Entrevista de Diane Montagne a monseñor Schneider en LifeSiteNews
Excelencia, ¿le pareció suficiente la aclaración del papa Francisco sobre el documento de Abu Dabi en la audiencia general del pasado 3 de abril? ¿Qué opina de lo que dijo?
En la audiencia general del 3 de abril pasado el papa Francisco dijo lo siguiente: «¿Por qué Dios permite que haya tantas religiones? Dios ha querido permitirlo: los teólogos escolásticos se refirieron a la voluntas permissiva de Dios. Quería permitir esta realidad: hay tantas religiones».
Desgraciadamente, el Sumo Pontífice no hizo la menor alusión a la frase objetivamente errónea del documento de Abu Dabi, que dice: «El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina». Esta frase es de por sí errónea y contradice la Divina Revelación, porque Dios nos ha revelado que Él no quiere que haya diversidad de religiones, sino sólo una, que Él decretó en el Primer Mandamiento del Decálogo: «Yo soy Yahvé, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre. No tendrás otros dioses delante de Mí. No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto» (Ex.20,2-5). Nuestro Señor Jesucristo confirmó la perenne validez de dicho mandamiento, diciendo: «Está escrito: “Adorarás al Señor tu Dios, y a Él sólo servirás”» (Mt.4,10). Las palabras Señor y Dios expresadas en el Primer Mandamiento significan la Santísima Trinidad, que es el único Dios y único Señor. Por tanto, la voluntad positiva de Dios es que todos los hombres den culto y adoren tan sólo a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, único Señor y Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «Los diez mandamientos, por expresar los deberes fundamentales del hombre hacia Dios y hacia su prójimo, revelan en su contenido primordial obligaciones graves. Son básicamente inmutables y su obligación vale siempre y en todas partes. Nadie podría dispensar de ellos» (nº 2072).
Las susodichas palabras del papa Francisco en la audiencia general del 3 de abril de este año son un pequeño avance hacia una aclaración de la errónea frase que aparece en el documento de Abu Dabi. Con todo, siguen siendo insuficientes, porque no se refieren directamente a dicho documento, y porque ni el católico medio ni la mayoría de los no católicos saben ni entienden el significado del tecnicismo teológico voluntad permisiva de Dios.
Desde el punto de vista pastoral, supone una gran irresponsabilidad dejar a los fieles de toda la Iglesia en la incertidumbre sobre una cuestión tan vital como la validez del primer mandamiento del Decálogo y la obligación que tenemos todos los hombres ante Dios de creer y adorar mediante el libre albedrío a Jesucristo como único Salvador de la humanidad. Si Dios dio esta orden a todos los hombres: «Este es mi Hijo, el Amado, en quien me complazco; escuchadlo a Él» (Mt.17,5), y si en consecuencia, «toma venganza en los que no conocen a Dios y en los que no obedecen al Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2Tes. 1,8), ¿cómo va a desear positivamente al mismo tiempo que haya diversidad de religiones? No hay manera de conciliar las inequívocas palabras reveladas de Dios con la frase del documento de Abu Dabi. Afirmar lo contrario sería como la cuadratura del círculo, o adoptar una mentalidad gnóstica o hegeliana.
Es imposible justificar la teoría de que Dios desea positivamente la diversidad religiosa alegando la verdad del Depósito de la Fe de que el libre albedrío es un don del divino Creador. Precisamente Dios ha dotado al hombre de libre albedrío para que adore sólo a Dios, que es el Dios trino. No le ha concedido el libre albedrío para que adore ídolos, ni para que niegue a su Hijo encarnado Jesucristo, o blasfeme contra Él, que dijo: «quien no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios» (Jn.3,18).
Después de que hablara con el papa Francisco en su visita ad limina a Roma el pasado 1 de marzo, ¿ha vuelto a comunicarse con él para hablar de las inquietudes que le expresó? En caso afirmativo, ¿fue antes o después de la audiencia general del pasado 3 de abril?
Durante la audiencia del 1º de marzo, con ocasión de la visita ad limina, me dirigí al Sumo Pontífice con estas palabras:
«En presencia de Dios, imploro a Vuestra Santidad en nombre del Señor Jesucristo que nos juzgará, que se desdiga de lo que afirma en el documento interreligioso de Abu Dabi, que relativiza la unicidad de la fe en Jesucristo. De lo contrario, la Iglesia actual no proclamará rectamente la verdad del Evangelio, como le dijo San Pablo en Antioquía (V. Gál.2,14).
El Santo Padre respondió inmediatamente que la mencionada frase del documento de Abu Dabi sobre la diversidad de religiones debe explicarse en el sentido de la voluntad permisiva de Dios. Yo le repuse: «Dado que la frase enumera indiscriminadamente los objetos de la sabia voluntad divina, al situarlos a un mismo nivel, lógicamente la diversidad de los sexos masculino y femenino debe de ser también querida por Dios con voluntad permisiva; es decir, que tolera dicha diversidad como podría tolerar la diversidad de religiones».
