Era la mañana del domingo 2 de agosto de 1903. Comenzaba el tercer escrutinio para elegir al sucesor de S.S. León XIII. El cardenal Mariano Rampolla del Tindaro, ex Secretario de Estado del difunto pontífice, podía contar con la mayoría de los votos y estaba a punto de ser elegido, cuando el cardenal Ian Puzyna, arzobispo de Cracovia, pidió la palabra. En nombre de Su Apostólica Majestad Francisco José, emperador de Austria y rey de Hungría, opuso el veto de exclusión contra su candidatura. El veto de exclusión, abolido después de este cónclave, era un antiguo privilegio que había sido reconocido, además de al Imperio Austriac,o a los reinos católicos de Francia y España. La elección de Rampolla naufragó, y en la tarde del lunes 3 de agosto, al séptimo escrutinio, resultó elegido papa el Patriarca de Venecia, Giusseppe Sarto, con el nombre de Pío X. El nuevo pontífice pidió al secretario del cónclave, monseñor Rafael Merry del Val, que permaneciese a su lado como Secretario de Estado. Bajo su guía, la Iglesia Católica conoció durante once años una de las épocas más fecundas de su historia, que se vería interrumpida por otro suceso imprevisible: el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria el 28 de junio de 1914.
Aquel domingo por la mañana, el Archiduque y su esposa llegaron a Sarajevo y subieron a un automóvil descubierto. Enfilaron por el muelle Appel en dirección al Ayuntamiento, ubicado en el centro de la ciudad. Un primer terrorista entró en acción durante el concurrido itinerario, pero la bomba que arrojó no alcanzó su objetivo y estalló bajo el vehículo siguiente de la comitiva, hiriendo a varias personas que se encontraban en él. En vez de abandonar inmediatamente la zona de peligro, el Archiduque se quedó para ayudar en la cura de los heridos y ordenó que el cortejo prosiguiese su camino hasta la casa consistorial para la ceremonia prevista. Después, la caravana de automóviles se alejó del edificio y atravesó nuevamente la ciudad, pero el conductor se equivocó de calle y terminó frente a la taberna en la que se estaba emborrachando uno de los terroristas, Gavrilo Princip. De buenas a primeras, el conspirador se encontró a pocos metros de su víctima, y sus dos disparos de revólver gatillaron la Primera Guerra Mundial. Los cañones empezaron a tronar en Europa, y San Pío X, con el corazón destrozado por la catástrofe, falleció el 20 de agosto siguiente. Tanto el veto del cardenal Puzyna como el asesinato del heredero al trono austriaco fueron hechos imprevisibles que alteraron el rumbo de la historia. Los imponderables forman parte de la vida del hombre, y todos podemos dar testimonio de ello con nuestra experiencia personal. Lo imponderable, lo imprevisible, es aquello que los hombres no pueden programar ni prever. Existe, es parte de nuestra vida, pero no es casual. La casualidad, que es la ausencia de sentido en lo que acontece, no existe. De hecho, todo cuanto sucede en nuestra vida y en la de todo el universo tiene su sentido. Sólo Dios sabe lo que significa cada cosa, y sólo Él atribuye a cada cosa su significado, pero como afirma San Buenaventura, tras la historia se ocultan luces y razones espirituales.
Puede suceder que sucesos aparentemente imprevisibles no lo sean, porque estén organizados por fuerzas ocultas que tratan de dirigir la historia, pero con frecuencia esos sucesos tienen consecuencias imprevistas, porque Dios es el único Señor de la historia y por mucho que el hombre se afane en llevar las riendas de ella nunca lo logrará.
A ciento veinte años de la elección de San Pío X, el caos en que estamos inmersos es la consecuencia final de un proceso revolucionario que tiene un origen remoto y un dinamismo plurisecular. Monseñor Jean-Joseph Gaume (1802-1879) identificó en el nihilismo el alma de dicho proceso: «Si arrancáramos la máscara a la Revolución y le preguntáramos: «¿Quién eres?», nos diría: «Soy el odio a todo orden religioso y social, que no han sido fundados por el hombre, y en los que el hombre no es rey y dios a la vez. Soy la filosofía de la rebelión, la política de la rebelión, la religión de la rebelión; ¡soy la negación en armas (nihil armatum), el cimiento del estado religioso y social construido sobre la voluntad del hombre en lugar de la de Dios! En resumidas cuentas: soy la anarquía, porque soy Dios destronado y el hombre en sustitución de Él. Por eso me llamo Revolución, es decir zozobra».
Las fuerzas de la Revolución aspiran a la anarquía a nivel planetario para eliminar de raíz el orden natural y cristiano. Ese desorden no se limita a lo político y social; en la actualidad se extiende a la forma de ser y la mentalidad de las personas, y es causa de contradicción, irracionalidad y desequilibrio en los pensamientos y conductas. Quienes ejercen los más altos cargos de gobierno en la política y en la Iglesia no escapan a este proceso de desestabilización psicológica que multiplica la imponderabilidad de cuanto sucede.
Hoy en día las fuerzas de la Revolución intentan dominar el proceso que iniciaron encomendándolo a los algoritmos de la inteligencia artificial, pero toda tentativa en ese sentido está abocada al fracaso. Por medio de cálculos, las matemáticas pueden construir representaciones convencionales del mundo, pero son incapaces de comprender la naturaleza metafísica de la realidad. La ciencia de los algoritmos no sirve para entender el mundo ni elimina las imponderabilidades del futuro.
Nuestra previsión de una inminente conflagración bélica no se basa en la ciencia matemática, sino en la lógica, que nos dice que la vulneración pública y sistemática de las leyes morales acarrea la destrucción universal. Eso sí, nadie puede prever dónde ni cómo estallará el conflicto. Del mismo modo, la lógica también nos dice que si la Iglesia ha conocido siempre grandes cismas y herejías, en los tiempos de apostasía líquida en que estamos inmersos, se puede dar por sentado que estallarán infinidad de cismas y conflictos internos, aunque no sea posible prever cuál será el suceso que los desencadene de manera visible.
Con todo, el uso de la lógica no es suficiente sin el ejercicio de la fe. Es más, como observa el padre Calmel, Dios se manifiesta en los acontecimientos de la historia, siempre y cuando llevemos en el corazón la luz sobrenatural que los trasciende y los juzga.
Ciento años después de la elección de San Pío X, su primera encíclica E supremi apostolatus del 4 de octubre de 1903 proyecta sobre nuestros confusos tiempos la luz sobrenatural necesaria para comprender los sucesos contemporáneos. Observando las funestísimas circunstancias que atravesaba el género humano, el papa Sarto afirmó: «Quién ignora, efectivamente, que la sociedad actual, más que en épocas anteriores, esta afligida por un íntimo y gravísimo mal que, agravándose por días, la devora hasta la raíz y la lleva a la muerte? Comprendéis, Venerables Hermanos, cual es el mal; la defección y la separación de Dios: nada más unido a la muerte que esto, según lo dicho por el Profeta (Ps 72,26)».
»Nadie en su sano juicio –añadía San Pío X– puede dudar de cuál es la batalla que está librando la humanidad contra Dios. Se permite ciertamente el hombre, en abuso de su libertad, violar el derecho y el poder del Creador; sin embargo, la victoria siempre esta de la parte de Dios; incluso tanto más inminente es la derrota, cuanto con mayor osadía se alza el hombre esperando el triunfo». Con esta confianza en la Divina Providencia y mediante la intercesión de San Pío X, tratemos de discernir y afrontar valerosamente los imponderables que tenemos por delante.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)