Réplica de Viganó a Sandro Magister sobre el Concilio Vaticano II

Estimado Sr Magister:

Permítame que responda a su artículo Monseñor Viganò al borde del cisma, publicado el pasado día 29 en Séptimo cielo (aquí).

Soy consciente de que haberme atrevido a expresar una opinión acerbamente crítica del Concilio es suficiente para suscitar el espíritu inquisitorial que en otros casos es objeto de denigración por parte de los conservadores. No obstante, en una controversia respetuosa entre eclesiásticos y laicos competentes no me parece inadecuado plantear problemas que a día de hoy siguen sin resolverse, el primero de los cuales es la crisis que aqueja a la Iglesia desde el Concilio, que ha llegado ya a la ruina.

Hay quien afirma que el Concilio ha sido falseado; otros hablan de la necesidad de reinterpretarlo en continuidad con la Tradición; otros, de la conveniencia de corregir los errores que pueda contener, o de interpretar en sentido católico los puntos equívocos. En otro bando, no faltan quienes consideran al Concilio una especie de turbia conjura a partir de la cual se sigue la revolución, los cambios, la transformación de la Iglesia en una entidad nueva, moderna, a la altura de los tiempos. Es parte de la dinámica usual de un diálogo que se invoca con excesiva frecuencia pero rara vez de se lleva a la práctica. Hasta ahora, quienes han expresado su desacuerdo con todo lo que he afirmado no se han ocupado en ningún momento del fondo de la cuestión. Se han limitado a tildarme con calificativos a los que se han hecho acreedores mis más ilustres y venerables hermanos en el episcopado. Es curioso que tanto en el ruedo doctrinal como en el político los progresistas reinvindiquen una primacía, un estado superior que sitúa al adversario en inferioridad ideológica, inmerecedor de atención y de respuestas y al que se pueda dejar fácilmente fuera de combate tildándolo de lefebvrista en lo religioso o de fascista en el terreno político. Pero la falta de argumentos no legitima a dictar las normas, ni a decidir quién tiene derecho a hacer uso de la palabra, y menos cuando la razón, antes incluso que la fe, demuestra dónde está el engaño, quién es el autor y qué se propone.

En un principio creí que el contenido de su artículo habría de considerarse ante todo como un comprensible tributo al Príncipe, ya sea en la tercera bóveda de las Logias Vaticanas o en el taller de diseño del director de la publicación. Ahora bien, al leer lo que usted me atribuye he descubierto una inexactitud –llamémosla así– que espero sea fruto de un malentendido. Le pido, pues, que me conceda espacio para ejercer mi derecho de réplica en Settimo Cielo.

Según afirma usted, yo habría acusado a Benedicto XVI de «haber “engañado” a toda la Iglesia haciendo creer que el Concilio Vaticano II era inmune a herejías; es más, que había que interpretarlo en perfecta continuidad con la doctrina verdadera de siempre». No me parece haber escrito jamás nada parecido con respecto al Santo Padre; todo lo contrario: he dicho, y lo reitero, que todos –o casi todos– hemos sido engañados por quienes se han servido del Concilio como de algo dotado de una autoridad implícita y de la autoridad de los Padres que en él participaron, alterando su finalidad. Quien se ha llamado a engaño lo ha hecho porque, amando a la Iglesia y al Papado, no podía imaginar que dentro del Concilio una minoría de conjurados con un alto nivel de organización pudieran valerse de un concilio para demoler la Iglesia desde dentro. Y que pudieran hacerlo contando con el silencio e inactividad –por no decir con la complicidad– de la autoridad. Hablamos de hechos históricos, sobre los cuales me permito darle una interpretación personal pero que considero que otros tal vez comparten.

