La reacción suscitada por las revelaciones que ha hecho el arzobispo Viganò –al menos en los Estados Unidos– deberían levantarnos el ánimo: todavía quedan obispos ortodoxos en la Fe que respetan los derechos humanos y la justicia divina. No sólo eso: a pesar de que raro es el día que no llegan malas noticias de Roma, encontramos diócesis en las que las vocaciones van en aumento. Y hasta descubrimos órdenes tradicionales que prosperan. Después de décadas de amnesia, la música sacra vuelve a las catedrales y parroquias. Si se buscan, no faltan las buenas noticias.
Con todo, podemos observar también un problema de larga data que ralentizan unas reformas que ya se hacían esperar y la verdadera renovación de la Iglesia: que entre prelados, sacerdotes y fieles predomina una actitud básicamente conservadora.
Es conservador el que quiere conservar el bien que tiene al alcance de la mano, lo que significa mantener el estado de cosas corrigiendo simplemente unas desviaciones ostensibles. Pero el conservador carece de unos principios que lo motiven a recuperar lo perdido, porque le falta una razón de peso para considerarlo más valioso, de mucho más valor que una pléyade de bienes que en este momento disfruta. («¿Hay monjas que llevan hábito y crucifijo? ¡Estupendo! Mantengamos eso, no queremos que se pierda. Es mejor que nada.») En cambio, el amante de la Tradición piensa como San Vicente de Lerins, el padre de la Iglesia del siglo V. Para ese santo, al igual que para una multitud de padres, doctores y pontífices, la Tradición en sí es superior a la novedad; hay que desconfiar de la novedad, resistirla con todas las fuerzas. («Si las monjas no llevan hábito, velo incluido, es hora de darles dos opciones: o adoptan el hábito de siempre, o que vuelvan al mundo.»)
En consecuencia, donde se ha perdido algo tradicional, los conservadores se esfuerzan por recuperarlo en la medida de lo posible, mientras que los conservadores se contentan con mantener lo que todavía tienen, aunque sea en sí mediocre o fuera novedoso hace sólo unos años. Así se explica ese hecho tan curioso de que después de tantas amargas experiencias y tantas críticas irrefutables uno siga encontrando católicos conservadores que defiendan el Novus Ordo y la música moderna en la liturgia: «Esas cosas ya existen desde hace algunas décadas, y como es lo mejor que tenemos, más vale conservarlas».
Por eso, al final, el conservadurismo no es otra cosa que una versión a velocidad lenta y menos cohibida del liberalismo. Un principio liberal es que los cambios son buenos por naturaleza, y por tanto, cuanto más pronto cambiemos mejor… en tanto que el cambio vaya en una dirección contraria a la Tradición. El conservadurismo adopta como un principio supuestamente contrario que es mejor aferrarse a lo que se tiene que renunciar a ello sin pelear, y no ve el problema de que debido al liberalismo imperante cada vez se cede y renuncia más. se socavan más bienes y se cada año que pasa se les hace menos caso, quedando cada vez menos que conservar.
Por esas razones, el conservadurismo es liberalismo en cámara lenta. Lo que conservan los conservadores, valga la redundancia, lo mantienen por la fuerza de la costumbre y por libre elección, no por la firmeza con que se debe mantener un principio no negociable. A medida que se va desvaneciendo la verdad y la gente se va acostumbrando a perderla, el conservador pierde terreno en que apoyarse, y se retuerce las manos de desesperación viendo como se desmontan y abandonan cosas hermosas. (A veces es peor todavía: los conservadores se vuelven locos y defienden ardorosamente las mismas terribles innovaciones que unos años antes habrían abominado. Hemos visto innumerables casos de esa fidelidad elástica. Por ejemplo, dicen que está mal lavarles los pies a mujeres en la Misa del Jueves Santo, hasta que al Papa le parece un día que está bien hacerlo. De la noche a la mañana aparecen argumentos falaces para respaldarlo, ¡como si siempre hubiera sido así!) En contraste, la adherencia a la Tradición va más allá de conservar lo mínimo de que se dispone , porque exige el amor y la honorable defensa de un legado que se nos ha transmitido y no se debe dilapidar. Y si se ha perdido parte de ese legado, el tradicionalista sabe que debe recuperarse con esfuerzo incansable y contra toda oposición.
En consecuencia, y en razón de su fidelidad a la Tradición, los tradicionalistas son y deben ser reformadores, tal como lo fueron San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. Cada vez que un tradicionalista observa un apartamiento grave de la Tradición, se esfuerza por recuperar algo que es venerable. «¿Qué más da que llevemos cincuenta años de misas Novus Ordo en lengua vernácula, cara al pueblo y con una porquería de música? Eso no es nada en comparación con más de 1500 años de tradición. Tenemos que volver a lo que es más rico y plenamente católico.»
El problema se resume de la siguiente manera: si no se entiende la Tradición, tanto como principio formal como su contenido material, es imposible ver lo que está mal en este estado de cosas. No hay con qué compararlo, falta proporcionalidad. Si uno se aferra a algo, no por principio, sino por motivos sentimentales o por costumbre, tarde o temprano se queda sin ello. Y desde luego se lo merece. Y a la inversa: si se aferra a algo porque es verdadero, bueno y hermoso, nunca se le podrá arrebatar de la mente y el corazón, aunque se prohíba en el mundo y se sufra persecución por ello. A su debido tiempo, el Señor los resucitará de entre los muertos y le infundirá nueva vida, contradiciendo lo que habían predicho todos los expertos.
