Muchos que han estudiado la vida y el pontificado de Pablo VI están convencidos de que su conducta como pastor no tuvo nada de ejemplar; de que no sólo no tuvo virtudes heroicas, sino que de hecho le faltaban ciertas virtudes fundamentales; de que su promulgación de una gigantesca reforma litúrgica era incompatible con su deber pontificio de transmitir lo que había recibido; en que en él tenemos un caso de mal gobierno de la Iglesia y deslealtad a la Tradición. En resumidas cuentas, que no podemos aceptar que se canonice a un papa de estas características. No es de extrañar, por tanto, que nos cause irritación que el próximo domingo 14 de octubre de 2018 el papa Francisco vaya a canonizar a Juan Bautista Montini, y que alberguemos dudas de conciencia en cuanto a la validez o credibilidad de dicha canonización.
Ahora bien, ¿es permisible que tengamos tales dudas? Es innegable –dirán algunos– una canonización es un acto infalible del magisterio pontificio, siendo por consiguiente vinculante para todos; ¡es más, la manera misma en que se expresa la fórmula de canonización lo da a entender! Así que tenemos que aceptar que Pablo VI es un santo que está en el Cielo, venerarlo, tomarlo como modelo y abrazar cuanto hizo y cuanto enseñó como papa.
No nos precipitemos. Lo cierto es que la situación es mucho más compleja. En los tiempos tempestuosos en que vivimos, será mejor que entendamos la complejidad del caso antes de refugiarnos en simplismos ingenuos. Voy a ocuparme de varios temas en el presente artículo: (1) valor de las canonizaciones, (2) el objeto de las canonizaciones, (3) el proceso de canonización, (4) ¿Qué tiene de cuestionable Pablo VI?, (5) ¿Qué cualidades admirables tuvo Pablo VI?, (6) las limitaciones del sentido de la canonización y (7) las consecuencias prácticas.
1. Valor de las canonizaciones
Si bien, históricamente, la mayoría de los teólogos han defendido el carácter infalible de las canonizaciones –en particular los teólogos neoescolásticos que tienden a ser extremistas ultramontanos– [1], la verdad es que la propia Iglesia nunca ha enseñado que ésa sea una doctrina de creencia obligada [2]. El valor de las canonizaciones sigue siendo un tema de legítimo debate teológico, y resulta mucho más debatible teniendo en cuenta las alteraciones que se han producido en las expectativas, procedimientos y motivaciones para el acto de canonización en sí (puntos sobre los que volveremos más adelante).
La Iglesia no enseña que las canonizaciones sean infalibles, y tampoco está implícito que sea una doctrina de fide. Por lo tanto, los católicos no estamos obligados creerlo como materia de fe, y hasta podemos, por razones graves, poner en duda la legitimidad de una canonización determinada. John Lamont defendió con sólidos argumentos esta postura en The Authority of Canonisations (Rorate Caeli, 24,de agosto de 2018). Para mí, es la mejor exposición del tema que se ha publicado hasta la fecha y vale la pena leerla por entero, sobre todo para quienes estén atormentados en su conciencia por esta cuestión. [3]
2. Objeto de las canonizaciones
Tradicionalmente, no se ha entendido por canonización el reconocimiento de que tal persona esté en el Cielo. Simplemente se reconoce que vivió una vida llena de virtudes heroicas (ante todo, las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad) y que cumplió de forma tan ejemplar sus deberes de estado (lo cual incluye, para los sacerdotes, las obligaciones que su condición de tal les impone), así como que ejerció una vida ascética como corresponde a un soldado de Cristo y que la Iglesia Universal debe rendirle veneración pública (incluso litúrgica) y es un modelo a imitar (cf. 1 Cor. 11,1). Todos estos rasgos destacan en los santos clásicos que gozan de amplia devoción popular.
Pero en los últimos pontificados hemos observado una evolución en cuanto a los motivos para canonizar, al menos a ciertas personas. Donald Prudlo observa lo siguiente:
«Nunca he vacilado tanto en mi trayectoria de hagiógrafo con el procedimiento actual para las canonizaciones como con las que ha realizado Juan Pablo II. Por muy laudable que fuera su intención de proponer modelos de santidad de toda cultura y estado de vida, tendió a distanciar la canonización de su razón de ser fundamental, que en un principio era legitimar un culto que ya existía entre los fieles y había sido confirmado por el testimonio divino de los milagros. El culto precedía a la canonización, y no al revés. Se corre el peligro de utilizar la canonización como un medio para promover intereses y movimientos en vez para reconocer y aprobar un culto que ya se está dando».
