A raíz del homicidio de la joven Giulia Cecchetin el pasado 11 de noviembre, Italia ha descubierto que está amenazada por el patriarcado. Un reportaje del diario La Reppublica del pasado día 24 lucía un titular elocuente: Feminicidios: acabemos con lo hecatombe. La tesis, que es la misma que propalan los medios de difusión, las redes sociales y toda clase de influencers, es que hay una ola de feminicidios y la culpa se atribuye a la cultura del patriarcado, que sigue predominando. Es preciso, pues, combatir el patriarcado a fin de atajar la violencia contra la mujer.
El patriarcado era un sistema social que prescribía la autoridad del hombre y la división de papeles en el seno de la familia. A excepción de los tiempos que vivimos, la autoridad paterna siempre se ha considerado un elemento inmutable del orden social, imprescindible para todos los pueblos y todos los tiempos. Durante siglos, el padre ha desempeñado en la familia la misma misión que el soberano en la sociedad política (la misma palabra patria deriva de padre), y que el Papa, el Santo Padre, cumple en la Iglesia. Hará apenas cincuenta años, ése el modelo de la familia italiana: el padre tenía el deber de guiar a la familia y ser su sostén económico, mientras que la madre se hacía cargo de la educación de los hijos, que eran numerosos. El núcleo familiar incluía asimismo a los abuelos, depositarios de una tradición que se transmitía de generación en generación.
Este sistema de organización social fue de destruido por la revolución del 68 y todo lo que ésta ha acarreado: leyes que permiten el aborto y el divorcio y, en Italia, ante todo la ley sobre el derecho de familia del 22 de abril de 1975, que decapitó la autoridad paterna, derogó la preeminencia jurídica del padre y ha contribuido a hacer desaparecer la autoridad y la identidad en las familias italianas.
Recordemos que entre los ideólogos del 68 había teóricos de la antipsiquiatría, como David Cooper, autor de un libro que ha conocido numerosas reediciones, con el significativo título de La muerte de la familia. Tal era la convicción que empezó a difundirse a fines de los años sesenta del pasado siglo: la inminente e inevitable extinción de la institución familiar. En el mencionado ensayo, David Cooper proponía la supresión del papel del padre, sustituyéndolo por el de los hermanos. Con ello se aspiraba a una sociedad paradójica de hermanos sin padre, incluso hermanos en tanto que asesinos del padre: tal como sucedió en 1793 con el magnicidio del rey de Francia y como proponía Nietzsche profetizando el asesinato de Dios Padre.
El proceso democratizador de la Iglesia, de la sociedad y de la familia es uno solo. La destrucción de la familia habría de influir en particular sobre la liberación de la mujer. El feminismo pretendía eliminar la distinción entre el papel del varón y el de la mujer, destruyendo con ello la natural vocación a la maternidad y la feminidad. La reivindicación del derecho al aborto y la contracepción se ha propuesto como un derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo y su propia sexualidad, liberándose así de la autoridad del macho y del peso de la maternidad. La masculinización de la mujer ha corrido parejas con la desvirilización del hombre, ampliamente promovida por la moda, la publicidad y la música. La implantación de la ideología de género es un objetivo, pero las consignas contra la cultura del patriarcado tienen su origen en las manifestaciones feministas como la que tuvo lugar en Roma el 6 de diciembre de 1975, en la que participaron unas veinte mil mujeres que coreaban consignas como «¡No más mujeres, madres e hijas! ¡Acabemos con la familia!»
Y efectivamente, la familia ha sido destruida. Se ha disuelto la autoridad paterna, se han eliminado las respectivas misiones de cada sexo y cada componente de la familia; padres, madres e hijos atraviesan una crisis de identidad. La familia patriarcal ya no existe en Italia, salvo por unos pocos reductos felices. Y en esos pocos reductos, que más que patriarcales deberíamos llamar naturales, la mujer respeta al marido y los hijos a los padres, y la mujer no es asesinada, sino amada y respetada. El asesinato de Giulia Cecchetin no es fruto de la cultura patriarcal, sino de la sesentayochista, relativista y feminista, que actualmente impregna a fondo la sociedad y en la que todos son a un tiempo culpables y víctimas.
Ahora bien, la crisis de la familia comporta mucho más que el fin de la familia patriarcal. Italia va camino de convertirse en una sociedad de solteros en la que no queden más familias. Según el último informe CENSIS sobre la situación socioeconómica del país, para 2040 sólo un matrimonio de 4 (es decir, el 25,8% del total) tendrá hijos, y las familias unipersonales constituirán el 37%. El 34% de los italianos serán además ancianos y vivirán solos. Ello obedece a que hoy en día no sólo está en crisis la familia, sino la existencia misma de las parejas y matrimonios. No solamente se casa cada vez menos gente y se traen menos hijos al mundo, sino que se convive menos todavía, porque se rehúye hasta tal punto toda responsabilidad para con un cónyuge o conviviente que se tiene miedo de vivir mucho tiempo juntos.
Eso que llaman feminicidio no es fruto de la vieja cultura patriarcal, sino de la nueva cultura antipatriarcal, que confunde las ideas, fragiliza los sentimientos y desestabiliza la psique, que, privada del apoyo natural que desde el nacimiento le brindaba la familia con la seguridad que aportan el padre y la madre. El hombre está solo con sus pesadillas, miedos y angustias al borde del abismo: el abismo del vacío al que se precipita quien abdica de lo que es, quien abandona la naturaleza propia, inmutable y permanente del hombre, de la mujer, del padre, de la madre o de los hijos. Y mientras todos hablan de feminicidio, nadie habla de una modalidad criminal mucho más extendida: los infanticidios que se cometen todos los días en Italia, Europa y el resto del mundo por parte de padres y de madres que ejercen la máxima violencia contra sus propios hijos inocentes antes siquiera de que éstos vean la luz.
Una sociedad que mata a sus hijos está condenada a muerte, y el hedor de la muerte se siente cada vez más en todas sus formas, no sólo la del feminicidio. La vida, la restauración de la sociedad, sólo será posible regresando al modelo natural y divino de la familia. Si queremos poner fin a la locura que está destruyendo la sociedad, habremos de regresar, con la ayuda de Dios, al modelo de familia patriarcal que se funda en la autoridad del padre, cabeza de familia, y en la santidad de la madre, que es el corazón. Los dos unidos en el deber de procrear y educar a los hijos para hacerlos ciudadanos del Cielo. La otra opción es el Infierno, que ya se está instalando en el mundo.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)