Como muchos de los supuestamente mejores obispos de hoy son puros conservadores en vez de amantes de la Tradición, pocos deseos tienen de recuperar, de restablecer y de transmitir plenamente le legado que recibieron. Yo diría que esta deficiencia obedece a tres motivos: (1) Que no están íntimamente familiarizados con la Tradición, ni con cómo se ha perdido; (2) que no tienen deseos de conocer su valor, ni siquiera de averiguar la tragedia que su pérdida supondría; y (3) que están contentos con la situación, en tanto que se evite lo que consideran excesos y distorsiones.
En lo relativo a este último punto, entra en juego un gran subjetivismo, porque lo que se entienda por desviación variará mucho de un conservador a otro. Por ejemplo, uno verá a los ministros laicos de la Sagrada Comunión y a las acólitas como lo que realmente son: una escandalosa ruptura con la Tradición unánime de Oriente y Occidente que se remonta a los más antiguos testimonios litúrgicos y canónicos que nos han llegado, mientras que otros lo verán como meras decisiones de carácter administrativo o burocrático sin graves consecuencias. De esta manera, los conservadores terminan por perder su influencia, porque al no apoyarse su adherencia a la Tradición en unos principios firmes se quedan divididos, indefinidos y no están dispuestos a tomar partido. Se limitan a esperar… a observar… y año tras año van dejando de ser católicos.
Es un argumento de cobardes, o como mínimo una lamentable falta de imaginación, afirmar: «Es que hoy en día es imposible poner en práctica tal o cual reforma», o: «Ha pasado tanto tiempo que ya no se puede recuperar tal creencia o práctica», o: «bueno, es el mal menor. Sí, pero el mal menor es mal al fin y al cabo; constantemente resurgen cosas antiguas, como la lengua hebrea en Israel. No pongamos puertas al campo ni límites a Dios en cuanto a lo que sea o no posible. ¿Sabemos acaso lo que es posible hasta que lo intentamos o se lo pedimos a Dios?
Todos los movimientos serios de reforma que han surgido en la Iglesia tuvieron que hacer frente a desafíos imposibles, y triunfaron por la gracia de Dios. Todos ellos se propusieron reinstaurar alguna tradición que se había perdido o había acabado olvidada o atenuada. Las victorias que gocemos en este vallé de lágrimas siempre serán temporales, pero que no sean eternas no quiere decir que sean falsas, y se lograron al precio de una fe inquebrantable, contra toda esperanza, con la caridad valerosa que aspira a lo mejor y rechaza el mal.
Si no combatimos por la Tradición, terminaremos luchando por mantener la situación de ayer por la mañana, que irá de mal en peor con el paso de las impías décadas del mundo secular postcristiano. Y, desgraciadamente, con el numeroso clero postcristiano que tenemos en la Iglesia. Por eso todos hemos conocido parroquias que nunca salen adelante, por muy buenas intenciones que tenga el nuevo cura. En el mundo en general, habitado y disputado por liberales y conservadores, la vara, el listón del catolicismo, está cada vez más bajo; en unos casos cae más rápido y en otros más lentamente. Falta una fuerza de la Tradición que empuje hacia arriba impidiendo que se hunda en la Gehenna.
¿Por qué está permitiendo la Divina Providencia este pontificado tan catastrófico, que ha abierto la caja de Pandora para salgan tantos males, o los ha puesto de relieve? Estoy convencido (en la medida en que cada uno podemos discernir los misteriosos designios de Dios) de que Él está lanzando una urgente llamada de alerta a todos los católicos que se toman en serio su religión para que abandonen el barco que naufraga del Concilio Vaticano II; que abandonen la liturgia inventada por Pablo VI; que abandonen una teología confusa que quiere nadar y guardar la ropa; que dejen de transigir con el mundo en cuestiones de moral; y para que vuelvan al abrigo seguro, amplio y firme de la Tradición. A la doctrina de siempre, tal como aparece en las Sagradas Escrituras, los concilios dogmáticos e innumerables catecismos tradicionales; a la moral tradicional ejemplificada en la vida y exhortaciones de los santos; a la teología que siempre enseñaron los padres y doctores; y lo que es más importante, a la liturgia tradicional, que abarca desde el tiempo de San Gregorio Magno († 604) hasta San Pío V (Quo Primum, 1570) y después, transmitida y heredada como un precioso legado sin rupturas considerables ni reconstrucciones para adaptarla al espíritu de los tiempos.
Si podemos aprender algo de esta crisis, es que tenemos que dejar de hacer ver que la Iglesia puede ajustarse a la modernidad con su abanico de errores con tal de que lo maquille todo con un lenguaje piadoso y vagas invocaciones a la hermenéutica de la continuidad. Dejemos de tranquilizarnos pensando que el aggionarmento, al contrario de lo que afirman con frecuencia los sus defensores y los estragos generalizados causados por sus ideas, no es sino una puesta al día de detalles secundarios que no toca lo esencial de la Fe. Dejemos de pensar que podemos servir a dos señores: «¿Qué concordia hay entre Cristo y Belial? ¿O qué comunión puede tener el que cree con el que no cree?» (2 Cor. 6,15)
En resumidas cuentas: abandonemos el conservadurismo. Si todavía es un católico de Juan Pablo II o de Benedicto XVI, ha llegado el momento de ser un simple católico, un creyente al que en cualquier época anterior a esta ignorante generación postconciliar se lo habría reconocido como tal a primera vista. Sustituyamos el liberalismo light por la leche entera de la Tradición. Iniciemos la largamente esperada renovación de la Iglesia nutriendo el alma con el festín que Dios nos prepara desde hace dos mil años, «banquete de pingües manjares, un festín de vinos generosos, de manjares grasos y enjundiosos, de vinos puros y refinados» (Is. 25, 6). Y por lo que se refiere a novedades de ayer por la mañana, diríase que lo mejor –mejor dicho, diríase que lo inevitable– es dejar que los muertos entierren a sus muertos.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)