Prudlo señala algo tan evidente como que una beatificación o una canonización son respuestas de la Iglesia a un marcado fervor popular hacia una persona en particular, cuya intercesión ha sido respaldada por Dios, por así decirlo, realizando varios milagros verificables. No que el Vaticano ponga su sello de aprobación a tal o cual persona que desee promover. No hay ni ha habido jamás culto a Pablo VI, y es dudoso que un decreto pontificio pueda crear de la nada ese culto popular.
En realidad, lo que observamos es que Francisco ha llevado al extremo la politización del proceso para que la persona a la se beatifica o canoniza sea instrumentalizada con miras a cumplir un plan previsto. Como señala el P. Hunwicke:
«Desde hace algún tiempo hay en ciertos ambientes incómodas sospechas de que las canonizaciones se han convertido en una especie de sello de aprobación para los criterios de determinados papas. Si esas normas son polémicas y divisorias, promover el concepto de que las canonizaciones son infalibles se convierte en otro elemento que entra en juego en el conflicto. Alguno me recordará que, desde el punto de vista teológico, una canonización no supone necesariamente la aprobación de todo cuanto haya dicho o hecho el santo. Desde luego, ni siquiera formalmente. Pero hay quienes sospechan que, de facto y humanamente sea ése el fin que se busca. Lo confirma la opinión generalizada de que las canonizaciones de los papas del Concilio lleva implícito algún sentido o mensaje».
Por su parte, el P. Pío Pace observa:
«Hay que decirlo: al canonizar a los papas del Concilio Vaticano II se canoniza el Concilio. Pero al mismo tiempo, se devalúa el propio acto de canonización al convertirse en una especie de medalla a título póstumo. A lo mejor un concilio que fue pastoral y no dogmático merece canonizaciones que sean pastorales en vez de dogmáticas».
Y con más sagacidad, el profesor Roberto de Mattei expone:
« Para el papólatra, el Papa no es el Vicario de Cristo en la Tierra, que tiene el cometido de transmitir íntegra y pura la doctrina que ha recibido, sino un sucesor de Cristo que perfecciona la doctrina de sus predecesores adaptándola con el paso de los tiempos. La doctrina del Evangelio está para él en perpetua evolución porque coincide con el Magisterio del pontífice en ese momento reinante. El Magisterio perenne es sustituido por un magisterio viviente expresado en una enseñanza temporal que cambia a diario y tiene su regula fidei en el sujeto de la autoridad en vez de en el objeto de la verdad transmitida.
Una consecuencia de la papolatría es la pretensión de canonizar a todos y cada uno de los papas para que toda palabra y todo acto de gobierno de ellos adquiera retroactivamente carácter infalible. Eso sí, esto sólo se hace con los pontífices posteriores al Concilio Vaticano II, no con los que precedieron tal concilio.
Llegados a este punto deberíamos plantearnos lo siguiente: la época dorada de la Iglesia fue la Edad Media. Y sin embargo, los únicos papas medievales canonizados por la Iglesia son Gregorio VII y Celestino V. En los siglos XII y XIII vivieron grandes pontífices, y ninguno de ellos ha sido canonizado. Durante siete siglos, entre el XIV y el XX, sólo se canonizó a Pío V y a Pío X. ¿Es que los otros fueron papas indignos y pecadores? Desde luego que no. Pero la virtud heroica en el gobierno de la Iglesia es la excepción, no la regla, y si todos los papas son santos, ninguno lo es. La santidad lo es cuando es excepcional, pero pierde sentido cuando se convierte en la regla [7].»
Vale la pena destacar este último párrafo; debería suscitar estupefacción y escepticismo que a lo largo de 700 años la Iglesia canonizara a tan sólo dos pontífices [8], y en los últimos años haya canonizado a tres que vivieron en un periodo de poco más de 50: medio siglo que por arte de birlibirlo coincide con los preparativos, la celebración y las repercusiones del más mágico de los concilios, el Vaticano II. Serán cosas del efecto del efecto nuevo pentecostés. Si esto no es motivo suficiente para que cualquiera desconfíe [9], no sé qué más va a hacer falta.
3. El proceso de canonización
Juan Pablo II introdujo muchos cambios importantes en el proceso de canonización que se había mantenido fijo desde la época de Prospero Lambertini (1734-1738), que más tarde reinaría como papa Benedicto XIV (1740-1758). Este proceso se basaba a su vez en normas que se remontaban a Urbano VIII (1623-1644). Fue nada menos que Pablo VI el que, tanto en este como en otros aspectos, inició la simplificación de los procedimientos en 1969, proceso luego concluiría Juan Pablo II en 1983.
