano»

Y Bourmaud añade el dato de las discrepancias de Montini con el magisterio pontificio frente a la ofensiva neomodernista de la Nouvelle Théologie:

«La traición se acentuó cuando apareció “Humani generis”, donde Pío XII condenaba con vigor los errores modernistas del momento Había ordenado que los obispos y Superiores generales velaran con la mayor diligencia y muy grave cargo de conciencia, a que no se sostuvieran las opiniones de esa índole en las escuelas o en las reuniones y conferencias Ahora bien, Montini, a dos pasos de ser Papa, pretendía convencer a su amigo Jean Guitton que los errores condenados no eran más que «dos modos de pensar que podían conducir a errores, pero que en sí mismos siguen siendo respetables. Además, hay tres razones para que la encíclica no sea deformada. La primera se la puedo confiar: es la voluntad expresa del Santo Padre. La segunda es el estado de ánimo del episcopado francés, tan amplio de espíritu, tan abierto a las corrientes contemporáneas… Llego a mi tercera razón. Será breve: los franceses son inteligentes«.
De nuevo, Pío XII se enteró de la traición y tomó medidas disciplinarias contra Montini, al que alejó de Roma nombrándolo arzobispo de Milán —promoveatur ut amoveatur—. Se negó a darle el capelo cardenalicio y nunca quiso recibirlo en audiencia. Mientras que De Lubac recibía las sanciones del Santo Oficio y veía denunciados sus libros, de Milán le llegaban palabras de adhesión y de aliento» (Dominique BOURMAUD, Cien años de modernismo. Genealogía del concilio Vaticano II, Buenos Aires: Ediciones Fundación San Pío X, 2006, 363-364).

Montini recibió el capelo cardenalicio ya en el pontificado de Juan XXIII (1958) a quien sucedería pocos años después.

El ahora Papa había sido noticia en España poco antes de su proclamación cuando, en los primeros días de octubre de 1962, se hizo público un telegrama del Arzobispo de Milán en el que solicitaba el indulto de varios republicanos que habrían sido condenados a muerte y protestaba de la represión ejercida en España. La noticia era falsa y el Ministro de Asuntos Exteriores, respondió en los términos enérgicos que el caso merecía. El Arzobispo rectificó, criticando incluso la campaña política desplegada por los comunistas contra las autoridades españolas, y la reacción violenta de la izquierda no se hizo esperar.

Aunque en otras ocasiones se tratara de casos reales, las intervenciones de Montini y del luego Pablo VI en este terreno no pudieron ser menos afortunadas. Con ocasión de sus declaraciones en favor de los terroristas condenados a muerte en 1975 resultaron especialmente inoportunos los términos utilizados, limitándose a «deplorar» los atentados cometidos por aquéllos al tiempo que emitía una «vibrante condena de una represión tan dura que ha ignorado los llamamientos que de todas partes se han elevado contra aquellas ejecuciones» (cit. por Luis SUÁREZ, Franco: Crónica de un tiempo, vol. 6, Los caminos de la instauración, Madrid: Actas, 2007, 797). Máxime, como recuerda Ricardo de la Cierva, cuando «por desgracia ocurrían entonces en el mundo no raras ejecuciones por terrorismo, en algunas ocasiones, como en la Unión Soviética, con bastante más arbitrariedad que en España y no conocemos protestas semejantes del Papa Montini a los gobiernos respectivos» (Franco. La historia, Getafe: Editorial Fénix, 2000, 1014).

Pero más allá de estas y otras intervenciones, hubo una medida de naturaleza estrictamente eclesiástica, que habría de tener gran repercusión a largo plazo para diluir la legitimación del Régimen nacido del Alzamiento y del conflicto que los obispos españoles calificaron de “Cruzada”. Hasta el pontificado de Juan XXIII, se había tramitado la fase diocesana de numerosos procesos de mártires de la persecución española y los que estaban en fase avanzada habían llegado a la Santa Sede, donde continuaban su curso con normalidad. Pablo VI dejó paralizados dichos procesos en una decisión que algunos, interesadamente, han calificado de prudente pero que tuvo una clara intencionalidad política y nefastas consecuencias.

Sin duda que el silenciamiento de los mártires de España facilitó la seducción de quienes estaban abandonando el catolicismo bajo el señuelo de la modernización, del progreso económico y de la reaparición de las ideologías liberales y socialistas derrotadas en 1939. Y al censurar el ejemplo y la memoria de los mártires se estaba poniendo sordina a una de las más hondas y sinceras justificaciones del estado de cosas a que habían llegado las relaciones Iglesia-Estado en España.

