Por qué se equivoca el Papa con lo de la pena de muerte

En vista de la noticia hoy publicada según la cual el Papa ha cambiado lo que decía el Catecismo de la Iglesia Católica sobre la pena de muerte, afirmando que nunca es admisible, reproducimos el siguiente artículo para que sirva de referencia a los católicos perplejos. –S. Skojec, 2-8-18

Cuando en marzo de 2015 se publicó la primera versión de este artículo, lo hice a raíz de unos comentarios del papa Francisco según los cuales la pena de muerte nunca está justificada. Desde entonces, se ha hecho necesario revisarlo y actualizarlo a causa de otros comentarios del Sumo Pontífice sobre el tema. Es de destacar en particular esta frase que apareció en la exhortación apostólica Amoris laetitia (83): «La Iglesia no sólo siente la urgencia de afirmar el derecho a la muerte natural, evitando el ensañamiento terapéutico y la eutanasia», sino que también «rechaza con firmeza la pena de muerte».

Esta afirmación, que hace pasar la postura del Papa del ámbito de la opinión personal a un documento que algunos entienden como parte de su magisterio privado, fue comentada por un grupo de teólogos como posible herejía -.ver aquí [V. A) 1)–. Para ilustrarlo, veamos una captura de pantalla de la mencionada sección:

Las citas del texto dejan claro que la firme doctrina de la Iglesia sobre el particular procede de las Escrituras y del Magisterio. A pesar de ello, en un discurso pronunciado hoy, 11 de octubre de 2017, con ocasión del  vigesimoquinto aniversario de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, el Sumo Pontífice ha llevado su postura más lejos todavía, afirmando que es necesario corregir el Catecismo para que refleje que se entiende que la pena capital «Es en sí misma contraria al Evangelio porque con ella se decide suprimir voluntariamente una vida humana, que es siempre sagrada a los ojos del Creador y de la que sólo Dios puede ser, en última instancia, su único juez y garante» (las negritas son nuestras).

Sin embargo, la doctrina sobre la legitimidad de la pena capital está tomada de la divina Revelación. Dicho de otro modo: es infalible y no está sujeta a semejantes alteraciones. El difunto P. John Hardon S.J. lo explicó así:

«En el siglo XX, S.S. Pío XII proporcionó una defensa doctrinal de la pena de muerte. Dirigiéndose a juristas católicos, les explicó lo que enseña la Iglesia sobre la autoridad del Estado para castigar delitos, incluso con la pena capital.

»La Iglesia sostiene que hay dos motivos para aplicar el castigo, uno medicinal y otro retributivo. El objeto del medicinal es evitar que el delincuente reincida en su delito y proteger a la sociedad de su comportamiento delictivo. El retributivo tiene por objeto expiar el mal cometido por el malhechor. De ese modo, se hace una reparación para aplacar a un Dios ofendido, y se expía la alteración causada por el delincuente.

»Igual importancia tiene la insistencia del Papa de que la pena de muerte es moralmente defendible en todos los tiempos y culturas de la humanidad. ¿Por qué? Porque la enseñanza de la Iglesia sobre el poder coactivo de la autoridad humana legítima tiene sus fuentes en la Revelación y en la doctrina tradicional. Es pues, erróneo, afirmar que esas fuentes sólo contienen ideas condicionadas por sus circunstancias históricas. Al contrario, poseen validez general y vinculante» (Acta Apostolicae Sedis, 1955, pp. 81-2).

Esta declaración del Vicario de Cristo se apoya en un principio de nuestra Fe católica. La mayoría de las enseñanzas de la Iglesia, sobre todo en el orden moral, son doctrina infalible porque son parte de lo que conocemos como magisterio infalible universal. Hay ciertas normas morales que siempre han sido sostenidas en todas partes por los sucesores de los Apóstoles en comunión con el Obispo de Roma. Aunque nunca se hayan definido formalmente, serán irreversiblemente vinculantes para los seguidores de Cristo hasta el fin del mundo.

Entre esas verdades morales están la anticoncepción y el aborto directamente causado. También está la imposición de la pena de muerte. Es indudable que el Cristianismo, al igual que Cristo, tiene que ser misericordioso. Sin duda, el cristiano tiene que ser bondadoso y perdonar. Pero Cristo es Dios. Es ciertamente amoroso, de hecho es amor. Sin embargo, también es justo. Como justo Dios que es, tiene derecho a autorizar a las autoridades civiles a aplicar la pena de muerte.

