El pontificado del papa Ratti (2)

En esta segunda parte del artículo dedicado a Pío XI, veremos de manera más profunda la cuestión de los cristeros mexicanos, la guerra civil española, las relaciones del Papa con el nacionalsocialismo alemán y la condena del comunismo en la Encíclica Divini Redemptoris Missio (19 de marzo de 1937).

Podremos, por tanto, sacar las conclusiones sobre su dificilísimo Pontificado, que continuó y se prolongó – en cuanto a la arduidad de las situaciones sociales y económicas – bajo el de Pío XII (1939-1958), el cual tuvo que afrontar la Segunda Guerra Mundial y – después de su catastrófico fin – el avance en el este del comunismo soviético y del secularismo atlántico, que llevó al Viejo Continente a un estado de separatismo laicista entre el poder temporal y el espiritual, ya no caracterizado por la antigua persecución cruenta, que había causado mártires (en Rusia, en España y en México), sino por el indiferentismo agnóstico, que produjo las degeneraciones contemporáneas.

Los cristeros en México

La desaprobación de la política anticristiana del gobierno mexicano por parte de Pío XI fue firmísima en cuanto a los principios, pero “en el caso de México, su pragmatismo no será siempre comprendido” (Y. Chiron, Pio XI. Il Papa dei Patti Lateranensi e della lotta contro i totalitarismi, Cinisello Balsamo, San Paolo, 2006, p. 376). En efecto, en el caso de México (más que en la URSS, en Italia, en Alemania y en España), la política práctica de Pío XI alcanzó lo máximo que podía ser concedido sin renegar la doctrina.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, las relaciones entre México (independizado de España, manejado por la masonería, caído bajo la órbita estadounidense y también con simpatías filosocialistas) y la Iglesia habían sido siempre difíciles, aunque la gran mayoría de la población era católica y muy devota. El anticlericalismo mexicano era el extraño fenómeno de una élite de dirigentes políticos que, aun siendo la minoría, mandaban en todo el País.

A partir de 1917, el extremismo revolucionario del gobierno del Presidente Carranza, influenciado por la masonería, promulgó una nueva Constitución caracterizada por un fuerte centralismo estatal y por disposiciones muy hostiles contra la Iglesia. El delegado apostólico monseñor Filippi fue expulsado en 1923, pero el Papa buscó una pacificación y un entendimiento con el nuevo Presidente Obregón. En los primeros meses de 1924, se alcanzó un acuerdo y Pío XI pudo nombrar un nuevo delegado apostólico en México en la persona de mons. Cimino, pero precisamente entonces se convirtió en Presidente el general Plutarco Elías Calles, que estaba decidido a extirpar la fe católica de México. En 1925 tuvieron lugar algunos incidentes graves y varios Obispos mexicanos de visita en el Vaticano explicaron al Papa que no era posible mantener un acuerdo práctico con Calles. “Pío XI lo tuvo en cuenta, tanto que en la tradicional alocución consistorial de final de año, el 14 de diciembre de 1925, dibujó un cuadro muy oscuro de la situación en la que el gobierno mexicano había puesto a la Iglesia” (Y. Chiron, cit., p. 378).

El 7 de enero de 1926, el gobierno promulgó una nueva ley todavía más hostil contra la Iglesia. El Papa replicó con la Carta apostólica al Episcopado mexicano Paterna sane sollicitudo del 2 de febrero de 1926, en la que deploraba las leyes inicuas del gobierno y animaba a los Obispos y a los sacerdotes mexicanos a “continuar luchando valerosamente en defensa de la fe, sin constituir un partido político confesional, sino limitándose a resistir con una acción religiosa, moral, intelectual, económica y social”.

La respuesta del gobierno mexicano no se hizo esperar y el 2 de julio de 1926 fue publicada la así llamada “ley Calles”, que habría debido entrar en vigor el 31 de julio. Los Obispos mexicanos decidieron que, a partir del 31 de julio, el culto católico habría sido suspendido en todas las iglesias mexicanas, hasta que la ley no hubiera sido abrogada. El mismo 31 de julio tuvo lugar la primera revuelta armada en Oxaca, el inicio de la Cristiada o Revolución cristera, que se extenderá a casi todas las regiones de México.

