Sentido de la muerte cristiana

Dime, Amado de mi alma
dónde pastoreas, dónde sesteas al mediodía…
(Ca 1:7)
 
Resurrección del hijo de la viuda de Naín

La resurrección del hijo de la viuda de Naín, narrada por el evangelista San Lucas, es un conmovedor episodio milagroso llevado a cabo por Jesucristo.

Siguiendo la letra del texto evangélico no es difícil imaginar el escenario. Jesús llega hasta la entrada del villorio, seguido como siempre de una gran muchedumbre, justo en el momento en que el cortejo fúnebre se dirige al lugar del enterramiento. El cadáver era el de un adolescente hijo único de su madre viuda, y era transportado seguramente sobre unas angarillas envuelto en un sudario. La infeliz mujer lloraba amargamente detrás del cadáver, a la que seguirían probablemente las plañideras y los músicos, según las costumbres de los ritos funerarios de la época. Tras el cortejo, parientes, conocidos y los habitantes del pueblo, tal como suele ocurrir en los lugares de muy poca población.

Es entonces cuando Jesús, que llegaba al pueblo acompañado de sus seguidores, se encuentra frente a la comitiva fúnebre que salía. Añade el texto que al percatarse de la mujer que sollozaba tras el cadáver, al instante se compadeció de ella.

Se produciría un gran silencio cuando Jesús se dirigió hacia la desconsolada viuda que acababa de perder a su único hijo, mientras que un ambiente de respetuosa expectación se extendería sobre la muchedumbre. Entonces pronunció Jesús unas cortas y consoladoras palabras cuando la mujer lo contemplaba con extrañeza y asombro:

—No llores.

Se dirigió a continuación hasta el cadáver y los que lo llevaban se detuvieron. El estilo esquemático y compendioso propio de los Evangelios no añade aquí otros pormenores accidentales. Pero es evidente que el suceso retrata el momento solemne del enfrentamiento, que tuvo lugar cara a cara, entre la Muerte y Aquél que dijo de Sí mismo Yo soy la Vida.[1]

La escena no deja de ser sobrecogedora. De una parte los hombres, que nada pueden hacer ante la Muerte aparte de ciertas cosas, tan imprescindibles como poco eficaces, como son el llorar, acompañar en el dolor a los deudos del difunto y conducir el cadáver a su enterramiento. De otra parte Jesucristo, Señor de la Vida y de la Muerte, que pronunció palabras jamás dichas hasta ahora por hombre alguno: Yo soy la Resurrección y la Vida.[2] A todo lo cual hay que añadir las solemnes declaraciones del Prólogo del Evangelio de San Juan: En Él estaba la vida; y la vida era la luz de los hombres.[3]

Y siendo la Muerte el muro ante el que tropieza todo hombre al final de su existencia terrena, después de tantos siglos transcurridos desde que la Humanidad existe sobre la Tierra, quienes han preferido prescindir de Dios todavía no han logrado encontrar una respuesta para explicarla. Una vez consumada su vida, a la que siempre consideraron como exclusivamente propia, cuya explicación se agotaba en sí misma y de la cual nada podían esperar aparte del placer de apurarla hasta las heces…, repentina e inesperadamente se encuentran finalmente con la nada. Por eso el paganismo nunca ha sabido dar otra definición del hombre que la de un ser destinado al sepulcro, ni jamás ha querido reconocer la espantosa derrota de su absoluto fracaso.

La Resurrección de Lázaro

Pero fueron varias las ocasiones, según nos narran los Evangelios, en las que Jesucristo se enfrentó al acontecimiento de la Muerte, siendo la Resurrección de su amigo Lázaro una de las más notables.

Según la narración evangélica, Jesús fue conducido hasta el lugar donde Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Mandó quitar la piedra del sepulcro ante la consternación de las hermanas del muerto y de los presentes, quienes le avisaron que el cadáver estaría seguramente despidiendo hedor. No obstante lo cual y ante su insistencia deslizaron la pesada piedra, quedando al descubierto la entrada a la cueva en la oscuridad de cuyo fondo se adivinaba la presencia de un cadáver envuelto en sudarios, y del que efectivamente ya se esparcía el olor nauseabundo de la muerte. Momento en el que Jesús, transcurrido un instante de silencio, prorrumpe en llanto.

Era el dolor del Hombre–Dios ante la realidad de la Muerte. Durante muchos milenios habían desfilado demasiadas las generaciones de humanos que habían llorado ante la muerte. Un llanto doblemente explicable, puesto que al fin y al cabo la muerte había sido introducida en el mundo por ellos mismos. Ni tampoco fueron conscientes los hombres de que no tenía tanto sentido llorar ante la muerte cuanto por las causas que la hicieron aparecer.

Pero sea como fuere, éste fue el momento en el que, por primera vez en la Historia, el llanto humano ante la Muerte cobraba todo su profundo sentido y adquiría todas las singularidades que acompañan al verdadero dolor.