Entonces. S.S. Francisco reconoció que la frase podría malinterpretarse, y dijo: «Pero se le puede decir a la gente que la diversidad de religiones corresponde a la voluntad permisiva de Dios». A lo que repliqué: «Le ruego, Santo Padre, que lo diga a toda la Iglesia». Esta solicitud verbal también se la dejé por escrito al Santo Padre.
El papa Francisco tuvo la amabilidad de responderme con una carta fechada el 5 de marzo pasado, en la que me reiteró lo que había dicho en la audiencia del día 1. Dijo que la frase hay que entenderla aplicando el principio de la voluntad permisiva de Dios. Señaló además que el documento de Abu Dabi no tiene por objeto igualar la voluntad de Dios al crear diferencias de raza y de sexo con las diferencias entre religiones.
En una carta fechada el 25 de marzo de este año, contesté la que me había enviado el Papa el día 5. En ella le agradecí su amabilidad y le rogué con fraternal franqueza que publicase una nota aclaratoria, ya fuera a título personal o a través de un dicasterio de la Santa Sede, en la que reiterase la sustancia de lo que dijo en la audiencia del 1 de marzo. Y añadí: «Al publicarlo, Vuestra Santidad tendrá una oportunidad propicia de confesar a Cristo Hijo de Dios en un momento histórico difícil para la humanidad y la Iglesia, y Dios lo bendeciría».
Tengo que decir, además, que Francisco me envió una postal fechada el 7 de abril, a la que adjuntó una copia de su discurso de la audiencia general del 3 de abril en la que estaba subrayada la parte que hablaba de la voluntad permisiva de Dios. Como es natural, le agradezco al Santo Padre su amable atención.
El Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia comúnno ha sido objeto de correcciones ni enmiendas, pese a lo cual se ha creado una alta comisión para llevarlo a la práctica. El pasado lunes 26 de agosto, la Oficina de Prensa de la Santa Sede emitió un comunicado en el que informaba que el papa Francisco se alegraba de la creación de dicho comité para ejecutar los objetivos del documento. De acuerdo con el comunicado, Francisco dijo al respecto: «Si bien desgraciadamente el mal, el odio y las divisiones suelen ser noticia, un creciente mar invisible de bondad nos motiva a tener esperanza en el diálogo, el conocimiento mutuo y la posibilidad de construir en unidad con los seguidores de otras religiones y todos los hombres y mujeres de buena voluntad un mundo de fraternidad y de paz». ¿Hasta qué punto llega la gravedad del problema, Excelencia?
El problema reviste una gravedad tremenda, porque bajo una expresión retóricamente bonita y seductora en lo intelectual como fraternidad humana el clero actual fomenta en realidad el olvido del Primer Mandamiento del Decálogo y la traición al núcleo central del Evangelio. Por muy nobles aspiraciones que sean la fraternidad humana y la paz del mundo, no se pueden promover al precio de relativizar la verdad de la unicidad de Jesucristo y de su Iglesia y de socavar el primero de los Diez Mandamientos.
El Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común emitido en Abu Dabi y la comisión encargada de llevarlo a la práctica son una especie de pastel bellamente decorado pero relleno de una sustancia tóxica. Tarde o temprano, casi sin notarlo, debilitará el sistema inmunitario de quien lo coma.
La creación del mencionado comité encargado de ejecutar a todos los niveles, entre otros objetivos que sí son buenos, el principio de la diversidad de religiones supuestamente querida por Dios, inmoviliza de hecho la misión ad gentes de la Iglesia. Apaga su ardiente celo por evangelizar a todos los hombres, lógicamente con amor y respeto. Da la impresión de que la Iglesia de hoy dijera: «Me da vergüenza del Evangelio», o «me da vergüenza de evangelizar»; «me da vergüenza de llevar la luz del Evangelio a los que no creen en Cristo». Todo lo contrario de lo que les decía el apóstol San Pablo a los gentiles. Él les decía: «No me avergüenzo del Evangelio» (Rm.1,16) y «¡Ay de mí si no predicare el Evangelio!» (1 Cor.9,16).
El documento de Abu Dabi y los objetivos de la comisión debilitan además considerablemente una de las características y de los cometidos fundamentales de la Iglesia: ser misionera y ocuparse en primer lugar de la salvación eterna de los hombres. Reduce las principales aspiraciones de la humanidad a los valores temporales e inmanentes de la fraternidad, la paz y la convivencia. Es indudable que los esfuerzos en pro de la paz están destinados al fracaso si no se proponen en nombre de Jesucristo. Esta verdad nos recuerda proféticamente a Su Santidad Pío XI, el cual afirmó que el cúmulo de males que agobian a la humanidad se debían a que «la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado». Y añadió que «nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador» (Encíclica Quas primas, 1). El mismo pontífice enseñó que los católicos son importantísimos para alcanzar la paz del mundo porque se ocupan en «propagar y restaurar el Reino de Cristo» (Encíclica Ubi arcano).