Pío XI, el 18 de noviembre de 1926, publicó la Encíclica Iniquis afflictisque sobre la terrible situación de los católicos en México. Presentando como ejemplo a los fieles mexicanos que “se mantienen firmes en el propósito de resistir”, el Papa los paragonaba a los mártires de la Revolución francesa. Además, Pío XI alababa al clero, a los Obispos y a los fieles “que son, en estas coyunturas, como milicias de presidio del clero”.

En la Alocución del 20 de diciembre de 1926, volviendo a tratar el tema “Pío XI habló de manera que a muchos cristeros se les concedió creer que su lucha armada estuviera legitimada por el Papa” (Y. Chiron, cit., p 379).

A partir de 1927, la insurrección se extendió por toda la Nación, el 1 de mayo de 1927, una carta firmada por siete Obispos mexicanos era publicada en San Antonio de Texas. En ella los Obispos afirmaban que los católicos pueden “defender con la fuerza los derechos inalienables que no consiguen defender con medios pacíficos”, pero esta posición tan firme no era compartida por la mayor parte de los treinta y ocho Obispos mexicanos. En aquel periodo ni siquiera la Santa Sede aprobaba la lucha armada en México y más bien la desaconsejaba y prohibía a los sacerdotes favorecerla material o moralmente. La guerra del gobierno contra los cristeros se hizo feroz (se calcula que 30.000 de ellos fueron asesinados).

En 1928, en Europa se conocieron las atrocidades perpetradas por el ejército gubernamental y, como escribió el Secretario para los Asuntos Exteriores Extraordinarios del Vaticano, mons. Borgongini Duca, “el movimiento de protesta contra la política anticatólica del gobierno mexicano del Presidente Calles estaba insipirado por el Sumo Pontífice en persona” (Despacho del 28 de agosto de 1928). Yves Chiron comenta: “en aquel periodo, Pío XI no se había pronunciado todavía a favor de la lucha armada y se dejaba influir por los Obispos mexicanos que no la aprobaban, pero al mismo tiempo no quería imponer el silencio sobre el drama mexicano” (op. cit., p. 382).

En 1928, llegó al poder un nuevo Presidente, Portes Gil, y pareció que comenzase un periodo de cierta tranquilidad. Ya en enero de 1928 comenzaron negociaciones secretas entre católicos y gobierno a través del embajador americano en Ciudad de México Dwight Morrow; tomaron parte en ella también dos Obispos mexicanos (mons. Ruiz y Flores y mons. Díaz), pero ningún representante de los cristeros fue admitido. Se llegó a un acuerdo (“Arreglos”) firmado el 22 de junio de 1929, en el que se preveía la reanudación del culto católico, la vuelta de los Obispos a sus diócesis y el envío de un delegado apostólico por parte de la Santa Sede. En cambio, los cristeros deberían deponer las armas y la “ley Calles” no sería aplicada ya de manera hostil contra la Iglesia, aunque no suprimida.

“Los Arreglos fueron interpretados por muchos, y en primer lugar por los combatientes, como una traición de Pío XI. Se puede pensar que el Papa haya sido muy ingenuo, pero sus motivos fueron esencialmente religiosos, como explicará en la Encíclica Acerba animi del 29 de septiembre de 1932. El tenía miedo de que la interrupción del culto en las iglesias, que duraba desde hacía tres años, llevase a los fieles a separarse gradualmente del sacerdocio católico. Temía que el exilio de todos los Obispos mexicanos favoreciera el desorden en el clero. Y temía también, si la guerra hubiera continuado sin pensar realistamente que los cristeros pudieran vencerla, que la condición material de las poblaciones se habría agravado cada vez más, con el peligro de carestías y epidemias” (Y. Chiron, cit., p. 383).

Ciertamente la mentalidad política de Pío XI era la filo-concordataria y, si no conseguía obtener un Concordato de forma específica, estaba dispuesto a contentarse con un acuerdo mínimo, que era preferible a nada. Fue así que a partir de junio de 1929 muchos cristeros depusieron las armas, pero comenzaron también los arrestos y las ejecuciones de los jefes cristeros: entre 1929 y 1932 se calcula que fueron ajusticiados alrededor de 1500 cristeros.

