Un sacerdote que celebra la Misa Tradicional me escribió lo siguiente y me pidió que lo publicara:
Mientras observamos cómo se desata el caos a nuestro alrededor a causa del coronavirus y nos tomamos unos momentos para reflexionar sobre la vulnerabilidad de nuestra patria y nuestro pueblo; mientras nuestra torre de Babel, edificada con ladrillo de artefactos electrónicos, espectáculos, distracciones y autocomplacencias se viene abajo haciendo visible a una humanidad inmersa en el miedo a la enfermedad y la muerte, mensajeras de un Dios hace tiempo olvidado, es posible que a los católicos fieles les sorprenda la supresión de las misas públicas en amplias zonas de los Estados Unidos y de todo el planeta. Si bien reconocemos que sin duda alguna es necesario tomar precauciones, ¿contribuye la prohibición de las misas públicas y los sacramentos al bien de la humanidad?
Independientemente de cuál sea nuestra respuesta, la situación es la misma. En todo caso, no podemos pasar por alto la ocasión que se les presenta a los obispos de poner punto final a algunas costumbres cuestionables o incluso claramente irreverentes que arrastra el culto católico desde hace décadas.
A medida que los obispos prohíben sistemáticamente el darse la paz, comulgar bajo la especie del vino y (en algunos lugares) la distribución de la Sagrada Comunión por parte de ministros extraordinarios, la anarquía litúrgica que reinaba en tantas parroquias ha comenzado de pronto a amainar. La Misa puede continuar y ha continuado sin nada de eso. Y aunque nos gustaría que esas limitaciones se debiesen en realidad a que la mayor parte del episcopado hubiera redescubierto la fe y la reverencia por el Santísimo Sacramento, lo cierto es que nos encontramos ante una oportunidad sin precedentes de que todos los prelados determinen con paciencia y oración cuánto más esenciales e importantes son en realidad la fe y la reverencia, y lo superfluas que han demostrado ser las malas costumbres.
Junto con ello, el ayuno de la Sagrada Comunión impuesto a la mayoría de los fieles, y la consiguiente desaparición de las comuniones sacrílegas en la mayoría de las diócesis, ¿no es cierto que les proporciona a los prelados una valiosísima oportunidad para enseñar?
Cuando se reanuden las misas públicas, quiera Dios que en un futuro cercano, cuán oportuna sería una carta pastoral sobre la Sagrada Eucaristía, por qué la necesitamos y las condiciones para recibirla? ¿No deberían lamentarse los obispos de cómo estarán echando de menos este fin de semana muchos católicos la Comunión sacramental… y preguntar a continuación si eso nos hace pensar en cómo sería nuestra vida si sólo pudiéramos recibirla de tarde en tarde?
Es el momento de que se planteen, y nos planteen a sus sacerdotes y su grey, si el Sagrario transforma nuestra persona y nuestra forma de ser. ¿Extrañamos al Señor? ¿Lo añoramos? ¿O este domingo ha resultado ser un inesperado (tal vez con alegría) día para levantarse tarde y holgazanear? Ante la epidemia y el peligro de muerte, ¿no deberían nuestros obispos aprovechar la ocasión de hablar de la necesidad que tiene todo católico del Pan de Vida y encaminar a las almas al confesionario para que cuando se reanuden las misas no se reanuden también las comuniones sacrílegas y las faltas de respeto al Santísimo Sacramento con costumbres tontas e innecesarias?
Otro sacerdote me escribió algo por el estilo:
En tiempos de coronavirus (excepto si se suprimen las misas y se cierran las iglesias) es aconsejable hacer lo que se hacía antes del Concilio:
1. ¡Que los sacerdotes no se pongan a conversar con los feligreses antes de la Misa y recién terminada ésta porque esos mismos sacerdotes están rezando oraciones sacerdotales!
2. Que los laicos no conversen entre ellos antes de empezar la Misa ni recién terminada, ni tampoco durante la misma, ni se pongan a andar por la iglesia, y menos en la Misa diaria.
3. Que no se dé de comulgar con el cáliz a los fieles.
4. Comulgar con menos frecuencia. Pero al menos antes del Concilio era por pecados mortales no confesados o de los que no estaban arrepentidos; no como ahora por culpa de un virus.
Aprendamos nuevamente a arrepentirnos y ser reverentes.