Qué enseña realmente la Iglesia sobre la pena capital

Desde siempre, la postura de la Iglesia sobre la pena capital no se ha limitado a permitirla. La idea, por ejemplo, de que es suficiente con neutralizar a los criminales que merecen la pena de muerte para erradicar la necesidad de la misma no se ajusta a las enseñanzas de las Sagradas Escrituras ni al sentir de los pontífices, los Doctores de la Iglesia y diversas definiciones apostólicas.

Así pues, por mucho que el pontífice actual quiera erradicar la pena de muerte, no puede. Porque ni siquiera un papa tiene autoridad para efectuar cambios así. Para fomentar su postura, Francisco tendría que declarar que yerran varios de sus predecesores –así como a San Agustín, Santo Tomás de Aquino y Santo Tomás Moro (que procesó a herejes en Inglaterra, donde la herejía se castigaba con pena de muerte), y también un decreto pontificio, una constitución apostólica y también las Sagradas Escrituras, que están inspiradas por Dios.

Comenzaremos por las Escrituras, prescindiendo de los más numerosos casos que podríamos extraer del Antiguo Testamento y centrándonos en pasajes tomados del Nuevo:

«Si he cometido injusticia o algo digno de muerte, no rehúso morir» (Hch. 25,11)

«Todos han de someterse a las potestades superiores; porque no hay potestad que no esté bajo Dios, y las que hay han sido ordenadas por Dios. Por donde el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios; y los que resisten se hacen reos de juicio. Porque los magistrados no son de temer para las obras buenas, sino para las malas. ¿Quieres no tener que temer a la autoridad? Obra lo que es bueno, y tendrás de ella alabanza; pues ella es contigo ministro de Dios para el bien. Mas si obrares lo que es malo, teme; que no en vano lleva la espada; porque es ministro de Dios, vengador, para (ejecutar) ira contra aquel que obra el mal» (Rm. 13, 1-4).

También es preciso examinar declaraciones del Papa y del Magisterio:

«Hay que tener presente que Dios otorgó autoridad [a los magistrados], y que estaba permitido vengar crímenes por la espada. Quien lleva a cabo esa venganza es ministro de Dios (Rm. 13, 1-4). ¿Para qué vamos a condenar una práctica que todos consideran autorizada por Dios? Sostenemos, pues, lo que se ha observado hasta ahora, a fin de no alterar la disciplina y de no mostrarnos contrarios a la autoridad de Dios» (Inocencio I, epístola 6, C.3. 8, a Exuperio, obispo de Tolosa, 20 de febrero de 405, PL20, 495).

Proposición condenada como error: «Que los herejes sean quemados es contra la voluntad del Espíritu» –León X, Exurge Domine (1520)

«Otra suerte de muerte permitida es la que pertenece a aquellos magistrados, a quienes está dada potestad de quitar la vida, en virtud de la cual castigan a los malhechores según el orden y juicio de las leyes, y defienden a los inocentes. Ejerciendo justamente este oficio, tan lejos están de ser reos de muerte, que antes bien guardan exactamente esta ley divina que manda no matar. Porque como el fin de este mandamiento es mirar por la vida y salud de los hombres, a eso mismo se encaminan también los castigos de los magistrados que son los vengadores legítimos de las maldades, a fin de que reprimida la osadía y la injuria con las penas, esté segura la vida de los hombres. Por esto decía David: “En la mañana quitaba yo la vida a todos los pecadores de la tierra, para acabar en la ciudad de Dios con todos los obradores de maldad» (Sal. 101,8), Catecismo romano promulgado por el Concilio de Trento, 1566, Tercera parte, 5, nº4».

«Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del bien de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su derecho a la vida» (Pío XII, Discurso a los participantes en el I Congreso Mundial de Histopatología del Sistema Nervioso, 14 de septiembre de 1952, 28).

Por último, veamos algunas enseñanzas de Doctores de la Iglesia:

«El mismo legislador que así lo mandó expresamente señaló varias excepciones, como son, siempre que Dios expresamente mandase quitar la vida a un hombre, ya sea prescribiéndolo por medio de alguna ley o previniéndolo en términos claros, en cuyo caso no mata quien presta su ministerio obedeciendo al que manda, así como la espada es instrumento del que la usa; por consiguiente, no violan este precepto, «no matarás», los que por orden de Dios declararon guerras o representando la potestad pública y obrando según el imperio de la justicia castigaron a los facinerosos y perversos quitándoles la vida.»