“La persecución que continuaba y el fracaso de los Arreglos de 1929 llevarán a la Santa Sede, y en particular a Pío XI, a cambiar de comportamiento frente a la revuelta armada de los cristeros[i]. La primera señal de esta inversión de política fue el elogio, publicado en L’Osservatore Romano, de un libro en el que se narraba la epopeya de los cristeros. La obra fue traducida después del español por el padre jesuita Giulio Monetti y publicada en italiano en 1933 con el título Fede di un popolo. Fiore di eroi. El padre Monetti citaba una frase reciente de Pío XI al Delegado apostólico en México: “No puedo desaprobar como un hecho ilícito la defensa armada de los católicos mexicanos”.

“Pío XI, en un primer momento – escribe Chiron –, quiso creer en las palabras del gobierno, pero las persecuciones no cesaron. El 10 de octubre, mons. Ruiz y Flores, arzobispo de Morelia, era nombrado delegado apostólico y esto permitió que se repristinaran los obispados, los seminarios y las parroquias” (Y. Chiron, cit., p. 384), pero los cristeros continuaron siendo asesinados.

A partir de 1931, el número de los sacerdotes operantes en México fue reducido drásticamente de nuevo. El 29 de septiembre de 1932, Pío XI publicó la Encíclica Acerba animi para condenar la violación del acuerdo por parte del gobierno mexicano y explicaba que “el someterse materialiter a las regulaciones del gobierno no podía ser equiparado a un apoyo voluntario” (ibid). En respuesta, el gobierno mexicano pedía, el 4 de octubre, la expulsión del delegado apostólico y Pío XI, dada la pertinacia persecutoria gubernativa, escribió una tercera Encíclia Nos es muy conocida[ii] (28 de marzo de 1937)[iii] en la que hablaba de licitud de la resitencia armada contra la tiranía y de la licitud del tiranicidio.

En esta tercera Encíclica dedicada a México, el Papa, por primera vez, reconocía públicamente la legitimidad de la revuelta armada de los cristeros después de haber hablado de ello en privado en torno a 1929 al Delegado apostólico en México.

El gobierno mexicano, durante 1937, comenzó a modificar su política: poco a poco volverán a abrirse todas las iglesias y el número de sacerdotes autorizados no sufrirá más limitaciones. “Esta victoria se debe por una parte a la firmeza demostrada por Pío XI en sus tres Encíclicas, pero también a la resistencia armada y espiritual de los católicos mexicanos, resistencia armada que fue reconocida públicamente por la Iglesia con demasiado retraso” (Y. Chiron, cit., 438).

El Papa equiparaba la masonería liberal mexicana al bolchevismo soviético, unidos por el odio contra Cristo y su Iglesia y dirigidos por el judaísmo post-bíblico.

La guerra civil española

La sangrienta guerra civil en sentido estricto tuvo lugar entre 1936 y 1939. Sin embargo, ya el 1 de mayo de 1931 el Arzobispo de Toledo, el cardenal Segura, firmó una carta pastoral fuertemente hostil al régimen republicano que se había instaurado en España; el cardenal tuvo que dejar España y marchó a Roma, donde explicó la situación real de fuerte hostilidad contra la Iglesia que reinaba en ese momento en España.

En junio, el card. Segura volvió a España, pero fue arrestado y expulsado del País. Algunos ambientes católicos y monárquicos criticaron fuertemente a la Santa Sede y particularmente a Pío XI por el comportamiento demasiado conciliador hacia la República español. “La acusación era injusta, pero Pío XI tenía una visión pragmática de la situación. Sabía que en el interior del gobierno algunos deseaban la ruptura de las relaciones diplomáticas con la Santa Sede. El Papa no quería agravar la situación” (Y. Chiron, cit., p. 401).

En octubre de 1931, el parlamento español volvió a poner en discusión los artículos de la Constitución relativos a las relaciones entre el Estado y la Iglesia y los cambió en sentido radicalmente laicista y anticristiano. Pío XI protestó tres días después a través de un telegrama enviado al Nuncio apostólico en España, mons. Tedeschini. Además, L’Osservatore Romano del 17 de octubre de 1931 publicó el telegrama. A penas un mes después, el Papa, en la Alocución del 20 de noviembre de 1931, habló de la cuestión española y equiparó a España con la Rusia soviética y México.

En enero de 1932, el Episcopado español escribió una Carta pastoral colectiva aprobada por el Vaticano. En mayo de 1933, el Parlamento español votó una ley contra las congregaciones religiosas, a la cual los Obispos respondieron con otra Carta pastoral el 25 de mayo mientras que el Papa promulgó el 3 de junio la Encíclica Dilectissima nobis sobre las condiciones penosas de los católicos bajo el gobierno republicano ibérico.