Resulta muy esclarecedor comparar el procedimiento anterior con el actualmente vigente. El blog Unam Sanctam Catholicam ha publicado un cuadro comparativo. Tras señalar algo que salta a la vista, que el procedimiento antiguo era considerablemente más complejo y minucioso, hace la siguiente evaluación:
El procedimiento antiguo y el actual no se diferencian por su longitud, sino por su carácter. Se observará que en el que estuvo vigente hasta 1969 se protege la integridad del proceso. La Sagrada Congregación tiene que certificar la validez de la metodología empleada por los tribunales diocesanos. El promotor fidei debe poner su firma en el formulario canónico de todo acto del postulador y de la Congregación. Se mira con lupa la validez de la investigación de los milagros obrados por el candidato. En el procedimiento anterior a 1969 se presta una atención muy estrecha a ello, la cual no se da en modo alguno en el posterior a 1983. (…) En esencia, mantiene lo fundamental del antiguo, pero está bastante flojo en lo que se refiere a los mecanismos de control de antes. En el sistema moderno falta ese control tan estricto [10].
La misión del promotor fidei, más conocido como abogado del Diablo, ha quedado enormemente reducida. En el sistema antiguo, su crucial función consistía en:
«Evitar toda decisión precipitada con respecto a los milagros y virtudes del candidato a los altares. Tiene que examinar todos los documentos de la beatificación y canonización, y exponer a la Congregación las dificultades y dudas que albergue en relación con dichas virtudes y milagros, las cuales habrán de ser resueltas para que pueda seguir avanzando el proceso. Tiene el deber de proponer explicaciones naturales a los milagros, e incluso plantear motivaciones humanas y egoístas para actos que se han presentado como virtudes heroicas. (…) Tiene también la obligación de poner por escrito todos los argumentos que pueda, por leves que parezcan, contra la elevación de la persona a los altares. El interés y la honra de la Iglesia exigen evitar que se conceda tal honor a nadie de quien no se pueda demostrar por procedimientos jurídicos que ha tenido una muerte «preciosa a los ojos del Señor».» [11]
Vale la pena releer este párrafo. Decisiones precipitadas con respecto a los milagros y virtudes… Tiene que examinar todos los documentos… debe alegar contra las virtudes aparentes… hay que defender a toda costa el interés y la honra de la Iglesia…
La relajación de los procedimientos, junto con el caos imperante que se observa en el Vaticano en la desenvoltura posterior al Concilio, han supuesto que no haya nada comparable a la exigente labor del abogado del Diablo antes de 1983 (y se podría alegar que desde 1969, cuando se empezó a introducir la inestabilidad en los procedimientos).
Entre otras cosas, se daba por sentado que toda la documentación relativa a una causa de beatificación o canonización tenía que estudiarse con minuciosidad en busca de cuestiones doctrinales, morales y psicológicas que pudieran hacer saltar las alarmas.
Llegados a este punto, tengo que hacer una revelación inquietante. Alguien que trabaja en la Congregación para las Causas de los Santos me confió que habían recibido órdenes de arriba para que se acelerara al máximo la canonización de Pablo VI. Y, de resultas de ello, la Congregación no examinó todos los documentos redactados por dicho pontífice o relativos a él que se guardan en los archivos de la Santa Sede. Tan flagrante omisión reviste mucha mayor gravedad si tenemos en cuenta que a Pablo VI se lo ha acusado de ser homosexual activo, acusación que se tomó tan en serio en su día como para ser desmentida [12]. Es grave también su participación en negociaciones secretas con comunistas y su respaldo de la Ostpolitik, al amparo de la cual tantas injusticias se cometieron [13]. Lo lógico sería pensar que un ardiente deseo de transparencia en todos los aspectos de la vida de Montini hubiera resultado en un meticuloso estudio de los documentos pertinentes. Y sin embargo se lo han saltado a propósito. Huelga decir que esta falta de la debida diligencia basta en sí para cuestionar la legitimidad de la canonización.
Podría alegarse que la peor modificación efectuada a los procedimientos tiene que ver con la cantidad de milagros exigidos. En el sistema antiguo, eran necesarios dos tanto para la beatificación como para la canonización; es decir, un total de cuatro milagros investigados y certificados. Este requisito tenía por objeto proporcionar a la Iglesia suficiente certeza moral de que Dios aprobaba la beatitud o santidad de la persona probándola mediante el ejercicio de su poder ante la intercesión de esa persona. No sólo eso; tradicionalmente los milagros tenían que distinguirse por un carácter evidente; innegable; esto es, no podían atribuirse a causas naturales o científicas.
El nuevo sistema reduce a la mitad el número de milagros exigidos, lo cual, se podría decir, reduce también a la mitad la certeza moral. Y, como muchos han señalado, los milagros aportados suelen ser cosas de poca monta, y uno se queda preguntándose si de veras se trató de un milagro o de un hecho sumamente improbable. Ninguno de los dos milagros alegados en favor de Pablo VI (aquí se puede encontrar información sobre ellos) impresiona, francamente. Qué lindo que dos bebés se sanarán o fueran protegidos de la forma descrita, pero no hay evidencia de que la intervención sobrenatural de Pablo VI sea inexplicable por causas naturales. Cuatro milagros convincentes, como devolver la vista a un ciego o resucitar a un muerto serían mucho más concluyentes.
