Fue uno de los peores viajes de mi vida. La nieve, el frío, y luego la lluvia tan pronto como salimos de las montañas. En un albergue nos robaron; en algunas ciudades la comida era incomible. Pero continuamos, de alguna manera no nos rendimos, porque seguía ahí, la estrella que habíamos visto por la noche muchas semanas atrás. Estudiamos nuestros mapas, consultamos con otros, y la estrella—nunca habíamos visto nada igual. Por eso salimos, salimos con una especie de fe, buscando algo, porque sin duda esa estrella significaba el anuncio de algo grandioso. Tampoco estábamos seguros de lo que buscábamos. Alguien dijo que un rey debía nacer en la tierra de los judíos. Eso era lo que había escuchado uno de mis compañeros, y es a ese rey a quien salimos a buscar. ¿No es así?
Debió haber sido más que eso. Pero el viaje, la travesía, como dije, fue duro, incluso amargo. Extrañaba la paz y el confort de mi hogar, y casi les digo a mis compañeros—¿por qué no regresamos? ¿No les parece que estamos buscando una aguja en un pajar? Podía notar que ellos también estaban cansados—¡pero esa estrella! ¿Cómo detenernos si esa estrella brillaba en el cielo con un resplandor que jamás había visto?
Cuando llegamos a la ciudad real estaba húmedo y frío. Nos vimos rodeados por los mendigos y les tiramos algunas monedas. Apareció el viento y comenzó a aclarar. Miramos hacia el cielo y un gemido salió de mis labios. Miré a mis dos compañeros y encontré angustia, enojo y un profundo cansancio. Porque no estaba la estrella. No estaba ahí. Pero habíamos llegado hasta acá. ¡Por favor! ¡Que no haya sido en vano! Y les dije a mis amigos: “¡Tenemos lenguas! ¡Somos hombres cultos! Averiguaremos si ese rey ha nacido. –¡Hey, tu, niño! ¿Dónde está el palacio del rey?” Nos resultó fácil encontrarlo. Y el rey de ese palacio nos recibió con gran hospitalidad. No me gustó su rostro, pero fuimos tratados con el respeto que merecíamos. Nos dieron camas agradables, comidas exquisitas, y por la mañana antes de hablar con el rey, nos preguntamos si no debíamos quedarnos ahí a pasarlo bien y suspender el resto del viaje. Pero los magos y los astrólogos de la corte—al menos es eso lo que creo que eran—nos leyeron una profecía sobre este rey que debía nacer en un pequeño pueblo no muy lejos de allí. Eso aumentó nuestro interés y nuestras esperanzas, y decidimos darle una última oportunidad a todo esto. El rey nos pidió que, de encontrar a ese rey, nos detuviéramos a nuestro regreso para que él pudiera honrarlo.
No me sentí cómodo, ese no era el lugar donde yo pertenecía y quería salir de ahí y continuar nuestro camino. Salimos durante la noche y miramos al cielo, y ¡ahí estaba otra vez! Su luz parecía atravesar nuestras almas, y ahora temblamos, porque sabíamos que no había sido en vano. Así que nos apresuramos. Nuestros pajes casi no podían seguir nuestro paso. Hacía frío de nuevo cuando unas horas más tarde llegamos al pequeño pueblo. Nunca olvidaré la luz de aquella estrella, y parece raro decir que nos condujo, pero lo hizo. Y cuando llegamos—¿qué puedo decir? ¿Que no era lo que esperábamos? Sería una sutileza. ¿Pero qué esperábamos? No esperábamos ese palacio ni ese rey. No. Sabíamos que no era eso, en absoluto. No habíamos viajado tan lejos para ver eso. Pero eso—¡eso! La mujer sostenía al niño sobre su pecho, el hombre estaba de pie junto a los dos, el olor a paja y a animal, un pesebre de madera. ¿Es esto por lo que viajamos tanto? ¿Es esto por lo que tanto sufrimos? ¿El frío, el hedor, el agotamiento? Pensé que habíamos viajado por un nacimiento, pero esto parecía más a una muerte, este nacimiento, tan duro. Entramos y vimos al niño. La luz de la estrella brillaba sobre su rostro. Y lo que vimos ahí: ¿cómo explicarlo? ¿Qué puedo decir? Pero lo que hicimos, lo que hicimos fue caer ahí mismo, delante de ese niño, y nos postramos ante él. Porque lo que vimos ahí era algo que no habíamos imaginado ni en sueños. Era todo lo que habíamos esperado. Pero no puedo explicarlo. Todo lo que puedo decir es lo que hicimos. Caímos y lo adoramos. Y cuando lo hicimos, la estrella desapareció—pero la luz permaneció.
Volvimos al lugar de donde habíamos partido. Todo seguía igual. Pero ahora estábamos incómodos allí. Todo lo que conocíamos parecía vacío, un vacío que no podíamos explicar a nuestras familias, a nuestros amigos. Nos sentíamos como extraños, nuestro rito religioso ancestral parecía vacío y sin sentido. Pensé en esa estrella, y en lo que habíamos visto que ya nos parece que fue hace mucho tiempo. El nacimiento como una muerte. La muerte como un nacimiento. Me alegraría con otra muerte más.
(Homenaje a T.S. Eliot)
(re-publicación de uno de mis sermones favoritos)
Padre Richard Cipola
(Artículo original. Traducido por Marilina Manteiga)