En 1934, la Iglesia católica sufrió muchas violencias cruentas: 58 iglesias fueron destruidas y 34 sacerdotes asesinados, pero la situación debía empeorar: en las elecciones de 1936 venció la izquierda y el 13 de julio el líder de la oposición monárquica, Calvo Sotelo, fue asesinado. Por lo cual hubo un “alzamiento nacional” guiado en primer lugar por el general Sanjurjo y, tras su muerte, por el generalísimo Francisco Franco.

La revolución republicana estuvo marcada por un carácter ferozmente antirreligioso: seminaristas maltratados y fusilados, tumbas de religiosos e iglesias profanadas. Pío XI, en la Alocución del 4 de septiembre de 1936, habló de “satánica preparación” de la revolución republicana española, con al rededor de siete mil sacerdotes y religiosos y doce Obispos asesinados.

La posición de Pío XI fue muy firme y enérgica. Pronunció una segunda Alocución el 14 de septiembre de 1936, a penas diez días después de la primera, que fue transmitida por radio. Sin embargo, el Papa, aun condenando las masacres perpetradas por los revolucionarios republicanos, no se pronunció todavía a favor de los nacionalistas y del general Franco. Harán falta todavía dos años para que Pío XI se pronuncie a favor del Caudillo considerando el “alzamiento nacional” una “cruzada en defensa de la Iglesia y de la España tradicional”.

El 1 de julio de 1937, se publicó la “Carta colectiva de los Obispos españoles a los de todo el mundo” en la cual cuarenta y ocho Obispos españoles tomaban parte a favor del “alzamiento” y su Caudillo, que habían realizado “un esfuerzo por consolidar el antiguo espíritu español y cristiano”.

“Los Obispos de muchos Países se hicieron eco de esta Carta pastoral colectiva. Pero el Papa eligió la reserva. Al card. Pacelli, que le pedía insistentemente que publicara el documento en los Acta Apostolicae Sedis, habría respondido en tono irritado: ‘Esto, eminencia, no’. L’Osservatore Romano publicó sólo un resumen de la carta pastoral.” (Y. Chiron, cit., p. 409). Sin embargo, la Santa Sede en 1937 estaba procediendo al reconocimiento oficial del gobierno nacional del general Franco y en septiembre del mismo año se llegó al nombramiento y al intercambio entre el Vaticano y la España nacional de dos “encargados de asuntos”, mons. Antoniutti y el marqués de Magaz, y el 16 de mayo de 1938 mons. Gaetano Cicognani era nombrado Nuncio Apostólico en España y precisamente en Burgos porque Madrid estaba todavía en manos de los republicanos. La guerra civil española terminará sólo el 1 de abril de 1939, dos meses después de la muerte de Pío XI, que había reconocido al Estado nacional español diez meses antes de su victoria.

Observaciones generales sobre la Mit brennender Sorge y la Divini Redemptoris 

El 14 de marzo de 1937 Pío XI publicó la Mit brennender Sorge “sobre la situación de los católicos en el Reich alemán”, el 19 de marzo la Divini Redemptoris “contra el comunismo ateo” y el 28 la Nos es muy conocida “sobre la situación de los católicos en México”. En estas tres Encíclicas el Papa condenaba las ideologías totalitarias y su actuación anticristiana por parte de los respectivos gobiernos.

En Rusia y en México se había desencadenado una represión cruenta contra el Cristianismo, pero en Alemania la cuestión era ligeramente diferente. ¿Con esas tres Encíclicas Pío XI ponía acaso el comunismo soviético, la masonería mexicana y el nacionalsocialismo al mismo nivel? Se diría que no. En efecto, algún mes antes de su publicación en el “Discurso de inauguración de la Exposición internacional de la prensa católica en el Vaticano” del 12 de mayo de 1936, el Papa había citado separadamente a la Rusia soviética (unida varias veces al gobierno masónico del México anticristiano) y había declarado: “el comunismo es el peligro principal, el primer peligro, el mayor y el más general y sin duda el comunismo en todas sus formas y en todos los niveles, ya que se infiltra por todas partes, abierta o solapadamente. La propaganda comunista es todavía más peligrosa cuando asume comportamientos menos violentos y aparentemente menos impíos, con el fin de penetrar en ambientes menos accesibles […]. Algunas veces llega incluso a negar abiertamente a Dios, y sobre todo la religión católica” (Actes de Pie XI, Maison de la Bonne Presse, Paris, 1927-1945, texto latino/francés, vol. XIV, p. 24). Además, si condenaba el totalitarismo y el absolutismo, Pío XI no incluía en la misma condena la dictadura, que en algunas contingencias históricas, en las que la sociedad civil esta a punto de caer en la anarquía, puede ser una salvaguardia del orden y de la paz interna.