Una paz que sea una realidad meramente humana y mundana por dentro fracasará. Porque, según Pío XI, «la paz de Cristo no se alimenta de bienes caducos, sino de los espirituales y eternos, cuya excelencia y ventaja el mismo Cristo declaró al mundo y no cesó de persuadir a los hombres. Pues por eso dijo: “¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma? o ¿qué cosa dará el hombre en cambio de su alma?”(Mt.16,26) Y enseñó además la constancia y firmeza de ánimo que ha de tener el cristiano: “Ni temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma, sino temed a los que puedan arrojar el alma y el cuerpo en el infierno” (Mt.10,28, Lc.12,14)» (Ubi arcano, 36).
Dios ha creado a los hombres para el Cielo. Ha creado a todo hombre para que conozca a Jesucristo, a fin de que tenga vida sobrenatural en Él y alcance la vida eterna. Por consiguiente, la misión más importante de la Iglesia consiste en conducir a toda la humanidad a Cristo y a la vida eterna. El Concilio Vaticano II nos ha dado una apropiada y hermosa explicación de dicho cometido: «La razón de esta actividad misional se basa en la voluntad de Dios, que «quiere que todos los hombres sean salvos y vengas al conocimiento de la verdad. Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el Hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos», «y en ningún otro hay salvación». Es, pues, necesario que todos se conviertan a Él, una vez conocido por la predicación del Evangelio, y a Él y a la Iglesia, que es su Cuerpo, se incorporen por el bautismo. Porque Cristo mismo, «inculcando expresamente por su palabra la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó, al mismo tiempo, la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por la puerta del bautismo. Por lo cual no podrían salvarse aquellos que, no ignorando que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia Católica como necesaria, con todo no hayan querido entrar o perseverar en ella. Pues aunque el Señor puede conducir por caminos que El sabe a los hombres, que ignoran el Evangelio inculpablemente, a la fe, sin la cual es imposible agradarle, la Iglesia tiene el deber, a la par que el derecho sagrado de evangelizar, y, por tanto, la actividad misional conserva íntegra, hoy como siempre, su eficacia y su necesidad» (Ad gentes, 7).
Me gustaría recalcar estas palabras: «la actividad misional conserva íntegra, hoy como siempre, su eficacia y su necesidad».
¿Le gustaría añadir algo más?
En su audiencia general del pasado 3 de abril, Francisco dijo lo siguiente sobre la diversidad religiosa: «Hay tantas religiones; algunas nacen de la cultura, pero siempre miran al cielo, miran a Dios».
En cierto modo, estas palabras contradicen esta diáfana declaración de Paulo VI: «Nuestra religión instaura efectivamente una relación auténtica y viviente con Dios, cosa que las otras religiones no lograron establecer, por más que tienen, por decirlo así, extendidos sus brazos hacia el cielo» (Encíclica Evangelii nuntiandi, 53). Muy oportunas resultan también estas palabras de León XIII: «El indiferentismo religioso y la igualdad de todos los cultos, conducta muy a propósito para arruinar toda religión, singularmente la católica, a la que, por ser la única verdadera, no sin suma injuria se la iguala con las demás» (Encíclica Humanum genus , 13).
Igualmente apropiadas son las siguientes palabras de Paulo VI:
«Con gran gozo y consuelo hemos escuchado Nos, al final de la Asamblea de octubre de 1974, estas palabras luminosas: «Nosotros queremos confirmar una vez más que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia»[; una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más urgentes. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa» (Evangelii nuntiandi, 14).
Así pues, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, «el fin último de la misión no es otro que hacer participar a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y el Hijo en su Espíritu de amor» (nº 850).
Al reconocer directa o indirectamente la igualdad de todas las religiones mediante la difusión y puesta en práctica del documento de Abu Dabi del 4 de febrero del año en curso, sin corregir su errónea afirmación sobre la diversidad de religiones, el clero actual no sólo comete traición contra Jesucristo como único Salvador de la humanidad, y contra la necesidad de su Iglesia para la salvación, sino que también comete una gran injusticia y un grave pecado contra el amor al prójimo. En 1542 San Francisco Javier escribió desde las Indias a su padre espiritual San Ignacio de Loyola: «En estas tierras hay muchos que no son cristianos simplemente porque no hay nadie que los haga cristianos. Muchas veces siento deseos de viajar a las universidades de Europa, en particular a la de París, y gritar por todas partes como loco para imprecar con estas palabras a quienes tienen más conocimiento que caridad: “¡Ay, cuántas almas se ven privadas del Cielo y terminan en el Infierno por culpa de vuestra desidia“!»
Que estas fogosas palabras del santo patrón de las misiones y primer gran misionero jesuita conmuevan a los católicos, y de manera especial al primer papa de la Compañía de Jesús, para que con el celo apostólico y evangelizador se retracte de la erróneas afirmación sobre la diversidad religiosa expresada en el documento de Abu Dabi. Es posible que al hacerlo pierda la amistad y estima de los poderosos de este mundo, pero desde luego no perdería la amistad y estima de Jesucristo, de conformidad con lo que Él dice: «A todo aquel que me confiese delante de los hombres, Yo también lo confesaré delante de mi Padre celestial» (Mt.10, 32)
26 de agosto de 2019
+ Athanasius Schneider
(Artículo original. Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)