Pues el dolor adquiría ahora una peculiaridad de la que había carecido hasta entonces. El dolor de los hombres por la muerte de un ser querido se convertía a partir de este momento, no ya tanto en un sentimiento de dolor por otro, cuanto en un sentimiento de com–pasión con él. Que es lo mismo que decir sufrimiento y aflicción, pero en identificación con los sentimientos del otro. Pero los sentimientos de sufrimiento con el otro y haciendo propios los sentimientos de ese otro son en realidad un desbordamiento del amor, al sentirse uno con una persona amada y ahora perdida. Y he aquí, por lo tanto, que el llanto de Jesús ante la Muerte, y a partir de ahora también el de todos los hombres ante ella, se ha convertido en un llanto de amor.

Y dado que este llanto de Jesús agotaba en plenitud el sentido del dolor ante la Muerte, el cual se había ocasionado por su condición de castigo a causa del pecado, es ahora cuando esas lágrimas cambian de significado. De manera que los sentimientos de consternación, de abatimiento y postración, de angustia y de desesperanza, que habían sido ocasionados durante milenios por la aflicción ante la muerte, desaparecen definitivamente para dar lugar a otros bien distintos. Fue el momento en el que la Muerte —la consumación de cuya derrota total pronto se llevaría a cabo— cambió para siempre de sentido.

Ante todo, porque su carácter de castigo quedó transformado en condición de gloria.

Además de lo cual, los sentimientos de dolor que siempre acompañan a la Muerte —lo mismo para quien la sufre que para los seres queridos— adquieren ahora la condición de haberse convertido en una participación en los sentimientos de dolor de Jesucristo. Pero sufrir junto a la Persona amada y con la Persona amada —Jesús en este caso—, por muchas que sean las lágrimas con las que se acompaña ese dolor, son de todas formas lágrimas de amor. Y el gozo que es fruto del llanto de amor —misteriosa e inefable paradoja, puesto que el gozo siempre acompaña al amor— desborda y supera a todos los quebrantos que pueda causar el dolor.

La Muerte supone un hito fundamental en la existencia del cristiano. Pues hasta llegado ese momento su identificación con Cristo, a la cual había sido llamado desde su bautismo, no se ha consumado en plenitud. Aun cuando la vida de Cristo hubiera llegado ya a un grado elevado de identificación con la de un cristiano, todavía le faltaría compartir la Muerte de su Maestro. Si el amor supone reciprocidad e iguala en todo a los que se aman, si semejantes en la vida, semejantes en la Muerte. Así es como la Muerte colma una vida repleta de añoranzas y de ansiedades, o las mismas que han hecho permanecer el alma en actitud de anhelante espera ante el instante más dichoso de su existencia, el cual no es otro que el de la unión y la identificación con Jesucristo: Aquél que había sido por tanto tiempo buscado, por tanto tiempo aguardado y durante tanto tiempo soñado.

De esa manera la Muerte se ha convertido a partir de ahora en la mayor prueba posible de amor, tal como lo había asegurado el mismo Jesucristo: Nadie demuestra más amor que aquél que da la vida por sus amigos.[4] Y según lo confirmaba San Juan en su Primera Carta, en la cual nos transmitía la clave para el verdadero conocimiento del amor: Hemos conocido el amor en que Él dio su vida por nosotros.[5]

Misterio que deja patente a su vez otro misterio, cual es que el amor puede ser también causa de la Muerte. Para desentrañar lo cual habría que introducirse en las profundidades insondables del misterio del amor, tal como lo expresaba la esposa de El Cantar:

Confortadme con pasas,
recreadme con manzanas,
porque desfallezco de amor.[6]

 

San Juan de la Cruz parafraseaba bellamente estos pensamientos en su Cántico Espiritual:

Pastores los que fuéredes
allá por las majadas al otero,
si por ventura viéredes
Aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero. 

 

Y también hace patente este misterio que la Muerte pueda ser preferida, y hasta deseada, como puerta de entrada y camino al amor. La poesía mística popular lo confiesa llanamente:

Si vivir es amar y ser amado,
sólo anhelo vivir enamorado;
si la muerte es de amor ardiente fuego
que abrasa el corazón, muera yo luego.

 

Es el Apóstol San Pablo quien, un vez más, expone con claridad la idea de la Muerte causada por el amor, cuando dice que El amor de Cristo nos apremia. Por lo que hemos de considerar que si uno murió por todos, luego todos están muertos.[7] Según lo cual, fue el amor lo que condujo a Cristo a la Muerte por todos; y como consecuencia y por la unión con Él, es este mismo amor el que a su vez conduce a todos a la Muerte por Cristo. En definitiva, la muerte ocasionada, tanto a unos como a otros, por el mismo amor.

A partir de ahora y gracias a Jesucristo, la Muerte ha dejado de someter a los humanos al yugo del temor. Como así lo asegura la Carta a los Hebreos: Porque así como los hijos comparten la carne y la sangre, así también Él participó de ellas: para destruir con la muerte al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo. Y liberar así a todos los que con el miedo a la muerte estaban toda su vida sujetos a la esclavitud.[8]

Pero más que nada y por encima de todo, lo que era hasta ahora el final de una vida efímera y siempre dolorosa, se ha convertido, por obra de Jesucristo, en el principio de la auténtica y verdadera Vida.

(Continuará)

Padre Alfonso Gálvez

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[1] Jn 14:6.

[2] Jn 11:25.

[3] Jn 1:4.

[4] Jn 15:13.

[5] 1 Jn 3:16.

[6] Ca 2:5.

[7] 2 Cor 5:14.

[8] Heb 2: 14–15.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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