Mientras está en curso el Sínodo de los jóvenes (3-28 de octubre) sobre el discernimiento vocacional y el 12 de octubre muchos fieles conmemoraron que hace 101 años ocurrió la última aparición de Nuestra Señora en Fátima (Cova de Iria, Portugal) ante una multitud de entre 50 a 70 mil personas, deseamos recordar a una “pequeña” joven: Jacinta Marto, quien con su brevísima vida, de tan solo diez años, dio testimonio de la fe, obedeció a los llamados de Nuestra Señora y colaboró activamente a la salvación de las almas.
Una de las diversiones preferidas por ella, Santa Jacinta de Jesús, por su hermano mayor, San Francisco de Jesús, y por su prima, la sierva de Dios Lucía de Jesús Rosa dos Santos, era, mientras apacentaban el rebaño, la de gritar en alta voz, desde lo alto de los montes, sentados sobre una roca. El nombre que más resonaba era el de Nuestra Señora. A veces Jacinta, «aquella a quien la Virgen Santísima comunicó mayor abundancia de gracias y mayor conocimiento de Dios y de la virtud», como escribirá Sor Lucía, rezaba toda el Ave María solo pronunciando la palabra siguiente cuando el eco había reproducido completamente la anterior.
Nuestra Señora eligió precisamente a Jacinta, Francisco y Lucía para revelar, en 1917, el camino que la humanidad y la Iglesia deberían haber tomado para combatir los errores y la guerra: el rezo del Santo Rosario, la lucha contra el pecado, la consagración de Rusia al Corazón Inmaculado de María. El 12 de septiembre de 1935 los restos de Jacinta fueron trasladados de Vila Nova de Ourém a Fátima. Cuando el ataúd fue abierto se comprobó que el rostro de la pequeña vidente estaba incorrupto. Fue tomada una fotografía y el Obispo de Leiría, Monseñor Monseñor José Alves Correia da Silva (1872-1957) le envió una copia a Sor Lucía quien, en el agradecimiento, mencionó la virtud de la prima.
Ese hecho indujo al Monseñor a dar la orden a la monja que escribiera todo lo que sabía de la vida de Jacinta. Así es como nace la Primera Memoria, que la autora terminó en la Navidad del mismo año de 1935. Al transcurrir dos años de la Primera Memoria, el Obispo de Leiria ordenó a Sor Lucía que escribiera, con toda fidelidad a la verdad, su vida y las apariciones marianas, tal como habían ocurrido. Sor Lucía obedeció y entre el 7 y el 21 de noviembre de 1937 escribió la Segunda Memoria.
En una carta del 31 de agosto de 1941, dirigida al Padre José Bernardo Gonçalves S.J., Lucía explica como nace la Tercera Memoria: «Mons. Obispo… me ordenó recordar cualquier otra cosa que tuviese relación con Jacinta, para una nueva edición que desean imprimir. Esta orden me penetró en el alma como un rayo de luz…». Fue precisamente con este escrito que Fátima alcanzó una dimensión internacional. Sorprendido por los relatos de la Tercera Memoria, Monseñor José Alves Correia da Silva y Monseñor Galamba concluyeron que Lucía, en los relatos anteriores, no había dicho todo y que aún continuaba escondiendo otras cosas. De ahí que el 7 de octubre de 1941, la monja recibió una nueva orden de escribir cualquier otra cosa que hubiera podido surgir de los acontecimientos ocurridos en Fátima.
Fue así que el 8 de diciembre del mismo año, día de la Inmaculada Concepción, la autora entregó el manuscrito. Es precisamente por esta Tercera Memoria que hemos podido conocer de cerca a Santa Jacinta Marto, nacida en la tierra el 11 de marzo de 1910 y nacida para el Cielo en Lisboa el 20 de febrero de 1920, beatificada por el Juan Pablo II el 13 de mayo del 2000 y proclamada santa por el Papa Francisco, con ocasión del centenario de la primera aparición de Nuestra Señora de Fátima.
Fue en la primavera de 1916 que el Ángel de Portugal (así se identificó) se le apareció a ella, a su hermano y a la prima, anticipándoles la llegada de Nuestra Señora de Fátima. Lucía y Jacinta (como ocurrirá también al aparecer Nuestra Señora), podrán ver y sentir; la primera también podrá hablar, mientras Francisco tan sólo veía. El Ángel que llevó la Eucaristía y les dio la comunión en la boca, tres veces rezó: «¡Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo! ¡Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan, no te aman!». Después dijo: « Rezad así. Los Corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas”».
La encantadora inocencia de Jacinta hace hoy aún más horripilante aquello que la cultura dominante perpetra en detrimento de la infancia. Es de estos días la noticia respecto a Butterfly, una miniserie inglesa que saldrá a luz en FoxLifenel en el mes de diciembre y será presentada en un pre-estreno en el FeST – Festival de la Serie TV, en Milán. La historia es la de Max/Maxine, una niña femenina, nacida en un cuerpo de niño varón, y de su familia, «abrumada por esta disforia de género», como la define ANSA (http://www.ansa.it/canale_lifestyle/notizie/societa_diritti/2018/10/13/butterfly-drama-su-bimba-trans_ed8a4204-ddc9-4fd3-b70f-f86987893871.html).
La infancia vivida cristianamente es serenidad, paz, tranquilidad, armonía, estabilidad, equilibrio, naturalidad y, cuando Dios llama, también con santidad. La naturaleza del comportamiento y de las actitudes de Jacinta alcanzaron, con las apariciones, un nivel de extraordinario misticismo: la gracia correspondida dio vida a prodigiosos niveles de virtud. Criada en una familia católica, había cultivado la fe con la oración, mientras que su temperamento era fuerte, voluntarioso y tenía una predisposición para el baile y la poesía. Era una expresiva manifestación del brío, del entusiasmo, de la inocencia. Van a ser los acontecimientos de 1917 los que cambiarán sus aficiones y ya no bailará más, asumiendo un aspecto serio, modesto, amable. El perfil que Lucía traza de la pequeña prima es de fuerte admiración, muestra con claridad el perfil de la pureza de corazón, cuyos ojos hablan solo de Dios.
Jacinta se vuelve insaciable de la práctica del sacrificio y de la mortificación y, en particular, hacía penitencia para salvar del Infierno a las almas de los pecadores, tal como había pedido la Madre de Dios. A comienzos del mes de julio de 1919, fue internada en el hospital de Lisboa, afectada por la «epidemia española», que produjo en el mundo más víctimas que la terrible peste negra del siglo XIV: terminada la Primera Guerra Mundial, entre 1918 y 1920, murieron entre 50 y 100 millones de personas. Su madre le preguntaba que deseaba y la pequeña pedía la presencia de Lucía.
La visita fue toda dedicada a hablar del sufrimiento ofrecido por los pecadores para alejarlos del Infierno –que con gran consternación les había sido mostrado por Nuestra Señora– y por el Sumo Pontífice. Dijo Santa Jacinta: «Tu quedas aquí para decir que Dios quiere establecer en el mundo la devoción al Corazón Inmaculado de María. Cuando sea la ocasión de decirlo, no te escondas. Diles a todos que Dios nos concede las gracias por medio del Corazón Inmaculado de María. Que las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su lado sea venerado el Corazón Inmaculado de María. Pidamos la paz al Corazón Inmaculado de María, que Dios la confió a Ella. ¡Si yo pudiese meter en el corazón de todos la luz que me arde aquí en el pecho y me hace amar tanto al Corazón de Jesús y al Corazón de María!».
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