Debido a circunstancias fuera de nuestro control y muy complicadas de relatar, el pasado Domingo de Pascua mi marido y yo asistimos a una misa Novus Ordo en una iglesia diocesana cerca de aquí.
Habiendo asistido únicamente a la misa tradicional en latín durante dos décadas, sabíamos que esta iba a ser una experiencia bastante diferente a la que estamos acostumbrados. De diversa manera, no nos sorprendimos ni nos escandalizamos. Sabíamos que el tono iba a ser relajado, y que los gestos y la vestimenta (o para ser más exactos, la “escasa vestimenta”) iban a ser informales. No esperábamos un ambiente pacífico y sereno que permitiera a los feligreses preparar sus corazones y mentes para el santo sacrificio de la misa.
El ambiente y los comportamientos eran más consistentes con los de una sala de cine, obra de teatro escolar o evento deportivo. No esperábamos ver mujeres con velo y largas faldas, un gran crucifijo sobre el altar, genuflexiones ante el tabernáculo, y todas esas cosas que hacen “católica” a la Iglesia Católica. No ignorábamos tanto de la Iglesia moderna como para no estar preparados para lo que íbamos a ver y oír.
Sí, iban a haber niñas en el altar, ministros de la eucaristía en ropa deportiva, y por supuesto un cantor encargado de dirigir de esta aprobada liturgia “católica”. El sacerdote que presidía, sentado silenciosa y obedientemente durante los primeros 30 minutos, iba a romper su silencio para leer el evangelio seguido por una breve homilía.
Sin embargo, lo que vimos nos tomó por sorpresa completamente.
El sacerdote tomó su guitarra y comenzó a cantar con voz robusta un “alleluia” de Pascua, con el que habría conseguido suficientes puntos como para regresar a Star Search (programa de TV en busca de nuevas estrellas). Alentado por el fuerte aplauso de la congregación, y obviamente impresionado con su propio talento, continuó “cantando” la misa, incluyendo las palabras solemnes de la consagración.
En ese momento nuestra presencia allí dio un nuevo significado a la frase “como sapo de otro pozo”. Continuamos sentados en nuestro banco, paralizados y perplejos, a medida que la gente se levantaba de sus bancos para recibir la sagrada comunión con toda la formalidad de un restaurante de “tenedor libre”.
Nos vino una duda a la mente: Si el papa Francisco, u otro de los Papas post-conciliares, estuviera sentado en el banco de al lado, se levantaría de su asiento gritando “¡alto, alto, esto está mal!” o disfrutaría con alegría la victoria. ¡Lo hemos logrado! La Iglesia moderna ha sido plantada y enraizada profundamente. El Vaticano II fue un éxito rotundo.
¿Es esto lo que el papa Juan XXIII tenía en mente cuando “abrió las ventanas al mundo”?
Entonces ¿por qué estoy titulando este artículo “Un Regalo Inesperado del Novus Ordo”? Mi esposo y yo salimos estupefactos de esa iglesia, pero con renovado aprecio y gratitud por la bendición y el privilegio de poder acceder a la misa tradicional en latín—una bendición que muchos no comparten o ni siquiera saben que existe. ¿Debiera recaer la culpa de la debacle modernista sobre los ignorantes feligreses del Novus Ordo? A ellos les han enseñado, con tiempo y habilidad, a sentirse cómodos en esa comunidad “católica cristiana” protestantizada, liberada de teología y de la Verdad, y desinhibida de una lista de normas innecesarias. Este era el objetivo de la re-orientación orquestada por expertos que resultó en una aceptación total de esta “nueva normalidad”. El Papa dice que está bien. ¿Quiénes somos para discutirlo? ¿Quiénes somos para juzgar?
Ver el alcance de la devastación de nuestra preciosa viña católica me dejó con fuertes sentimientos de culpa. ¿Los que nos llamamos “católicos tradicionales” estaremos muy cómodos en nuestra autosuficiencia, asegurándonos a nosotros mismos que pertenecemos a un grupo de elite que es mejor que nuestra contraparte Novus Ordo? Mientras nuestros vecinos no iluminados podrían ser dichosamente ignorantes, ¿corremos el riesgo de convertirnos en dichosamente iluminados? ¿Nos estamos tornando casi robóticos en nuestros gestos y hábitos, permitiendo que se nos escape por el costado una verdadera apreciación de lo que estamos recibiendo al participar en el santo sacrificio de la misa? ¿Es allí donde comienza y termina?
Por otro lado, ¿nos estamos conformando con una coexistencia pacífica? ¡Tenemos nuestro pan, así que a quién le importan las sucias masas que mordisquean las piedras que les han tirado! Históricamente hablando, el catolicismo tradicional buscaba la restauración católica—es decir, de toda la Iglesia universal—en lugar de presionar únicamente por sus preferencias personales como si fuera una pandilla de esnobs latinistas. Hay una guerra en nuestra Iglesia. Refugiándonos en nuestras capillas, ¿nos hemos olvidado de cómo luchar?
Nuestros antepasados católicos sabían que debían luchar por la fe de siempre. Comprendían que no hay nada que no pueda conseguirse en esa batalla mientras no se olvide la importancia de tres elementos: unidad, entusiasmo y disposición al sacrificio. ¿Los hemos perdido de vista?
Todo privilegio implica una obligación. ¿De qué manera cumplimos nuestra obligación como soldados de Jesucristo en la vida diaria? En lugar de unirnos a la batalla por la tradición, ¿no estamos acaso obstruyéndola al no tomar un rol activo en el crecimiento de nuestras iglesias y escuelas? ¿Hemos dejado de acercarnos a los ignorantes correligionarios del otro lado para ayudarlos con urgencia, con amor pero con firmeza, a redescubrir lo que les han quitado? ¿Nos mantenemos al margen, quejándonos, consentidos por nuestra buena suerte, y encontrando errores insignificantes cuando las cosas no se hacen a nuestro modo? ¡Yo digo levántense para el Padre Nuestro! Oh, ¿de veras? ¡Bien, yo digo arrodíllense! ¡Armemos una guerra civil sobre este asunto en nuestra parroquia!
¿Podríamos ser más contraproducentes si lo intentáramos?
Hay mucho por hacer en el movimiento tradicional, porque la Iglesia moderna claramente no se corregirá a sí misma. Debemos dar gracias a Dios por nuestros guerreros—nuestros dedicados sacerdotes y laicos trabajadores que han tomado el estandarte de la verdadera restauración católica. Y debemos alistarnos nuevamente, con caridad pero de inmediato, con la firme convicción de que si la Iglesia Católica no es restaurada pronto, el mundo caerá en un caos total y en esa clase de cristofobia que ya está transformando nuestras calles en zonas de guerra, nuestras aulas en campos de concentración y nuestras familias en aisladas islas quebradas por la desesperación.
Quizás todo católico tradicionalista debiera visitar su iglesia diocesana local y retirarse con una mayor comprensión, con entusiasmo por la gracia especial recibida, y una renovada determinación para unirse a la batalla. Esta llamada de atención nos abrió los ojos y podría ser un regalo inesperado de esta “liturgia” sentimentalista que puede no estar alimentando al rebaño, pero sin lugar a dudas deja algo para reflexionar.
[Traducido por Marilina Manteiga. Artículo original.]