«[Escrito] está en Ex 22,18, que dice: No permitirás que vivan los hechiceros; y en Sal 100,8: De madrugada matad a todos los pecadores del país. (…) Pues toda parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, y por ello cada parte existe naturalmente para el todo. Y por esto vemos que, si fuera necesaria para la salud de todo el cuerpo humano la amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y puede inficionar a los demás, tal amputación sería laudable y saludable. Pues bien: cada persona singular se compara a toda la comunidad como la parte al todo; y por tanto, si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común; pues, como afirma 1ª Cor. 5,6, «un poco de levadura corrompe a toda la masa» (Santo Tomás, Suma Teológica, II, II, q.64, art. 2).

Santo Tomás llega a proponer que aceptar la sentencia de muerte tiene una naturaleza expiatoria: «La muerte infligida como pena por los delitos borra toda la pena debida por ellos en la otra vida, o por lo menos parte de la pena en proporción a la culpa, el padecimiento y la contrición. La muerte natural, sin embargo, no la borra.»  (Summa Theol. Index, en la voz mors, (ed. Turín 1926), citado por Romano Amerio en Iota unum, p. 350).

En su constitución apostólica Horrendum illud scelus, S. Pío V llega al extremo de decretar que los clérigos que participen en actividades homosexuales sean destituidos de su cargo y entregados a las autoridades civiles, que en aquellos tiempos castigaban la sodomía con la pena capital: «A los clérigos culpables de este nefando crimen y que no están asustados por la muerte de sus almas, Nos determinamos que deben ser entregados a la severidad de la autoridad secular que impone por la espada la ley civil».

Para algunos estas enseñanzas se podrían interpretar, con palabras prestadas del Nuevo Testamento, como  dura doctrina.  Pero los católicos estamos obligados a vérnoslas  con estas enseñanzas, y de manera especial con las que no entendemos o con aquellas por las que sentimos cierta resistencia interior.

Las citas arriba reproducidas demuestran sobradamente que la Iglesia siempre ha visto la pena de muerte como algo más que  simplemente tolerable en algunas circunstancias. La postura tradicional ha sido que, cuando se ejecuta con justicia, la ejecución de los reos merecedores de tal pena por parte de las autoridades legítimamente establecidas contribuye de forma positiva al bien común y hasta tiene capacidad para expiar el castigo temporal en lo relativo a la culpa.

Antes de ser elegido papa, el cardenal Ratzinger reconoció que los católicos están autorizados a disentir en esta cuestión. Con respecto a la pena de muerte y a que sus partidarios estén en condiciones de recibir la Sagrada Comunión, afirmó:

«No todas las cuestiones morales tienen el mismo peso ético que el aborto y la eutanasia. Si, por ejemplo, un católico no estuviese de acuerdo con el Santo Padre en cuanto a la aplicación de la pena capital o la decisión de hacer la guerra, no se lo consideraría por ello indigno de acercarse a recibir la Sagrada Comunión. Si bien la Iglesia exhorta a las autoridades civiles a procurar la paz y no la guerra, hacer uso de la   prudencia   discreción  y tener misericordia con los reos, puede ser lícito empuñar las armas para repeler a un agresor o recurrir a la pena de muerte. Entre los católicos puede haber diversidad de opiniones con relación a la guerra y la pena capital, pero no con respecto al aborto y la eutanasia».

Consideraciones prudentes, y Evangelium vitae

Alguno objetará que la postura moral de la Iglesia con relación a la pena de muerte ha evolucionado. Pero como verdad inmutable sobre una cuestión de fe y de costumbres, ello es, por supuesto, categóricamente falso. Con todo, no es difícil entender que haya fieles que tengan esa impresión a consecuencia de la lectura de la encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II:

«Entre los signos de esperanza se da también el incremento de, en muchos estratos de la opinión pública, de una nueva sensibilidad cada vez más contraria a la guerra como instrumento de solución de los conflictos entre los pueblos, y orientada cada vez más a la búsqueda de medios eficaces, pero no violentos, para frenar la agresión armada. Además, en este mismo horizonte se da la aversión cada vez más difundida en la opinión pública de la pena muerte, incluso como instrumento de legítima defensa social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse (…)

»En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto, en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone « tiene como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta ». La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse.

»Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes».

Si se presta atención al lenguaje en que está expresado el texto que acabamos de citar, no se ve ningún giro en cuanto a la doctrina moral de la Iglesia sobre la pena capital ni una insostenible acusación de que sea contraria al Evangelio; se trata simplemente de aplicarla con prudencia.

La distinción es importante.

Hay ciertos contextos en los que un Estado –teniendo en cuenta que la mayoría de los estados modernos son seculares y rechazan la orientación moral de la Iglesia–podrían hacer un uso injusto de la pena capital. Ejemplos palmarios los tenemos en los regímenes comunistas que siguen existiendo en el mundo actual, en los que delitos de menor cuantía, que ni siquiera son crímenes, se castigan sumariamente con la ejecución del reo.

Como la legitimidad de la pena de muerte no es una doctrina que pueda derrocarse, la diversidad de opiniones en cuanto a la prudencia en la aplicación dan lugar, como decía el entonces cardenal Ratzinger, a debate y desacuerdo. Aparte las patentes injusticias cometidas por regímenes ideológicos que no valoran la vida humana, somos libres de preguntarnos si algunas de las cosas que Evangelium vitae da por supuestas son realistas. Por ejemplo, la encíclica afirma que  los medios más eficaces de reprimir la criminalidad neutralizan al reo , y a pesar de ello, la actual epidemia de violencia en las cárceles –agresiones, violaciones, asesinatos– arrojas serias dudas sobre la afirmación. Es dicífil recabar estadísticas detalladas de los homicidios cometidos en los centros penitenciarios de EE.UU., ya que  hay que no hay datos a nivel nacional y hay que buscarlos por  estados y jurisdicciones. Si pasamos al ámbito del  degradante delito de la violación carcelaria, la cosa es muy diferente, y más horripilante: el departamento de estadísticas de prisiones calcula que ¡cada año! se producen en las cárceles de Estados Unidos entre 86 000 y 200 000 agresiones sexuales.

No parece que esto indique  «gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal» de la que hablaba Juan Pablo II cuando afirmó que  la necesidad de la ejecución era «prácticamente inexistente «.

Otro argumento que se suele esgrimir contra la pena de muerte se basa en la afirmación de Evangelium vitae de «las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse». Este argumento suele tomar la forma de una afirmación por el estilo de la siguiente: «Si se ejecuta a un criminal no tendrá oportunidad de repentirse y convertirse. Cuanto más tiempo viva, más oportunidades habrá de que lo alcance la gracia de Dios».

Santo Tomás de Aquino habló concretamente de este tema:

«Y el que los malos puedan enmendarse mientras viven no es obstáculo para que se les pueda dar muerte justamente, porque el peligro que amenaza con su vida es mayor y más cierto que el bien que se espera de su enmienda. Además, los malos tienen en el momento mismo de la muerte poder para convertirse a Dios por medio de la penitencia. Y si están obstinados en tal grado que ni aun entonces se aparta su corazón de la maldad, puede juzgarse con bastante probabilidad que nunca se corregirán de ella» (Suma contra gentiles, libro III, capítulo CXLVI).

Los anteriores ejemplos demuestran sobradamente que hay aspectos de verdadera prudencia en la aplicación de la pena de muerte que deben ser evaluados por las autoridades civiles y eclesiásticas competentes. Desde luego la Iglesia nunca ha exigido que la pena de muerte se ejecute siempre en determinados casos. La decisión quedaba en manos de las autoridades civiles legítimas. Esto lo afirmó también nada menos que nuestro Divino Salvador, cuando le dijo a Poncio Pilato:  «No tendrías sobre Mí ningún poder si no te hubiera sido dado de lo Alto» (Jn. 19,11).

Cristo no dijo que lo que estaba haciendo Pilato en aquellas circunstancias fuera justo. Pero sí afirmó que tenía la autoridad para hacerlo.

Puede, pues, demostrarse la falsedad de que la pena capital sea moralmente inadmisible o contraria en modo alguno al Evangelio. Lo confirman tanto las Escrituras como el Magisterio perenne de la Iglesia. Todo pontífice que desee alterar dicha doctrina carece sencillamente de la autoridad para ello, y es necesario oponérsele.

Publicado originalmente el 11 de octubre de 2017.

Steve Skojec

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

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