Gracias al cardenal Ratzinger, al cardenal Sarah y a la creciente disponibilidad del usus antiquor o Forma Extraordinaria del Rito Romano (recientemente celebrado con gran solemnidad en la basílica de San Pedro durante la peregrinación anual Populus Summorum Pontificum), muchos católicos son conscientes de que la forma tradicional de celebrar el Santo Sacrificio de la Misa es que el sacerdote, junto con los fieles, estén de cara al oriente, esperando a Cristo, Sol de Justicia (Mal 4,2; cf. Jn 8,12, 9,5; Mt. 17,2), a quien la Escritura denomina Oriente (Zac. 6,11–12, Vulgata), que «cabalga por los cielos al oriente» (Sal. 67,34 Vulgata) y que, se nos dice, volverá por el oriente (cf. Hch 1,10–11, Mt. 24,27). Suele decirse de quienes celebran de esta manera ancestral lo hacen ad orientem, hacia oriente.
Hace poco publiqué en New Liturgical Movement publiqué un artículo en defensa de la Misa ad orientem titulado “How Contrary Orientations Signify Contradictory Theologies.” Como es habitual, despertó una viva reacción en un sacerdote, que me escribió lo siguiente:
Estimado Dr. Kwasniewski:
¿Me permite que le haga una pregunta en relación con su artículo sobre la Misa ad orientem? ¿Dónde está Dios? ¿Allá arriba en lo alto? ¿O con nosotros y entre nosotros?
Supongo que responderá que ambas cosas, que está en todas partes, pero está claro que ni en nuestros templos ni en ningún otro edificio es posible disponer el espacio físico de forma que exprese con precisión la inmanencia y trascendencia de Dios. Ahora bien, en vista de que al cabo de siglos de liturgia ad orientem, haciendo hincapié en la distancia, la lejanía y la gloria inalcanzable de Dios, las iglesias están cada vez más vacías, muchos argüirían que ya es hora de restablecer el equilibrio perdido y volver a destacar la presencia de Dios entre nosotros. Ése es el objeto de la liturgia reformada. Desde luego, es una caricatura absurda verla simplemente como un sacerdote y unos fieles que se dan la cara de un modo antropocéntrico; en realidad, sacerdote y pueblo se reúnen en torno al altar, donde se centra nuestro culto, sabiendo que Dios está presente en Cristo en medio de nosotros. Si podemos redescubrir a Dios entre nosotros, podremos darnos más apropiadamente cuenta de su gloriosa singularidad. No se trata de teologías contradictorias, sino complementarias.
A mi modo de ver, Dios no es sólo para nosotros un objeto de culto que está en algún lugar lejano allá arriba, sino una realidad, verdadera presencia en nosotros y entre nosotros. El culto tradicional ponía de relieve la gloriosa otredad de Dios; ahora muchos piensan que hay que restablecer el equilibrio para destacar su presencia entre nosotros.
Tengo entendido que las formas más primitivas de liturgia eucarística eran domésticas. Los Hechos de los Apóstoles dan fe de cómo partían el pan en sus casas los seguidores de Cristo. Es muy improbable que tuvieran algo remotamente parecido a una iglesia medieval con su nave y su presbiterio; con mucha más probabilidad se congregarían alrededor de una mesa sencilla. En todo caso, la eucaristía original se parecía sin duda más a nuestra liturgia reformada de hoy que a la grandiosa Misa mayor ad orientem. Y como la mujer desempeña una función muy importante en la liturgia judía, ¡es incluso posible que en las primeras eucaristías cristianas fuera igual!
Atentamente, N.
Hay que reconocer que este sacerdote sabe exponer con bastante habilidad algunos de los argumentos más habituales de los detractores de la liturgia ad orientem.
He aquí mi respuesta:
Estimado padre N.:
Me parece que esa no es la manera apropiada de abordar la cuestión. Por supuesto que Dios está en todas partes. Eso no tiene influye nada en la orientación física de la liturgia. Basándonos en su omnipresencia podríamos terminar con una actitud como la de los hippies, que pasan de la religión, y decir: «Pues yo adoro a Dios en la playa y en la montaña».
