Hace ciento veinte años, el 4 de agosto de 1903, dio comienzo el pontificado de uno de los más grandes santos de la época moderna. Pío X, cuyo nombre era Giusseppe Melchiorre Sarto, nació en Riese, pequeña localidad del Véneto, el 2 de junio de 1835. Antes de ascender al solio pontificio fue obispo de Mantua y cardenal patriarca de Venecia. Falleció el 20 de agosto de 1914, tras haber reinado durante once años en la Iglesia Universal. Fue beatificado el 3 de junio de 1951 y canonizado el 29 de mayo de 1954 por Pío XII, que fijó su fiesta el 3 de septiembre. Quienes siguen el calendario litúrgico antiguo celebran su festividad en dicha fecha. El nuevo calendario, sin embargo, trasladó la conmemoración al 21 de agosto, un día después del de su muerte.
En estos tiempos difíciles en que la Iglesia tiene necesidad de modelos, no nos cansaremos de exaltar su figura. Y hoy queremos hacerlo con las palabras que pronunció Pío XII durante el discurso de su beatificación en 1951:
«Nos, que en aquel momento iniciábamos nuestros sacerdocio, al servicio ya de la Santa Sede, no olvidaremos jamás nuestra honda emoción cuando, en el mensaje de aquel 4 de agosto de 1903, desde la logia de la Basílica vaticana resonó la voz del cardenal primer diácono anunciando a la multitud que aquel cónclave –¡notable en tantos aspectos!– había tenido como resultado la elección del Patriarca de Venecia, Giusseppe Sarto.
»En ese momento se pronunció por primera vez a los oídos del mundo el nombre de Pío X. ¿Qué habría de significar aquel nombre para el Papado, para la humanidad? Mientras hoy, transcurrido casi medio siglo, hacemos un repaso espiritual de los graves y complejos sucesos que han llenado ese tiempo, inclinamos la frente y doblamos la rodilla con admirada adoración de los designios divinos, cuyo misterio se revela lentamente a los humildes ojos humanos, a medida que se van cumpliendo a lo largo de la historia.
»Pastor, buen pastor, lo fue efectivamente. Parecía que hubiese nacido para ello. En todas las etapas del camino que lo fueron conduciendo desde su humilde casa natal –fue pobre en cuanto a bienes terrenos, pero rico en fe y virtudes cristianas– al vértice supremo de la Jerarquía, el hijo de Riese siempre fue el mismo: sencillo, afable, accesible a todos, tanto en la casa parroquial rural como en la sala capitular de Treviso, en el obispado de Mantua, en la sede patriarcal de Venecia o ataviado con el esplendor de la púrpura romana, y siguió siendo el mismo ejerciendo la soberana majestad, en la silla gestatoria y bajo el peso de la tiara el día en que la Providencia, previsora modeladora de las almas, inclinó el espíritu y el corazón de sus compañeros en el episcopado para que pusieran en sus manos el báculo que pasaría de las debilitadas manos del venerable anciano León XIII sobre las paternalmente firmes de Sarto. El mundo necesitaba precisamente aquellas manos.
»No pudiendo levantar de sus sienes el terrible peso del Sumo Pontificado, él, que siempre había rehuido los honores y grandezas, así como otros rehúyen una vida desapercibida y desconocida, aceptó con lágrimas el cáliz que le entregaba el Padre Celestial. Y una vez pronunciado su fiat, este hombre humilde, muerto para las cosas de la Tierra y vivamente anhelante de las del Cielo, dio muestras de su espíritu de inflexible firmeza, varonil robustez y gran valor que son prerrogativa de los héroes de la santidad.
»Desde su primera encíclica, pareció que una llama luminosa se hubiera elevado para iluminar las mentes y encender los corazones, del mismo modo que a los discípulos de Emaús les ardía el corazón mientras el Maestro les hablaba revelándoles el sentido de las Escrituras (Lc.24,32). ¿Acaso no habéis experimentado alguna vez ese ardor, amados hijos que vivís en estos tiempos, y habéis oído de sus labios un diagnóstico preciso de los males y los errores de la época, indicando al mismo tiempo los medios y remedios de curación? ¡Qué claridad de pensamiento! ¡Qué eficacia persuasora! Era ni más ni menos la ciencia y la sabiduría de un profeta inspirado, la intrépida franqueza de un Juan Bautista o un Pablo de Tarso. Era la ternura paternal del Vicario y representante de Cristo, atento a todas las necesidades, solícito a todos los intereses y miserias de sus hijos. Su palabra era trueno, espada, bálsamo que transmitía en abundancia a toda la Iglesia y llegaba eficazmente más allá todavía. Tenía un vigor irresistible no sólo por la sustancia del contenido, sino por su íntima y penetrante calidez. Se sentía la ebullición del alma de un pastor que vivía en Dios y de Dios, sin más objetivo que conducir a Él las ovejas y los corderos. Por eso, si siendo fiel a las venerables tradiciones seculares de sus antecesores conservó sustancialmente todas las formas solemnes exteriores (no ostentosas) del ceremonial pontificio, en ese momento su mirada levemente triste, fija en un punto invisible, indicaba que todos los honores no iban dirigidos a él sino a Dios.
»El mundo, que hoy lo aclama entre los bienaventurados, sabe que recorrió el camino que le había señalado la Divina Providencia con una fe capaz de mover montañas, con una esperanza a toda prueba, aun en los momentos más oscuros e inciertos, y con una caridad que lo motivaba a no escatimar sacrificios en pro del servicio a Dios y las salvación de los hombres.
»Por estas virtudes teológicas, que se podría decir que constituían la urdimbre de su vida y que practicó en grado de perfección, superando incomparablemente toda excelencia puramente natural, su pontificado refulgió como en los edades gloriosas de la Iglesia.»
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)