Igualmente me permito recordarle por si fuera necesario que las posturas de relectura moderada del Concilio en un sentido tradicional por parte de Benedicto XVI son parte de un digno pasado reciente; mientras que en los formidables años setenta era muy diferente la postura del entonces teólogo Joseph Ratzinger. Estudios autorizados se inclinan por las mismas admisiones del profesor de Tubinga, confirmando los arrepentimientos parciales del pontífice emérito. No veo el menor «intento fracasado de corrección de los excesos conciliares invocando la hermenéutica de la continuidad», porque se trata de una opinión ampliamente compartida no sólo en sectores conservadores, sino también y sobre todo en ambientes progresistas. Habría que decir, además, que lo que han conseguido los novadores por medio de engaños, astucias y extorsiones es el resultado de una perspectiva que más tarde hemos visto aplicada al máximo en el magisterio bergogliano de Amoris laetitia. La intención dolosa es admitida por el propio Ratzinger: «Crecía cada vez más la impresión de que en la Iglesia no había nada estable, que todo podía ser objeto de revisión. El Concilio parecía asemejarse a un gran parlamento eclesial, que podía cambiar todo y revolucionar cada cosa a su manera» (cfr. J. Ratzinger, Mi vida, Encuentro, Madrid 2006, pág.158). Y más todavía por las palabras del dominico Edward Schillebeecks: «Ahora lo decimos diplomáticamente, pero después del Concilio lograremos las consecuencias implícitas» (De Bazuin nº 16, 1965).

Teníamos la confirmación de que la ambigüedad intencionada de los textos tenía por objeto juntar perspectivas opuestas e inconciliables en aras de la utilidad y en detrimento de la verdad revelada. Verdad que cuando es proclamada en su integridad no puede dejar de ser causa de divisiones, como también lo es Nuestro Señor: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la Tierra? Os digo que no, sino la disensión» (Lc.12,51).

No encuentro nada de reprobable en proponer que se olvide el Concilio Vaticano II; sus promotores han sabido ejercer descaradamente esta damnatio memorie no sólo con un concilio, sino con todos, llegando a afirmar que el suyo era el primero de una nueva Iglesia, y que a partir de su Concilio se acababan la vieja religión y la vieja Misa. Me dirá usted que éstas son posturas extremistas y que en el término medio está la virtud. O sea, entre los que consideran que el Concilio Vaticano II no es sino el último de una serie ininterrumpida de actos en los que el Espíritu Santo habla por la boca del Magisterio único e infalible. Si así fuese, habría que explicar por qué la Iglesia conciliar se ha dotado de una nueva liturgia y un nuevo calendario, y en consecuencia de una nueva doctrina –nueva lex orandi, nueva lex credendi– distanciándose desdeñosamente del pasado reciente.

La sola idea de desechar el Concilio desata el escándalo entre quienes, como usted, reconocen la crisis de los últimos años pero se obstinan en no querer reconocer la relación de causa a efecto entre el Concilio y sus lógicos e inevitables efectos. Escribe usted: «Atención: no una mala interpretación del Concilio, sino el Concilio en cuanto tal, todo en bloque». Y yo ahora le pregunto: ¿cuál sería la interpretación correcta del Concilio? ¿La de usted o la que dieron mientras escribían sus decretos y declaraciones sus diligentísimos artífices? ¿O quizás la del episcopado alemán? ¿O la de los teólogos que enseñan en las universidades pontificias, cuyos artículos difunden las publicaciones católicas de mayor difusión? ¿O la de Joseph Ratzinger? ¿O la de monseñor Schneider? ¿O la de Bergoglio? Esto bastará para ayudarle a entender el inmenso daño causado nada más haber adoptado deliberadamente un lenguaje tan oscuro como para legitimar opiniones tan contradictorias, que sirvió de base a la famosa primavera conciliar. Por eso no vacilo en decir que se debería olvidar aquella asamblea como tal y globalmente, y reivindico el derecho a afirmarlo sin incurrir por ello en la culpa de cisma por haber atentado contra la unidad de la Iglesia. La unidad de la Iglesia está inseparablemente ligada a la Caridad y la Verdad, y donde reina o siquiera se desliza sinuosamente el error no puede haber caridad.