Entre el creciente número de canonizaciones, la reducción a la mitad en la cantidad de milagros exigidos (exigencia que a veces incluso se anula) [14], la falta de rigor en la labor de abogado del Diablo y, en ocasiones, la precipitación con que se estudia la documentación (o incluso se omite su estudio, como ha pasado al parecer en el caso de Pablo VI), no sólo me parece que se ha vuelto imposible afirmar que las canonizaciones actuales exijan siempre que las aceptemos, sino que también puede haber algunas con las que estaríamos obligados a disentir.
4. ¿Qué tiene de cuestionable Pablo VI?
Además de estudiar la validez de las canonizaciones, la finalidad que se oculta tras ellas y los procedimientos que garantizan su fiabilidad o la falta de ésta, hay que estudiar también los méritos concretos del caso en cuestión. ¿Por qué se oponen los católicos tradicionalistas en particular a la canonización de Pablo VI?
Montini manifestó durante su pontificado falta de virtudes heroicas en la dejación de funciones en cuanto a sus graves deberes como pastor del rebaño universal. Exhibió una incapacidad habitual de ejercer una disciplina eficaz, vacilando entre una tolerancia extrema y una rigidez extremada (por ejemplo, rara vez castigó a los teólogos más odiosamente herejes mientras que trataba a Lefebvre como si fuera peor que Lutero, o recibía constantemente a Bugnini y lo apoyó en todas sus reformas litúrgicas, hasta que de pronto lo desterró a Irán). Las señales contradictorias que daba –primero fomenta el modernismo y luego lo restringe; interviene en cuestiones polémicas y después se echa para atrás; ser o no ser, como Hamlet (personaje con el que se comparó en una nota privada fechada en 1978)–, no hicieron otra cosa que agravar la confusión y anarquía de aquella época. Lo que hacía falta era un timonel con mano firme en la tempestad, no un modernista blandengue e inseguro aquejado de una crisis existencial.
Entre los aspectos problemáticos que más destacan está la reforma litúrgica, con la que Pablo VI dio sobradas pruebas de seguir criterios racionalistas propios del Sínodo de Pistoya e incompatibles con el catolicismo, y de grave negligencia en la lectura de los textos (parece que firmó varios sin estar familiarizado con los detalles). Sus manejos de la Ostpolitik con los comunistas, incluida su desobediencia a Pío XII, son conocidos de sobra. Aunque Pablo VI llegó a una conclusión acertada en lo del control de natalidad, la manera fallida en que respondió a las andanadas de prensa sobre la Pontificia Comisión para la Regulación de los Nacimientos, así como que no disciplinase a quienes no estaban de acuerdo con la Humanae vitae y permitiera que se marginara a quienes sostenían la postura del Papa, contribuyeron a socavar la eficacia de la doctrina. Fue vergonzosa la irracional aspereza con que trató a los católicos tradicionalistas, como cuando rechazó la petición de más de más de 6000 sacerdotes españoles [15] que deseaban seguir celebrando el Rito Romano inmemorial de San Gregorio y San Pío V (para luego autorizarlo a sacerdotes de Inglaterra y Gales, demostrando una vez más su indecisión propia de un Hamlet). Abusó de su autoridad pontificia al desechar y prohibir algo que debe ser objeto de veneración y nunca se puede prohibir.
El Papa tiene la grave obligación de sostener y defender las tradiciones y ritos de la Iglesia; carece de autoridad moral para modificarlos hasta el punto de hacerlos irreconocibles. Ningún pontífice en los 2000 años de historia de la lglesia Católica ha llegado ni de lejos a alterar tantas tradiciones y ritos, y a tal grado, como Pablo VI. Esto bastaría para hacerlo para siempre sospechoso a los ojos de todo creyente ortodoxo. Una de dos: o este papa fue el gran libertador que salvó a la Iglesia de siglos, tal vez milenios, de esclavización a una liturgia perjudicial –con lo que también al Espíritu Santo se le habría ido el santo al Cielo y los protestantes tendrían razón en que la Iglesia de Cristo habría desaparecido o se habría vuelto clandestina–, o fue el gran destructor que echó abajo lo que la Divina Providencia había construido amorosamente, y vendió a la Iglesia esclavizándola a modas intelectuales, lo cual es más humillante que la servidumbre física a la que estuvieron sometidos los israelitas.