En el fondo, Pablo VI, activo siempre a la hora de modificar el estatuto de dichas relaciones y de privar al Estado de sus referencias confesionales, era consciente de lo que la Iglesia debía a Franco y a la España nacional porque había sido testigo de excepción desde su posición en la Secretaría de Estado. Así se explican confidencias como las de octubre de 1975 que hemos referido. Es la trágica bipolaridad presente en otros momentos de su pontificado, que le llevará, tantas veces, a lamentar públicamente el efecto de las medidas por él mismo adoptadas.

¿Zonas de conflicto?

Muchos de los que, con más afán de caricatura que de historiar el período, se refieren a las posibles zonas de conflicto entre la Iglesia y el Estado español durante el pontificado de Pablo VI, aluden a las enseñanzas del Concilio Vaticano II.

Ahora bien, en ésta como en tantas ocasiones, Franco se atuvo a las orientaciones de la Iglesia jerárquica y en sus mensajes de fin de año de 1964 y 1965 elogió la obra del Concilio y de Pablo VI (con mejor voluntad que acierto) al calificarla de ser una «inteligente y oportuna puesta al día», fruto de «la divina inspiración, origen de la eterna lozanía de la Iglesia». Si los apologistas del Concilio presentan como su fruto más importante una apertura de los cristianos hacia el mundo, nada tenían de sospechosos los pronunciamientos conciliares para un régimen con uno de los sistemas  políticos más sensibles a la hora de reivindicar las exigencias cristianas de justicia social.

Que no hubo ninguna crisis profunda con ocasión del Concilio lo demuestra la rápida adopción de sus exigencias de libertad religiosa, hecho –por cierto– «tan opuesto a la significación originaria del Alzamiento y Régimen español como a la tradicional doctrina de la propia Iglesia católica» (Rafael GAMBRA, Tradición o mimetismo: la encrucijada política del presente, Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1976, 89), y que requirió un largo trámite en el que no faltaron autorizados pronunciamientos contra un precepto que implicaba la modificación del Fuero de los Españoles y que se sustentaba en principios largamente cuestionados, en los propios debates conciliares y con posterioridad.

Por cierto, que en ningún momento aprovechó Franco la ocasión para subrayar que, años antes, él se había anticipado a suscitar la conveniencia de ampliar los límites de la tolerancia religiosa. Medida que, se esperaba, hubiera repercutido en la consideración internacional y el bienestar económico de España y de la que desistió por fidelidad a las indicaciones recibidas desde instancias eclesiásticas.

El otro foco de conflicto pretendido desde cierta publicística fueron las formalidades seguidas para la designación de obispos. El sistema vigente no respondía a un derecho de presentación directa sino que se trataba de un procedimiento de selección de candidatos que hacía el Nuncio, el cual componía listas de seis nombres previa consulta al Gobierno. El Papa, que siempre podía poner otros, seleccionaba una terna, de la cual el Jefe del Estado presentaba uno. Por tanto, la iniciativa, el juicio de aptitud y la decisión estaban en manos de la Santa Sede.

Se ha dicho que Franco se negó a aceptar la petición de Pablo VI para renunciar al derecho de presentación de Obispos. Pero nada más lejos de la realidad. Al recibir una propuesta en dicho sentido en carta fechada en Roma el 28 de abril de 1968, Franco hizo ver al Papa la imposibilidad moral y legal de decidir personalmente sobre una cuestión que afectaba al legado histórico y al marco más amplio de las relaciones Iglesia-Estado, sin antes obtener la aprobación del Gobierno y de las Cortes. Por ello, accedió a que el asunto se tratara en el marco de «una revisión de todos los privilegios de ambas potestades pactadas en el Concordato». A la Santa Sede no le interesaba una modificación sustancial de los privilegios con los que contaba la Iglesia en España (especialmente en lo referido a financiación y enseñanza) y únicamente trataba de eliminar la intervención del Jefe del Estado en el proceso de designación de los obispos. Mientras, sectores radicales presionaban para romper la negociación e impedir cualquier acuerdo. La situación llegó a un punto que, en 1973-1974 la Santa Sede y el Gobierno negociaban protegiéndose contra las interesadas filtraciones de los órganos del episcopado.

Cuando murió Franco, esta revisión no había llegado a término y dejaría paso al apoyo por parte de la Conferencia Episcopal a una Constitución (la de 1978) sin referencia a valores cristianos e indeterminada moralmente en cuyo marco se firmaron los Acuerdos Iglesia-Estado de 1979 todavía vigentes y ahora sistemáticamente cuestionados desde la izquierda.

Subversión eclesiástica y cambio de régimen

¿Qué queda, pues, del antifranquismo de Pablo VI?

En realidad, poco más que su oportunista intervención, para aplicar a España las tesis maritenianas de ruptura Iglesia-Estado, justificando la voladura del Estado confesional de las Leyes Fundamentales.