El bonito cuento de la hermenéutica, por muy autorizado que sea para su autor, no deja de ser una tentativa de dar dignidad de concilio a una auténtica emboscada contra la Iglesia para no desacreditar a los pontífices que quisieron celebrar, imponer y volver a proponer el Concilio. Como será que esos mismos papas, uno detrás del otro, han subido a los altares por haber sido los papas del Concilio.

Me permito citarle una frase del artículo que publicó el pasado día 29 la Dra. Maria Guarini en Chiesa e postconcilio en respuesta al de usted en Settimo Cielo y titulado: Monseñor Viganò no está al borde del cisma; muchas cosas están saliendo a la luz: «Precisamente ahí tiene su origen, y por eso corre el riesgo de continuar, sin salida –hasta ahora, excepto por el debate iniciado por monseñor Viganò– el diálogo de sordos, porque los interlocutores interpretan de forma diversa la realidad. Al cambiar el lenguaje, el Concilio ha cambiado también los parámetros para abordar la realidad. Se habla de una misma cosa pero asignándole distinto significado. Una de las características principales de los miembros actuales de la jerarquía es el empleo de afirmaciones apodícticas sin tomarse la menor molestia de demostrarlas, o bien con demostraciones cojas y sofistas. Pero ni siquiera hacen falta demostraciones, porque el nuevo método y el neolenguaje lo han subvertido todo desde el principio. Es precisamente la falta de demostración de la anómala pastoralidad falta de principios teológicos definidos lo que priva de materia prima a la polémica. El escurrir del fluido cambiante, disolvente e informe en vez de una construcción clara, inequívoca, definitoria y veraz: la solidez perenne e incandescente de del dogma frente a las aguas residuales y las arenas movedizas del neomagisterio pasajero» (aquí).

Espero todavía que el tono de su artículo no haya sido impuesto por haberme atrevido a reanudar el debate en torno a aquel concilio que muchos, demasiados en la Iglesia, consideran algo único y singular en la historia de ésta, poco menos que un ídolo intocable.

Tenga la seguridad de que a diferencia de muchos prelados, como los del itinerario sinodal alemán, que ya han traspasado de sobra los límites del cisma al promover y pretender desfachatadamente imponer a la Iglesia universal ideologías y prácticas aberrantes, no albergo el menor antojo de separarme de la Santa Madre Iglesia, en cuya exaltación renuevo todos los días el ofrecimiento de mi vida.

Deus refugium nostrum et virtus,

populum ad Te clamantem propitius respice;

Et intercedente Gloriosa et Immaculata Virgine Dei Genitrice Maria,

cum Beato Ioseph, ejus Sponso,

ac Beatis Apostolis Tuis, Petro et Paulo, et omnibus Sanctis,

quas pro conversione peccatorum,

pro libertate et exaltatione Sanctae Matris Ecclesiae,

preces effundimus, misericors et benignus exaudi.

Reciba, estimado Sandro, mi saludo benedicente con el deseo de todo bien para usted en Cristo Jesús.

+ Carlo Maria Viganò

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Mons. Carlo Maria Viganò
Mons. Carlo Maria Viganò
Monseñor Carlo Maria Viganò nació en Varese (Italia) el 16 de enero de 1941. Se ordenó sacerdote el 24 de marzo de 1968 en la diócesis de Pavía. Es doctor utroque iure. Desempeñó servicios en el Cuerpo Diplomático de la Santa Sede como agregado en Irak y Kwait en 1973. Después fue destinado a la Nunciatura Apostólica en el Reino Unido. Entre 1978 y 1989 trabajó en la Secretaría de Estado, y fue nombrado enviado especial con funciones de observador permanente ante el Consejo de Europa en Estrasburgo. Consagrado obispo titular de Ulpiana por Juan Pablo II el de abril de 1992, fue nombrado pro nuncio apostólico en Nigeria, y en 1998 delegado para la representación pontificia en la Secretaría de Estado. De 2009 a 2011 ejerció como secretario general del Gobernador del  Estado de la Ciudad del Vaticano, hasta que en 2011 Benedicto XVI lo nombró nuncio apostólico para los Estados Unidos de América. Se jubiló en mayo de 2016 al haber alcanzado el límite de edad.

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