Es aún hoy muy actual la Encíclica de 1937 contra el comunismo ateo, porque el Papa ponía ya entonces a los católicos en alerta contra la política de la “mano tendida”, que tanto daño hizo en ambientes cristianos progresistas conduciéndolos hacia el propio comunismo. El 11 de mayo de 1936, Pío XI en una Alocución a los peregrinos húngaros había denunciado: “el comunismo intenta penetrar por todas partes y, desgraciadamente, ha penetrado en muchos lugares, ya sea con la violencia, ya sea con la intriga, ya sea con el engaño, llegando incluso a parecer animado de las mejores intenciones. Y muchos, desafortunadamente, se dejan engañar” (Documentation Catholique, n. 800, 13 de junio de 1936, col. 1481).

La Divini Redemptoris en particular 

En esta Encíclica, Pío XI no sólo condena la doctrina marxista, sino que expone su naturaleza, sus principios, desenmascara sus métodos de acción y presenta los medios para defenderse de ella.

El objetivo principal de la Encíclica es hacer comprender la naturaleza “intrínsecamente perversa” del comunismo porque, aunque condenado y recondenado[iv], si no es bien conocido, continúa cada día extendiendo su dominio en el mundo.

El Papa quería aclarar también el “papel del judaísmo en al expansión del comunismo” (Y. Chiron, cit., p. 424), pero uno de los teólogos (el p. Desbuquois) que participaban en la redacción de la Encíclica consiguió que se suprimiera esta idea, dada la situación que se estaba creando en ese momento en Europa.

La Encíclica puede ser subdividida de la siguiente manera: 1º) el bolchevismo representa el ataque más terrible sufrido por la Iglesia y esto se prueba examinando su naturaleza atea y materialista junto a sus recientes aplicaciones prácticas y cruentísimas en la URSS, en España y en México; 2º) como el comunismo se está realizando todavía y no ha desarrollado todas sus potencialidades subversivas, Pío XI desenmascara sus engaños, su propaganda astutamente diabólica y engañadora y la ineficacia de su sistema económico que, eliminando la propiedad privada, empuja más al ocio que al trabajo y al progreso; 3º) el comunismo es una especie de contra-iglesia o contra-religión milenarista e inmanentista, que pretende ofrecer una “redención” y un “paraíso” en este mundo, pero, como todas las utopías, se resolverá en su contrario, o sea en el infierno socialista que comienza ya en esta vida; 4º) el Papa contrapone positivamente a la barbarie comunista los principios de la verdadera civilización humana y cristiana como nos los hacen conocer la recta razón y la divina Revelación; 5º) finalmente indica también los remedios concretos para combatirlo y vencerlo: el conocimiento de la doctrina social cristiana y del comunismo, la necesidad de llevar una vida privada y pública coherente con los principios profesados (el desprendimiento de los bienes materiales y la práctica de la caridad sobrenatural), los deberes de los patrones hacia los obreros y los derechos de estos últimos (el justo salario y la justicia social recíproca).

La Mit brennender Sorge en particular 

Después de la estipulación del Concordato entre el III Reich alemán y la Santa Sede en 1933, la situación de los católicos en Alemania fue empeorando poco a poco. En efecto, el absolutismo totalitarista del nacionalsocialismo tendía a invadir todo ambiente y a reducir al mínimo la influencia social de la Iglesia.

No obstante, el Papa deseaba que el Concordato de 1933 no volviera a ser puesto en discusión porque ofrecía una base jurídica de gran valor para la defensa de los católicos y de la Iglesia. Pío XI había hecho enviar cerca de unas sesenta cartas de protesta al gobierno alemán a través de la Secretaría de Estado, pero el Vaticano no había recibido ninguna respuesta. La alternativa que se presentaba ante el Pontífice era o una carta privada a Hitler en persona o una Encíclica. Pío XI optó por la segunda, siendo un acto público y de mayor resonancia al que no se podía no responder.