Pablo VI no contempló indefenso la autodemolición de la Iglesia (palabra que él mismo acuñó para referirse al colapso postconciliar); no se limitó a presidir la mayor deserción hasta la fecha de laicos, clero y religiosos desde la rebelión protestante. Más bien fue cómplice de la devastación interna con sus propias acciones. Al acelerar hasta una velocidad vertiginosa una radical reforma litúrgica e institucional que no dejó títere con cabeza, centuplicó las fuerzas desestabilizadoras que estaban en acción en los años sesenta. Cualquier cabeza que funcionara se habría dado cuenta de que era peligroso, por no decir pecaminoso, hacer tantas alteraciones y tan rápido. Pero no. Pablo VI era fervoroso devoto de la ideología modernizadora, sumo sacerdote del progreso, y tuvo la osadía de adentrarse en terrenos donde no se habían atrevido a entrar sus predecesores.
Es irónico que sea nada menos que sea nada menos que el papa Francisco quien se empeñe en canonizar a Pablo VI, que ha demostrado más allá de toda duda la trayectoria autodestructiva del catolicismo postconciliar cuando impone sin trabas sus tendencias personales (como hizo también Theodor McCarrick).
Muchos católicos están lógicamente preocupados con el papa Francisco. Pero se puede decir que lo que éste ha hecho en los últimos cinco años no es nada comparado con lo que tuvo la osadía de hacer Pablo VI: sustituir por una nueva liturgia la antigua Misa romana y los ritos de los sacramentos, causando con ello la mayor ruptura que ha sufrido la Iglesia Católica en toda su historia. Es como si hubiera arrojado una bomba atómica sobre el pueblo de Dios que hubiera aniquilado su fe o les hubiera producido cáncer con las radiaciones. Fue la negación misma de la paternidad, de la función paternal del Papado en la conservación y transmisión del legado familiar. Cuanto ha sucedido de Pablo VI para acá no es más que un eco de su profanación del templo sagrado. Una vez profanado lo más santo, nada queda a salvo; todo es inseguro.
A estas alturas alguno planteará la siguiente objeción: «¿Y qué más da que a Pablo VI no se le diera bien el oficio de papa? Puede que interiormente fuera santo. Vivió tiempos tormentosos, reinaba la confusión, e hizo lo que mejor que supo. Debemos admirar sus intenciones, sus grandes aspiraciones, aunque en retrospectiva podamos criticar algunas decisiones y actos suyos. Que sea santo no quiere decir necesariamente que se apruebe todo lo que hizo o dijo».
Lo malo de esta objeción es que no reconoce que en parte la santidad del católico depende de cómo viva su vocación principal en la vida. La manera en que un obispo de la Iglesia –no digamos un papa– ejerza su cargo eclesiástico no es accidental, sino esencial en su santidad (o falta de santidad). Veámoslo de este modo: ¿se puede canonizar a un hombre que a pesar de pegarle a su mujer y descuidar a sus hijos asistiera a Misa todos los días, rezara el Rosario y diera limosnas? Sería absurdo, porque diríamos con toda razón: «Un hombre casado tiene que ser santo como esposo y como padre, no a pesar de ser esposo y padre». Y no es menos absurdo afirmar: «Tal papa fue negligente, irresponsable, indeciso, precipitado y revolucionario en sus decisiones pontificias, pero su actitud era la debida y siempre se esmeró por la gloria de Dios y la salvación de la humanidad». Un papa es santo porque ejerció bien su cargo. Porque manifestó fe, esperanza, caridad, prudencia, justicia, fortaleza, templanza, etc. en grado heroico al realizar precisamente la actividad de gobernar la Iglesia. Y no se puede alegar razonadamente que Pablo VI lo hiciera.
Si quieren que veneremos a Pablo Vi, entonces la incoherencia, la ambigüedad, la pusilanimidad, la injusticia, las modificaciones temerarias, la negligencia, la falta de decisión, las señales confusas, el desaliento, lo ilusorio, la irritabilidad y el menosprecio de la Tradición no sólo serán virtudes, sino virtudes que se puedan ejercer en grado heroico hasta el punto de ser fuente de gracia santificante y dignas de admiración, veneración e imitación. Lo siento, pero no acepto nada de eso. Todo eso siempre han sido y serán vicios. Montini fue pésimo gobernando la Iglesia, y si el ejercicio virtuoso de los deberes de estado en la vida es parte constitutiva de la santidad, podemos llegar a la conclusión de que no hay peor modelo de gobernante que Montini.
Recomendamos los siguientes enlaces para saber más sobre las deficiencias de Pablo VI como papa:
- The Enigma of Pope Paul VI, por John Knox [monseñor F.D. Cohalan]
- “The Papacy of Paul VI, por Henry Sire
- 50 Years Ago: Dietrich von Hildebrand Confronts Pope Paul VI
- Liturgy, Abuse and Humanae Vitae: Some Connections?
