Nota del editor: Ahora que tengo su atención, por favor, tómese unos minutos para leer la siguiente «Carta al clero oriental sobre la reunificación de las Iglesias», del Papa San Pío X. La descubrí en una carpeta antigua de mi padre, y creo que no está disponible en ningún otro sitio de Internet. Corría el año 1910 y así, queridos amigos, es como los Papas católicos hablaban entonces… hace mucho, muchísimo tiempo, en una Iglesia muy, muy lejana. MJM
Venerables hermanos, salud y bendición apostólica:
Sería difícil decir cuánto han hecho los hombres santos desde los años finales del siglo IX, cuando las naciones de Oriente empezaron a ser arrancadas de la unidad de la Iglesia católica, para que nuestros hermanos separados pudieran ser devueltos a su seno. Por encima de todos los demás, los Sumos Pontífices, nuestros predecesores, en cumplimiento de su deber de proteger la fe y la unidad eclesiástica, no han dejado nada por hacer, respecto de la disidencia paterna que trajo amargo dolor a Occidente, pero que causó pérdidas a Oriente. Los testigos de esto, por mencionar solo a algunos de entre muchos, son Gregorio IX, Inocencio IV, Clemente IV, Gregorio X, Eugenio XIII, y Benedicto XIV.
Pero nadie ignora el gran fervor con el que más recientemente, nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII, invitó a las naciones de Oriente a asociarse de nuevo con la Iglesia romana.
«En cuanto a nosotros», decía, «para ser sinceros, hemos de confesar que el mismo recuerdo de la antigua gloria y los méritos incomparables de los que Oriente puede jactarse nos son indescriptiblemente dulces. En efecto, esta fue la cuna de la redención humana y de los primeros frutos del cristianismo. De ahí en adelante, como afluentes de un río real, se difundieron hacia Occidente las riquezas de las incalculables bendiciones obtenidas por nosotros por medio del Evangelio de Jesucristo… Mientras sopesamos estas cosas, venerables hermanos, en nuestra mente no deseamos ni ansiamos nada tanto como el llevar a cabo la restauración de toda la virtud y la grandeza de Oriente en el pasado. Y más aún porque los signos que, en el desarrollo de los acontecimientos humanos, aparecen de cuando en cuando, dan motivos para esperar que los orientales, movidos por la divina gracia, podrían volver la reconciliación con la Iglesia de Roma, de cuyo seno han estado separados tantos años».
Ni, ciertamente, estamos nosotros, como vosotros bien sabéis, venerables hermanos, menos deseosos de que el día por el que tan ardientemente han rezado tantos hombres santos llegue rápidamente, y que el muro que ha dividido por tanto tiempo a dos pueblos sea demolido hasta sus cimientos, y que entre estos, envueltos en un abrazo de fe y caridad, la paz tan largamente suplicada florezca en todo su esplendor, y que haya un rebaño y un pastor (Juan 10, 16).
«Considero importante reiterar el respeto de este principio como condición esencial y recíproca para el restablecimiento de la plena comunión, que no significa ni sumisión del uno al otro, ni absorción, sino más bien la aceptación de todos los dones que Dios ha dado a cada uno, para manifestar a todo el mundo el gran misterio de la salvación llevada a cabo por Cristo, el Señor, por medio del Espíritu Santo.» – Papa Francisco
Mientras estos eran nuestros pensamientos nos llegó un motivo para el dolor de la mano de cierto artículo publicado en la nueva revista, Roma e l’Oriente, titulado «Pensamientos sobre la cuestión de la unión de las Iglesias». Pues, efectivamente, este artículo está lleno de tantos errores, no solo teológicos, sino también históricos, que casi no podría incluirse una colección más grande en un número de páginas tan reducido.
Y, desde luego tan precipitada como falsamente, en el artículo se hace un acercamiento a la posición de que el dogma de la procedencia del Espíritu Santo del Hijo no deriva de ninguna manera de las palabras del Evangelio ni se prueba por la creencia de los antiguos padres. Con la misma imprudencia, se expresa duda sobre si los sagrados dogmas del Purgatorio y la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María fueron asumidos por los santos hombres de los primeros siglos. De nuevo, cuando el artículo viene a tratar la constitución de la Iglesia, tenemos, primero, una renovación del error condenado hace mucho tiempo por nuestro predecesor, Inocencio X (3), según el cual San Pablo es considerado como si fuera exactamente igual a un hermano de San Pedro. En segundo lugar, y no menos erróneamente, se sugiere que en los primeros siglos la Iglesia católica no fue gobernada por una única cabeza —es decir, una monarquía— y que la primacía de la Iglesia romana no se sustentaba en argumentos válidos. El artículo tampoco deja intacta la doctrina católica sobre la Santísima Eucaristía, puesto que se afirma tenazmente que es admisible la visión extendida entre los griegos de que las palabras de la consagración no tienen su efecto a menos que se haya ofrecido primero la oración llamada «Epiclesis», pese a que es sabido que la Iglesia no tiene ningún poder para alterar la sustancia de los sacramentos. Igualmente inadmisible es la idea de que la confirmación administrada por cualquier sacerdote puede tenerse por válida (4).