El anticomunismo del partido nacionalsocialista era muy apreciado en el Vaticano ya que en Alemania, después de la derrota de la Gran Guerra, el comunismo representaba una auténtica amenaza. El endurecimiento del Vaticano respecto al nacionalsocialismo fue progresivo, advirtiendo su tendencia cada vez mayor a liquidar el influjo social y político del catolicismo para reducirlo a un fenómeno individual. Por ello, al principio se actuó con prudencia acompañada por una cierta esperanza que se verá a menudo decepcionada.

Inicialmente, las declaraciones de Hitler tranquilizaron a Pío XI. Por ejemplo, el 1 de febrero de 1933, en su primera declaración gubernativa, Hitler afirmó: “El gobierno nacional protegerá firmemente el Cristianismo como base de nuestra moral común”. Además, el Vice-Canciller alemán era Franz von Papen, que era católico, sugirió a Hitler estipular un Concordato con la Santa Sede, que fue firmado el 20 de julio de 1933[v]. Todo esto tranquilizaba al Vaticano y, como el nacionalsocialismo había comenzado apenas a establecerse como partido gubernativo, que había vencido legítimamente las elecciones, no se le podía considerar como un sistema totalitario. La historiadora israelita Hannah Arendt escribió también en la posguerra: “El régimen nacionalsocialista se hizo abiertamente totalitario sólo a partir del estallido de la guerra, el 1 de septiembre de 1939” (La banalità del male, Milano, Feltrinelli, 1964, p. 291). Finalmente, el 23 de marzo de 1933, Hitler, en un discurso en el Reichstag, proclamó que “por lo que respecta a la escuela y la educación, el gobierno reservará y garantizará a las confesiones cristianas la influencia que les compete. El Gobierno del Reich atribuye la máxima importancia al mantenimiento y al desarrollo de las relaciones amistosas con la Santa Sede”.

El card. Pacelli, el 18 de enero de 1937, pidió al card. Faulhaber que pusiera por escrito un esquema de varios puntos que se pudieran desarrollar después. El texto manuscrito fue entregado el 21 de enero por el cardenal alemán al card. Pacelli, que lo retocó y le aportó adiciones. De este texto surgió la Encíclica Mit brennender Sorge, que puede ser resumida así: 1º) la fe en Dios es inconciliable con la divinización de la raza, del pueblo y del Estado; 2º) “no se puede considerar como creyente en Dios a quien, con indeterminación panteísta, identifica a Dios con el Universo. […]. Ni es tal quien siguiendo una así llamada concepción precristiana del antiguo germanismo, pone en el lugar del Dios personal al destino”; 3º) la raza o el pueblo, el Estado, tienen un puesto esencial y digno de respeto, pero “quien lo separa de esta escala de valores terrenos, elevándolos a la suprema norma de todo […] divinizándolos con culto idolátrico, pervierte el orden creado e impuesto por Dios y está lejos de la verdadera fe. […]. No es católico quien pone a la raza en el lugar de Dios o al Estado en el lugar del Creador”; 4º) “nuestro Dios – continúa el Papa en la Encíclica – es el Dios personal, trascendente, omnipotente […] el cual no admite otras divinidades a su alrededor. […]. Solamente los espíritus superficiales pueden caer en el error de hablar de un Dios nacional, de una religión nacional, y emprender el absurdo intento de encerrar en los límites de un solo pueblo, en la estrechez […] de una sola raza a Dios, Creador del mundo”; 5º) “la fe en Dios no se mantendrá por mucho tiempo pura e incontaminada si no se apoya en la fe en Jesucristo”; 6º) finalmente el Papa concluye con estas palabras proféticas: “Quien… osase poner junto a Cristo, o peor, sobre El, a un simple mortal, aunque fuera el más grande de todos los tiempos, sepa que es un profeta de quimeras”.

Yves Chiron escribe: “se ha señalado que Pío XI, en esta Encíclica, no había condenado el antisemitismo y no había denunciado la persecución de los judíos en Alemania. Además, la Encíclica no condenaba ni siquiera al régimen en cuanto tal” (cit. p. 429).