- Archbishop Lefebvre, Pope Paul VI, and Catholic Tradition, por Neil McCaffrey
5. ¿Qué cualidades admirables tuvo Pablo VI?
¿Hay algo por lo que los católicos tradicionalistas admiren a Pablo VI? Sí, claro. Sería una insensatez no reconocer el bien que hizo. Pero ese bien no alcanza para compensar los muchos y graves problemas que llevamos comentados. De hecho, la historia del pontificado montiniano es clara demostración de que sería deseable distinguir entre la persona y el cargo. En el caso de los papas santos, se podría decir que la gracia inherente al cargo los eleva y envuelve transformándolos en luminosos iconos de San Pedro y de Cristo. Y en el de los pontífices malos y mediocres, la gracia del cargo es algo que aflora de modo ocasional, que en situaciones graves sale de su escondrijo, pero no transforma de la misma manera al papa de turno. Esto último es lo que vemos en Pablo VI, como señaló con gran agudeza un editorial de Rorate Caeli (el destacado es nuestro):
«La mayoría de los historiadores describen a Pablo VI como una figura trágica que trataba de contener sin mucho éxito el torbellino de lo que sucedía a su alrededor. Sin duda a causa de ello, como se veía que Montini cedía mucho a las opiniones del mundo, que con frecuencia aceptaba ideas prefabricadas y textos que le presentaban falsos sabios (con ligeras modificaciones), las contadas veces en que no cedía resplandecía vivamente con el fulgor de San Pedro. La nota previa a Lumen Gentium, su enérgica defensa de las doctrinas eucarísticas tradicionales (en Mysterium Fidei) y de las enseñanzas sobre las indulgencias y el Credo del pueblo de Dios son pilares que se mantienen en pie en un edificio que se desmorona, como señales de protección sobrenatural. En medio del colapso moral de los años sesenta, y enfrentándose a la comisión creada por su predecesor para examinar la cuestión, San Pedro habló por boca de San Pablo en la Humanae vitae: “ No es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien”. »
Si tales buenas acciones y enseñanzas hubiesen sido la norma, lo habitual, el rasgo distintivo de Pablo VI, y hubieran estado empapadas de las virtudes cristianas que comenta Santo Tomás en la segunda parte de la Suma, y además, hubiera surgido un culto popular a un papa querido, coronándose todo ello con milagros indiscutibles, en ese caso –sólo en ese caso–, habría motivos para elevar a Pablo VI a los altares.
Vale la pena señalar que con el tiempo se verá, como ya hemos empezado a ver, que el bien que hizo Pablo VI no es ni mucho menos el motivo de su canonización. Es más, cuanto se ha enumerado más arriba como ocasiones felices son contrarios a las tendencias predominantes del partido bergoglista. Somos testigos en primera fila del caso más cínico de promoveatur ad amoveatur que se haya conocido en la historia de la Iglesia. O sea, de promocionar a alguien a otro puesto, generalmente más lejano, a fin de alejarlo del puesto más influyente que tiene en ese momento. Es un tema que ya he tratado aquí.
6. Limitaciones del sentido de la canonización
Como siempre, hay cierta ironía divina en todo este asunto. Aunque la canonización de Pablo VI resulte ser ilegítima –uno puede tener serias dudas, claro, pero no puede excluir del todo esta posibilidad–, en sentido estricto no lograría el fin político que quieren los que la propugnan. Lo que a todos los efectos se proponen con la canonización de Pablo VI es canonizar todo su programa conciliar y, ante todo, su reforma litúrgica. Ahora bien, como ha señalado Shawn Tribe en el Liturgical Arts Journal,
«Quien quiera servirse de la canonización de Pablo VI para declarar con toda seriedad que todas las reformas eclesiásticas y litúrgicas que tuvieron lugar durante su pontificado han quedado por tanto canonizadas y no se pueden poner en tela de juicio (no digamos reformar o rescindir) es que adrede quiere engañar o manipular, o bien está terriblemente desinformado y e insuficientemente catequizado. La santidad personal no es sinónimo de infalibilidad; es frecuente que los santos tengan diferencias con otros santos. No todo lo que afirma, hace, decide u opina un santo supera la prueba del tiempo ni el juicio posterior de la Iglesia, ni es tampoco dogmático. Y menos aún reformas conciliares y litúrgicas que no son propiedad exclusiva de Pablo VI sino de toda una serie de personas.»