Desde el primer momento, el Papa apoyaba la apertura a la izquierda de la Democracia Cristiana, un trágico proceso de colaboración con la descristianización de Italia cuyo balance pronunció el mismo Montini en las exequias de Aldo Moro: «Un sentimiento de pesimismo viene a anular tantas serenas esperanzas y a sacudir nuestra confianza en la bondad del género humano». Con razón, concluye Romano Amerio:  «Aquí gime el hombre (pero más aún el Pontífice, próximo a su muerte) sobre el proyecto, que yace destruido, de todo su Pontificado» (Iota unum, Madrid: Criterio Libros, 2003).

En España, el deterioro del espíritu religioso y patriótico coincide con una general evolución hacia la democracia liberal y el socialismo entonces vigentes en nuestro entorno y una progresiva europeización bajo el pretexto del desarrollo económico. Al mismo tiempo, los sectores más radicales propugnaban la oposición al Régimen bajo el señuelo de un compromiso temporal exigido por la fe y se erigieron en portavoces del Concilio Vaticano II, descalificando a la mayoría de los fieles y del episcopado que se mantenía firme en las posturas tradicionales.

La nueva posición eclesiástica  favorece esta tendencia al dejar de reconocer en el Alzamiento de 1936 y en la ortodoxia católica del Régimen español un elemento valioso para pasar a considerarlo como una pervivencia caduca del pasado que había que superar. Todo ello, unido a la agitación en el interior de la Iglesia, lleva a constatar, entre otras, las siguientes pérdidas en el período que va de 1965 a 1980 (Cfr. José GUERRA CAMPOS, Franco y la Iglesia Católica. Inspiración cristiana del Estado, in: El legado de Franco, Madrid: Fundación Nacional Francisco Franco, 1997, 151-152):

  • Una quinta parte del clero abandona su misión.
  • Los misioneros del clero secular en América bajan un 75 por cien y apenas hay relevo para los religiosos.
  • Las vocaciones a la vida consagrada caen en picado. Los seminarios pierden más del 90 por ciento de candidatos al sacerdocio entre 1962 y 1980.
  • El compromiso político, sobre todo de inspiración marxista, de algunos movimientos apostólicos lleva a la pérdida de fe de sus dirigentes y miembros.
  • Práctica desaparición de la Acción Católica y sus ramas.

Fiel a las directrices de Roma, el nuncio Dadaglio promovía la sustitución del episcopado español aprovechando las jubilaciones sugeridas por el Concilio o cubriendo las sedes vacantes con obispos auxiliares. Del perfil de los numerosos auxiliares nombrados por Pablo VI a través de su Nuncio, da idea algunos de los nombres de quienes luego fueron reconvertidos en obispos titulares y arzobispos como Azagra, Setién, Iniesta, Echarren, Osés, Estepa, Montero, Torija, Yanes, Uriarte… por no hablar de otros, designados directamente para la sede que habrían de ocupar como Díaz Merchán, Dorado, Castellanos o Buxarrais. El bloque renovado pronto alcanzaría mayoría en la Conferencia Episcopal y se vió encabezado por el hasta entonces arzobispo de Toledo, Vicente Enrique y Tarancón, promocionado para la sede matritense en mayo de 1971. Se trataba de un peculiar “antifranquista” que, al tomar posesión de su puesto en el Consejo de Estado, se refería con toda naturalidad al hecho de que «no sólo es nuestra Patria un Estado de derecho plenamente; es un Estado confesional que está integrado por una inmensa mayoría, casi absoluta, de católicos» (cit. por Luis LAVAUR, España y la Iglesia posconciliar, in: Razón Española, 50 (1991) 309).

Si en la clausura del Vaticano II, los obispos españoles habían asegurado que «la libertad no se opone ni a la confesionalidad del Estado ni a la unidad religiosa de una nación» y que «la unidad católica es un tesoro que hemos de conservar con amor» (8-diciembre-1965), en el documento colectivo redactado en 1972, como si la cosa no fuera con ellos, reconocen que la confesionalidad responde a un ideal tradicionalmente sostenido por la Iglesia y que la legislación española se ha adecuado al Concilio. Pero ahora resulta que es competencia del Estado decidir si la confesionalidad ha de continuar y los obispos, por su parte, se desentienden, no sin indicar posibles dificultades en la aplicación. (La Iglesia y la comunidad política, Declaración colectiva de la XVII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, 20-enero-1973). Lo único que entones parecía interesar a los sectores dominantes en el episcopado español era el derecho a la pluralidad de opciones, la libertad religiosa y la llamada denuncia profética.