Pío XI firmó la Encíclica el 14 de marzo, Domingo de Pasión, y, para impedir que la censura prohibiese su publicación en Alemania, ordenó que antes de difundir editorialmente la Encíclica, escrita en alemán, el texto fuese leído en todas las parroquias el domingo sucesivo, o sea, el 21 de marzo, Domingo de Ramos, día de máxima afluencia en las iglesias.

Esta vez hubo una respuesta inmediata: la Nota del III Reich del 22 de marzo de 1937[vi], entregada por el embajador alemán ante la Santa Sede al Secretario de Estado vaticano card. Eugenio Pacelli.

Es muy interesante la Respuesta de monseñor Pacelli del 30 de abril de 1937 al embajador alemán. Mons. Pacelli responde en nombre del Papa Pío XI al gobierno alemán y da una interpretación auténtica de la Encíclica.

Pacelli escribe que la Mit brennender Sorge no es un documento “hostil al pueblo o al Estado alemán”, antes bien, representa un “diagnóstico en vistas a su curación” (primer párrafo). Añade que la intención de la Encíclica “no era en absoluto dañar al pueblo alemán, sino de superar los desórdenes que se verifican en Alemania”; sin embargo, Pacelli pone en guardia firmemente acerca del peligro del partido nacionalsocialista: “el movimiento que sostiene el Reich se ha comprometido cada vez más con ideas, orientaciones y grupos ideológicos cuyo objetivo es destruir la Fe cristiana y someter a la Iglesia”.

Según los estudiosos más cualificados, el grupo ideológico que empujaba al nacionalsocialismo hacia el anticristianismo extremo era el de Alfred Rosenberg.

El profesor Emilio Gentile, uno de los mayores expertos del fenómeno fascista, escribe: “después de la llegada al poder de Hitler, […] las ambigüedades de la política religiosa de Hitler, que no animaba abiertamente a los teóricos del neopaganismo racista, inducían a algún observador, en cuanto hostil al nazismo, a plantear dudas sobre la identificación de nacionalsocialismo y neopaganismo racista… […]. En el régimen nazi, en realidad, las corrientes neopaganas, anticristianas, eran fuertes y apremiantes hasta disipar pronto las dudas sobre la naturaleza efectivamente anticristiana de la religión nazi. […]. El nacionalsocialismo revelaba a los católicos su verdadera naturaleza de movimiento anticristiano, en el que confluían diferentes corrientes, pero que tenían como fin común la anulación de la religión católica, porque el nazismo reivindicaba todas las características de una nueva religión, fundada sobre principios y sobre valores radicalmente opuestos a los cristianos y católicos”[vii].

Además, Pacelli, en su Respuesta del 30 de abril de 1937 al embajador alemán, reconoce que, si el Papa condenó el Bolchevismo, “no puede cerrar los ojos frente a los errores que se están desarrollando en el seno de otras tendencias políticas y filosóficas, las cuales, aun siendo anti-bolcheviques, no pueden gozar del privilegio de ser toleradas o ignoradas por el Magisterio supremo de la Iglesia”: el verdadero frente antibolchevique, responde el Secretario de Estado vaticano, debe estar fundado sobre la verdad y no puede ser anticristiano (párrafo cuarto).

En el párrafo séptimo, Pacelli vuelve a hablar sobre “ciertas personalidades del nacionalsocialismo” [Rosenberg] que maniobran para destruir a la Iglesia[viii].

Yves Chiron, por su parte, observa que la Nota vaticana «no volvía a poner en cuestión la naturaleza de las instituciones del Estado hitleriano, reafirmaba que la Encíclica restableció solamente el principio de que “cualquier condición jurídica de un Estado está sometida a la Ley de Dios. Si este principio es reconocido y puesto en práctica por el gobierno alemán, los conflictos de conciencia entre los deberes del cristiano de fidelidad al Estado en cuanto ciudadano serán eliminados”. La Santa Sede, además, reconocía algunos méritos del gobierno del III Reich: haber mejorado el “bienestar del pueblo alemán” y haber “eliminado eficazmente el comunismo como organización pública”. En aquella época, la Santa Sede consideraba todavía legítimos algunos aspectos dictatoriales del régimen hitleriano. Se advertirá además que en esta Nota, como en la Encíclica, no se habla de la suerte de la población judía que vivía en Alemania» (op. cit., p. 432).

Alrededor de seis meses después de la Encíclica, en septiembre de 1937, Mussolini viajaba a Alemania en visita oficial. Era el preludio del pacto de acero entre Italia, Alemania y Japón.