Gregory DiPippo aplica el mismo argumento en New Liturgical Movement:
La canonización de un santo no cambia lo que haya hecho en su vida terrena. No corrige los errores que haya cometido a sabiendas o sin querer. No convierte sus fracasos en triunfos, ya fueran culpa suya o de otros (…)
Los méritos y deméritos intrínsecos de la reforma postconciliar no cambiarán en modo alguno si en efecto se llega a canonizar a Pablo VI. Nadie puede decir objetivamente otra cosa, y tampoco tiene nadie derecho a criticar, atacar, silenciar ni pedir que se silencie a los católicos que se opongan a dicha reforma. Si esa reforma traspasó los límites del espíritu y la letra de lo que pedía Sacrosanctum Concilium, de lo cual se jactaron sus propios autores; si se basó en incompetencia intelectual y un alto grado de ineptitud general que llevó a introducir muchas novedades que ahora sabemos que fueron errores; si fracasó estrepitosamente no logrando el florecimiento devocional auspiciado por los padres del Concilio; nada de eso cambiará si se canoniza a Pablo VI. Del mismo modo que las canonizaciones de Pío V y Pío X , y la futura de Pío XII, no han impedido el debate en cuanto a sus reformas litúrgicas, tampoco la de Pablo VI hará indiscutibles sus reformas, y nadie tiene derecho a afirmar otra cosa.
7. Consecuencias prácticas
En vista de lo que llevamos dicho, ¿qué consecuencias prácticas puede tener para los sacerdotes, religiosos y laicos que dudan de la validez de esta canonización?
Este tema amerita que se lo trate más a fondo por separado, pero me limitaré a decir brevemente que nadie que albergue semejantes dudas o inquietudes debe rezarle a Pablo VI, ni invocarlo públicamente en oración, ni responder a tales invocaciones, ni rezar una Misa en su honor o asistir a tal Misa, como tampoco acceder ni colaborar económicamente a campañas destinadas a promover dicho culto. Al contrario, sería aconsejable guardar silencio y, si la circunstancias lo permiten y la prudencia obliga a ello, ayudar a otros católicos a entender los problemas que plantea esta canonización, así como otras beatificaciones y canonizaciones en conflicto con los principios católicos.
Todos estamos obligados a rogar por la salvación del Santo Padre y por la libertad y exaltación de la Santa Madre Iglesia en este mundo. Esta intención llevaría implícita una petición para que el Papado, la Curia Romana, la Congregación para las Causas de los Santos y los propios procedimientos para las causas de beatificación y canonización se reformen a su debido tiempo a fin de atender mejor a las necesidades de los fieles de Cristo y glorificar a Dios Todopoderoso, «terrible en su santuario» (Sal. 68,36).
NOTAS:
[1] Por ejemplo, aducir que todo acto disciplinario del Papa que afecte a toda la Iglesia es infalible y promueve ciertamente el bien común, postura que habría sido defensible en otros momentos de la Historia pero en el momento actual es burdamente ridícula.
[2] Por tanto, es perjudicial que los propagandistas escriban textos como el siguiente: «La beatificación requiere un milagro verificado y permite que el beato sea venerado a nivel local. Para la canonización hacen falta dos milagros comprobados y autoriza la veneración del santo en la Iglesia universal. La canonización es una declaración infalible por parte de la Iglesia de que el santo está en el Cielo». (https://www.catholic.com/qa/what-is-the-difference-between-saints-and-blesseds). Esta explicación es desmesurada si no se matiza debidamente.
[3] Para no no hacer este artículo excesivamente largo, no voy a resumir su argumento. Me limitaré a señalar que refuta a fondo y en detalle las objeciones que suelen plantear quienes sostienen la infalibilidad de las canonizaciones. Entre otras, Lamont rebate la afirmación de que el empleo de ciertos términos latinos en el rito de canonización baste para dejar sentado su carácter infalible. Se pueden encontrar más exposiciones del tema aquí y aquí.
[4] Por ejemplo: «La canonización (…) es un decreto oficial del Papa que declara que el candidato vivió una vida santa y se encuentra en el Cielo con Dios. El decreto autoriza la conmemoración pública del santo en la liturgia de la Iglesia. Significa también que se le pueden dedicar iglesias sin la autorización expresa del Vaticano (…) Además de garantizarnos que el siervo de Dios vive en comunión con Él en el Cielo, los milagros son confirmación divina del juicio emitido por las autoridades eclesiásticas sobre la vida virtuosa del candidato, declaró el papa Benedicto en una alocución a los miembros de la Congregación para las causas de los santos en 2006» (http://www.catholicnews.com/services/englishnews/2011/holy-confusion-beatification-canonization-are-different.cfm).