En este contexto, algunos obispos, prefirieron aprovechar al máximo el privilegio del Fuero a favor de los sacerdotes que distinguir entre el derecho-deber de la predicación y las exigencias de la prudencia y del respeto a la ley. Incluso cuando, en muchos casos, se daba al mismo tiempo rebeldía frente a la disciplina canónica. El choque entre esta actitud y la reacción (no siempre contundente) del poder público dio lugar a incidentes (sanciones a algunos sacerdotes, prohibición de determinados actos…) aprovechados para magnificarlos en las campañas de agit prop de la oposición izquierdista y separatista. Así, la reacción ante la homilía-circular del obispo de Bilbao Antonio Añoveros en febrero de 1975 sirvió para lanzar la amenaza de una excomunión que no solamente se atribuía a quienes no tenían capacidad para declararla sino que era una medida que ni siquiera se tomó con ocasión de la expulsión del cardenal Segura por el Gobierno provisional de la Segunda República.

Tarancón calificó el llamado caso Añoveros como «el combate más duro y tenso que España había conocido desde hacía muchas décadas entre la Iglesia y el Estado» (cit. por Luis LAVAUR, ob. cit., 314) quizás sin darse cuenta de que con esas palabras estaba haciendo el mejor elogio de un Estado que resolvió el asunto, mediante la intervención personal y la prudencia de Franco. El combate más duro, no deja de parecer, visto desde hoy, una anécdota de la que Tarancón y la Comisión Permanente de su Conferencia episcopal intentaron, sin éxito, sacar partido.

*

Podemos acabar concluyendo que, en efecto, Pablo VI promovió el apoyo de la jerarquía de la Iglesia en la deriva que tomaron los acontecimientos durante el largo período que precedió y siguió a la muerte del generalísimo Franco y que desembocó en la Constitución de 1978. Una actuación que tiene lugar en paralelo a una crisis intraeclesial sin precedentes que el propio Pablo VI calificaría de auto-demolición (discurso al Seminario lombardo: Roma, 7-diciembre-1968), recurriendo a intervenciones preternaturales para explicarla (Homilía: Roma, 29-junio-1972), cuando habían pasado ya las efervescencias posconciliares y se iniciaba la triste fase agónica de su pontificado.

El resultado del proceso fue el establecimiento y aceptación de un nuevo régimen inspirado en las llamadas democracias de nuestro entorno en el que no se ha enseñado cuál es la misión específica del Poder en lo moral y religioso, no se inculcaron eficazmente las exigencias éticas del orden constitucional y se fue extendiendo entre los católicos una concepción del mundo a medio camino entre el liberalismo permisivista y el intervencionismo socialista.

Por todo ello, no se puede hacer un balance positivo del pontificado de Pablo VI en lo que al cumplimiento de la misión de la Iglesia se refiere. Otra cosa es que los autodemoledores y los enemigos de la Iglesia tengan algo que agradecerle o promoviendo la mitificación de su figura quieran dejarla a salvo de las objeciones que una serena crítica histórica no puede obviar.

Para profundizar:

  • AMERIO, Romano, Iota unum
  • CIERVA, Ricardo de la, Franco. La Historia, Madrid: Editorial Fénix, 2000.
  • GUERRA CAMPOS, José, La Iglesia en España (1936-1975) Síntesis histórica, in: Boletín Oficial del Obispado de Cuenca, 5 (1986) 101-195.
  • Id.: Franco y la Iglesia Católica. Inspiración cristiana del Estado, in: El legado de Franco, Madrid: Fundación Nacional Francisco Franco, 1997, 81-172.
  • MARTÍN RUBIO, Ángel David, Franco et l’Eglise Catholique, in: Fideliter, 211 (1013) 27-38.
  • MATTEI, Roberto de, Ante el aniversario de la muerte de Pablo VI (6 de agosto de 1978).
  • SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis, Franco y la Iglesia, Madrid: Homo Legens, 2011.
Padre Ángel David Martín Rubio
Padre Ángel David Martín Rubiohttp://desdemicampanario.es/
Nacido en Castuera (1969). Ordenado sacerdote en Cáceres (1997). Además de los Estudios Eclesiásticos, es licenciado en Geografía e Historia, en Historia de la Iglesia y en Derecho Canónico y Doctor por la Universidad San Pablo-CEU. Ha sido profesor en la Universidad San Pablo-CEU y en la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente es deán presidente del Cabildo Catedral de la Diócesis de Coria-Cáceres, vicario judicial, capellán y profesor en el Seminario Diocesano y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe. Autor de varios libros y numerosos artículos, buena parte de ellos dedicados a la pérdida de vidas humanas como consecuencia de la Guerra Civil española y de la persecución religiosa. Interviene en jornadas de estudio y medios de comunicación. Coordina las actividades del "Foro Historia en Libertad" y el portal "Desde mi campanario"

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