La venida de Hitler a Roma 

Este episodio no siempre ha sido narrado como sucedió. En efecto, muchos lo narran como un gesto unilateral de Pío XI que, para protestar contra la venida de Hitler a Roma, se habría retirado a Castel Gandolfo.

La realidad es ligeramente diferente. Hitler habría venido a Roma en los primeros días de mayo de 1938 y “Pío XI había hecho saber a las autoridades italianas que estaba dispuesto a recibir a Hitler en el Vaticano si este último lo hubiera solicitado y si hubiese pronunciado un discurso público en el que desmentía la política de persecución de la Iglesia en Alemania. Hitler no solicitó ser recibido en el Vaticano y Pío XI se fue de Roma el 30 de abril. Se retiró a Castel Gandolfo, prohibió al Nuncio y al clero estar presentes en las recepciones oficiales en honor a Hitler e hizo cerrar los Museos Vaticanos para que los miembros de la delegación alemana no pudieran visitarlos” (Y. Chiron, cit., p. 450)[ix].

El 4 de mayo, en una Audiencia pública, Pío XI expresó “su tristeza por haber visto la enseña de una cruz diferente a la de Cristo levantada en la ciudad de Roma el día en el que la Iglesia celebra la Invención de la Santa Cruz [el 3 de mayo, ndr]”[x]. El 24 de diciembre de 1938, el Papa repitió la misma idea en al Alocución consistorial.

Ciertamente, frente al nacionalsocialismo, la actitud práctica de Pío XI fue mucho más firme que en México y en España.

Deberemos afrontar ahora la cuestión de las relaciones del papa Ratti con Mussolini y el fascismo italiano, pero dado lo vasto y lo delicado de la cuestión la trataremos en la tercera parte del artículo.

Leo

[i]      Sería necesario estudiar bien el papel ejercido por algunos Obispos mexicanos partidarios del acuerdo junto al card. Gasparri y su influencia sobre Pío XI, que en 1929 se dio cuenta de la triste realidad y del error cometido y licenció al Secretario de Estado tomando en su lugar al card. Pacelli.

[ii]     El título latino es Firmissimam constantiam.

[iii]    El 14 de marzo de 1937, Pío XI publicó la Mit brennender Sorge, el 19 de marzo la Divini Redemptoris y el 28 la Nos es muy conocida, cuyo título latino es Firmissimam constantiam.

[iv]    El error del comunismo había sido condenado ya por Pío IX en la Encíclica Qui pluribus del 9 de noviembre de 1846 y por León XIII en la Quod apostolici muneris del 28 de diciembre de 1878. Pío XI no sólo dedica una entera Encíclica, la Divini Redemptoris, a su condena, sino que propone positivamente los remedios para salir de tanto mal después de haber expuesto las raíces de sus pestilentes errores.

[v]     En dos artículos en L’Osservatore Romano del 26 y 27 de julio de 1933, el card. Pacelli precisó que un acuerdo jurídico con un Estado no implicaba la aprobación de su régimen político, sino sólo la obtención del Estado en cuanto tal, a través de un acuerdo jurídico bilateral, de los derechos que garantizaran la libertad de la Iglesia y de los fieles, haciendo abstracción de todo juicio de valor sobre la bondad de la orientación política del Estado en cuestión.

[vi]    Traducida en francés por la Documentation Catholique, n. 837-838, 10 de abril de 1937, coll. 923-926.

[vii]   E. Gentile, Le religioni della politica. Fra democrazie e totalitarismi, Laterza, Bari, 2001, pp. 127-128 y 156.

[viii] Cfr. P. Maximin, Une encyclique singulière sous le III Reich, Berchem, 1999, pp. 113-119.

[ix]    Cfr. M. Casella, Rivista Storica della Chiesa in Italia, n. 54, 2000, pp. 91-186.

[x]     En Discorsi di Pio XI, Torino, SEI, 1960-1961, vol. III, p. 735.

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Mateo 5,37: "Que vuestro modo de hablar sea sí sí no no, porque todo lo demás viene del maligno". Artículos del quincenal italiano sí sí no no, publicación pionera antimodernista italiana muy conocida en círculos vaticanos. Por política editorial no se permiten comentarios y los artículos van bajo pseudónimo: "No mires quién lo dice, sino atiende a lo que dice" (Kempis, imitación de Cristo)

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