[5] Citado por Christopher Ferrara en https://remnantnewspaper.com/web/index.php/articles/item/3753-the-canonization-crisis-part-1
[6] https://rorate-caeli.blogspot.com/2018/02/guest-note-paul-vi-pastoral.html. El P. Hunwicke señaló a su vez con anterioridad: «Como si no hubiera provocado ya suficiente división en la Iglesia militante, el papa Francisco tiene intención de hacer algo tan proclive a causar división como canonizar al beato Pablo VI. Él mismo, a juzgar por lo dijo al comunicar esta información a los sacerdotes de la Urbe, se da cuenta de que esto de la canonización se ha convertido en un chiste tonto: «Ni Benedicto ni yo estamos en la lista de candidatos», bromeó. Chistosísimo. Muy ingeniosa la ocurrencia. Me ha hecho mucha gracia, Soberano Pontífice. Sin embargo, comparto el parecer de muchos de que es un chiste malo, dado que la canonización prevista es fundamentalmente un acto político con vistas a que se lo vincule con el convencimiento que al parecer tiene el Papa de que es el paladín y el beneficiario de la obra del beato Pablo a partir del Concilio».
[7] https://adelantelafe.com/tu-es-petrus-la-verdadera-devocion-a-la-catedra-de-san-pedro/
[8] Desde luego no será por falta de hombres heroicos en esos 700 años pero, como dijimos, si no hubiese un culto popular con milagros incontestables la Iglesia no se pondría a hurgar en los archivos en busca de candidatos y a promover sus causas.
[9] Podría añadir que deberíamos extender nuestro escepticismo a Juan Pablo II, ya que su reinado pontificio fue igualmente problemático en muchos sentidos. Ya señalé algunos en mi reciente artículo “RIP Vatican II Catholicism (1962–2018).” See also “The Pennsylvania Truth: John XXIII, Paul VI, and John Paul II were no saints.
[10] http://www.unamsanctamcatholicam.com/theology/81-theology/555-canonization-old-vs-new.html
[11] Tomado del artículo Promotor fidei en la antigua Enciclopedia católica. Para saber más sobre el abogado del Diablo se puede leer este este artículo.
[12] La versión inglesa de Wikipedia resume bastante bien estos dados básicos: «Roger Peyrefitte, que ya había afirmado en dos libros que Pablo VI había tenido una relación homosexual de larga data, repitió sus acusaciones en una entrevista concedida a una revista gay francesa. Cuando un semanario italiano publicó una traducción de la entrevista, los rumores llegaron a un público más numeroso con el consiguiente escándalo. Se dijo que el Papa era un hipócrita que durante mucho tiempo había tenido relaciones sexuales con un actor. Rumores generalizados identificaban al actor con Paolo Carlini, que había representado un breve papel con Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma (1953). En un breve discurso pronunciado en la Plaza de San Pedro ante unas 20 000 personas, Pablo VI calificó las acusaciones de «terribles y calumniosas acusaciones», y pidió oraciones. (…) Las acusaciones volvían a surgir de cuando en cuando. En 1994, Franco Bellegrandi, ex ayuda de cámara pontificio y corresponsal de L’Osservatore Romano, adujo que Pablo VI había sido sobornado y que había instalado a otros homosexuales a cargos importantes en el Vaticano. En 2006, el diario L’Expresso confirmó el soborno a partir de papeles privados del jefe de policía, general Giorgio Manes, e informó que se había pedido ayuda al primer ministro Aldo Moro. » Por increíble que parezca, hoy en día nos inclinamos más a creer ese reportaje ante la innegable evidencia de que Francisco coloca a homosexuales en cargos importantes del Vaticano.
[13] V. George Weigel on Ostpolitik. Una vez más, vemos que Bergoglio no hace otra cosa que seguir los pasos de Montini en sus negociaciones y concesiones a la China comunista.
[14] O se cambia la definición, como se puede ver en este revelador artículo de John Thavis. Con vistas a la canonización de Juan XXIII, el papa Francisco suprimió el requisito del segundo milagro. Así, aunque parezca mentira, un papa que no se distingue por su santidad y cuyo culto nunca tuvo mucha fuerza ni ha estado generalizado, fue elevado a los altares basándose en un solo milagro. En ello podemos ver un ejemplo magnífico de abuso descarado de la autoridad pontificia del que depende Francisco para su consolidación ideológica.
[15] Hablamos de la Hermandad Sacerdotal Española de San Antonio Mª Claret y San Juan de Ávila, creada por la Hermandad Sacerdotal Española, que fundaron en 1969 sacerdotes que querían defender la Tradición de las transformaciones que se estaban produciendo en la Iglesia, y otra organización parecida, la Asociación de Sacerdotes y Religiosos de San Antonio Mª Claret, con sede en Cataluña. En 1969 enviaron una carta al Vaticano solicitando autorización para seguir empleando el Misal Romano de siempre. Y Pablo VI rechazó de plano su pedido. Desgraciadamente, como el tradicionalismo español e italiano se caracterizaban por su absoluta obediencia a Roma, el Novus Ordo fue aceptado acríticamente en esos países, y a día de hoy la Tradición tiene dificultades para penetrar en esos ambientes culturales.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)