Incluso con este resumen de los errores contenidos en este artículo entenderéis fácilmente, venerables hermanos, la gravísima ofensa que se le ha hecho a todos los que lo leyeron, y cuán grandemente nosotros mismos nos hemos asombrado de que la enseñanza católica sea tan deliberadamente pervertida por palabras abiertas, y de que muchos puntos históricos en las causas del cisma oriental sean tan atropelladamente tergiversados respecto de la realidad. En primer lugar, se imputa falsamente a los santos Papas Nicolás I y León IX que una gran parte de la responsabilidad del problema se debió al orgullo y la ambición de uno y a las duras reprimendas del otro —como si la energía apostólica de aquel en defensa de los derechos más sagrados pudieran atribuirse al orgullo, o la persistencia del último en corregir a los malvados pudiera ser llamada crueldad—.
Los inicios de la historia también son pisoteados cuando aquellas santas expediciones llamadas cruzadas son difamadas como empresas de piratas o, lo que es aún más serio, cuando a los Pontífices romanos se les reprocha el fervor con el que llamaron a las naciones orientales a la unión con la Iglesia romana, fervor que se atribuye al deseo de poder y no a una diligencia apostólica por alimentar al rebaño de Cristo.
Grande, también, fue nuestro asombro ante la afirmación en el mismo artículo de que los griegos de Florencia fueron forzados por los latinos a convenir con la unidad, y que el mismo pueblo fue inducido mediante falsos argumentos a recibir el dogma de la procedencia del Espíritu Santo del Hijo tanto como del Padre. El artículo llega incluso tan lejos, desafiando los hechos de la historia, como para cuestionar si los concilios generales que tuvieron lugar tras la secesión de los griegos, desde el octavo hasta aquel del [Concilio] Vaticano, deben tenerse por verdaderamente ecuménicos, de donde se postula una regla de una especie de unidad híbrida según la cual solo lo que de entonces en adelante fuera reconocido por cualquier Iglesia como su herencia común antes de la separación sería legítimo, observándose un completo silencio sobre todo lo demás como adiciones superfluas y espurias.
Hemos pensado que estas cosas deberían seros indicadas, venerables hermanos, no solo para que podáis saber que las proposiciones y teorías son rechazadas por nosotros como falsas, temerarias y ajenas a la fe católica, sino también para que, mientras esté en vuestro poder, podáis tratar de ahuyentar una influencia tan perniciosa del pueblo confiado a vuestro atento cuidado acompañándolos a todos a asumir sin demora las enseñanzas aceptadas, no escuchando nunca ninguna otra, aunque un ángel del cielo la predicara (Gálatas 1, 8). Al mismo tiempo, igualmente, os pedimos seriamente que les recalquéis que no tenemos deseo más ardiente que el de que todos los hombres de buena voluntad ejerzan infatigablemente toda su fuerza para que la unidad esperada pueda ser más rápidamente obtenida, para que aquellas ovejas a quienes las divisiones separan puedan estar unidas en la profesión de una fe católica bajo un pastor supremo. Y esto llegará más fácilmente si se multiplican las oraciones fervientes al Espíritu Santo, Paráclito, que «no es Dios de confusión, sino de paz» (I Corintios 14, 33). Así ocurrirá que la oración de Cristo que Él ofreció entre gemidos antes de padecer el peor de los tormentos se realice, «que todos sean una cosa, como Tú, Padre, en mí, y Yo en ti; que también ellos sean en Nosotros una cosa» (Juan 17, 21).
Finalmente, estemos todos seguros de que el trabajo con este objeto será en vano a menos que, y sobre todo, abracen la verdadera y completa fe católica tal y como ha sido entregada y consagrada en la Sagrada Escritura, la tradición de los padres, el consentimiento de la Iglesia, los concilios generales y los decretos de los Sumos Pontífices. Dejad, entonces, que todos aquellos que se esfuerzan por defender la causa de la unidad vayan adelante; dejadlos seguir adelante llevando el casco de la fe, sosteniendo el ancla de la esperanza, e inflamados con el fuego de la caridad, para trabajar incesantemente en esta empresa divina y Dios, el autor y amante de la paz en cuyo poder están los tiempos y las épocas (Hechos 1, 7), apresurará el día en que las naciones de Oriente vuelvan a la unidad católica y, unidos a la Sede Apostólica, tras desechar sus errores, entren en el puerto de la salvación eterna.
Esta carta, venerables hermanos, la haréis publicar tras ser diligentemente traducida a la lengua vernácula del país que os esté confiado. Y mientras nos regocijamos de informaros de que el amado autor de este artículo, que ciertamente fue escrito por él desconsideradamente, pero con buena fe, nos ha dado en nuestra presencia sinceramente y de corazón su disposición para enseñar, rechazar y condenar hasta el final de su vida todo lo que enseña, rechaza y condena la Santa Sede Apostólica, y muy amorosamente en el Señor le impartimos la bendición apostólica como una señal de los dones celestiales y como prueba de nuestra benevolencia.
Dada en San Pedro, Roma, el día 26 de diciembre, en el año de 1910 y en el octavo de nuestro pontificado.
Pío X, Papa.
San Pío X, ruega por nosotros.
[Traducido por Reyes V. Artículo original.]