En realidad la cuestión es: ¿Qué simbología empleamos en el culto cristiano para expresar nuestra relación con Dios y la de Él con nosotros? Para responder a esta pregunta, tenemos que fijarnos en tres principios, que son el cosmos, la historia y el misterio, como sostiene Ratzinger en El espíritu de la liturgia.
En el universo (cosmos), que es el primer libro de Dios, vemos salir al sol por el Oriente. Por eso el segundo libro de Dios (las Sagradas Escrituras) habla tanto del Oriente. El Sol, la Luna y las estrellas se dieron a los hombres para que «sirvan de señales y marquen las estaciones» (Gén. 1,14). Si son señales, ¿qué representan? Al prescindir de la naturaleza corremos el peligro –y hoy más que nunca– de que las máquinas y la tecnología nos aíslen de la realidad. Que el sol salga por el Oriente quiere decir que Cristo es la luz verdadera que ilumina a todo hombre (Jn. 1,9).
Por su parte, la historia de la Iglesia da testimonio incesante de templos orientados donde la nave culmina en el presbiterio, y éste en el altar. Podemos tener la certeza de que la costumbre de dar culto a Dios cara a Oriente, que afloró a la luz pública en todo el mundo cristiano una vez que el cristianismo fue legalizado en el siglo IV, no fue algo improvisado ni se lo sacaron de la manga clericalistas medievales, sino algo que estaba arraigado en hábitos de oración transmitidos desde los mismos apóstoles, como atestigua San Basilio de Cesarea en su tratado Sobre el Espíritu Santo (375 A.D.). La oración cara al Oriente no tenía que ser compleja para ser eficaz como símbolo. Se podría decir que toda la arquitectura y ceremonia posterior es la perla que se formó alrededor de aquel granito inicial de arena.
El tercer criterio, el misterio, nos dice que no debemos rendir culto de un modo que corramos el riesgo de deificarnos ante nuestra feligresía. El culto tiene que ser externo y dirigido hacia arriba para recalcarnos por medio de signos sensibles que no nos salvaremos por nosotros mismos, sino que debemos buscar la salvación más allá de nosotros. Si bien es cierto que el alma es templo de la Santísima Trinidad, puede ser peligroso configurar el culto público en base a la inmanencia de Dios en nosotros, ya que el hombre caído tiende a centrarse en sí mismo y exaltarse a sí mismo.
Las formas tradicionales de culto ponen mucho el acento en la trascendencia e inmanencia de Dios: la primera, en las formas arriba mencionadas; la segunda, porque nuestro culto es físico, sensible, tiene que ver con comida, bebida y otras cosas de todos los días, por medio de las cuales el Dios infinito y eterno se hace finito (por así decirlo) y viene a nuestro encuentro en el tiempo. Nunca he visto que una Misa rezada o cantada impida o dificulte la conciencia de que tenemos a Dios en nuestro interior. Al contrario, las oportunidades de rezar durante largo rato, la preparación intensiva para la Sagrada Comunión y el tiempo que se dedica a dar las gracias por la ofrenda de Nuestro Señor son maneras en que he descubierto que se ha desarrollado grandemente mi vida interior y mi sentido de la asombrosa humildad de Dios, que viene a morar con nosotros.
Aunque ya a mediados del siglo XX había comenzado a declinar en algunos lugares el número de fieles, es innegable que en casi todo el mundo la Iglesia iba viento en popa, con unas cifras muy altas de vocaciones, conversiones y bautizos. ¿Qué pasó? Que el humanismo cada vez más extendido del siglo XX alcanzó un punto crítico en la anarquía de los sesenta. El progresismo, el liberalismo y el hedonismo introdujeron una profunda inquietud, malestar e insatisfacción con las formas heredadas de vida y de piedad. Pero la culpa no era de las formas, sino de quienes las rechazaron a cambio de sexo, drogas y rock. O bien, algo más inocente pero no por ello menos mortífero, como decoraciones impropias, curas que presiden como si fueron uno más de nosotros y canciones litúrgicas sensibleras propias de una jardín de infancia.
La insistencia en que Dios está presente en todas partes y en que «todos somos el pueblo de Dios» ha coincidido con el mayor éxodo de cristianos que haya conocido la historia del mundo en el culto público. Si hacía falta una reforma, desde luego no era ésta.
Saludos cordiales en Cristo,
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)