Sermón de Corpus Christi, “la fiesta del nombre en latín”

“Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El que come de este Pan vivirá para siempre” (Jn. 6, 55-57)

¿Qué es el día de hoy, esta fiesta que celebramos con un nombre en latín, Corpus Christi? ¿De qué se trata? Es una pregunta relevante en una época en que el culto cristiano se ha convertido en un problema. Hace algún tiempo, el New York Times publicó un reportaje sobre las iglesias negras históricas de Harlem. Algunas de estas iglesias abren sus puertas los domingos por la mañana a los turistas que llegan a Harlem en autobús para percibir algo del sabor de esa parte de Manhattan. Y parte del tour es que estas personas asistan a un servicio dominical en la iglesia para escuchar las cadencias afroamericanas de la predicación de credo evangélico y oír el alegre sonido para el alma de los coros de góspel. El ministro entrevistado para este artículo dijo que los bancos de la galería se llenaban con estos turistas los domingos pero que los bancos principales de la iglesia estaban medio vacíos. La comunidad de culto se muere. Aparecía una fotografía de los turistas mirando hacia abajo, como si estuvieran en un teatro. Venían a ver cómo es el culto, pero a causa de la reducción del culto cristiano en tantos lugares en América a un espectáculo banal y una predicación fatua, vinieron no a participar en el culto sino a entretenerse.

¿De qué trata el día de hoy? Trata sobre todo lo que es real y sobre todo lo que importa. Trata de la lozanía de la hierba sorprendentemente verde que nos rodea, alimentada por la lluvia copiosa de los pasados meses. Trata del blanco rojizo de los cerezos silvestres, del suave lila de las lavandas, del vívido naranja del clavel turco, de la coquetería de las peonías. Es sobre las vidrieras de la catedral de Chartres, sobre la cúpula de San Pedro, sobre la sonrisa en la cara de los angelitos que miran hacia el fiel o el que está boquiabierto en San Andrés del Quirinal en Roma. Es sobre procesiones y marchas, bandas, color y sonido. Es sobre el sacrificio, especialmente el de los que han dado su vida por otros. Es sobre la belleza del cuerpo humano. Es sobre la gente, sobre las madres, los padres, los abuelos y las abuelas, sobre los adolescentes, sobre los niños pequeños, todos los que son únicamente reales y todos parte de la entera creación de Dios. Es sobre la Navidad, el Nacimiento. Es sobre el Viernes Santo, la Muerte. Es sobre la Pascua, la nueva Vida. Es sobre el Espíritu, cuyo aliento da vida. Es sobre Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Por último esta fiesta es sobre Dios, porque esta fiesta es sobre todo lo que es. Es sobre Dios porque es la fiesta de la realidad material, la afirmación alta y clara de que Dios creó todas las cosas y dijo: “Es bueno”. Esto es lo que decimos a un mundo que piensa que todo lo que ves es todo lo que tienes; decimos que Dios no sólo sostiene todo lo que hay, visible e invisible, sino que además lo usa para transmitir su poder, su gloria y su gracia. Esta es la fiesta en la que celebramos nuestra creencia básica como católicos: que toda la realidad es sacramental, atravesada de la gloria de Dios, que toda la realidad física es transformada por el poder de Dios en Jesucristo por medio del Espíritu Santo, y que esa misma realidad física tiene el potencial de ser transformada en el mismo Dios.

Esta es la fiesta que requiere que vayamos más allá, mucho más allá, esta es la fiesta que deja muy atrás la reducción del culto a un espectáculo y un sentimentalismo, un sorbete helado de los años 60. Mi frase favorita de la Secuencia de esta fiesta, que acabamos de oír cantada y fue escrita por Santo Tomás de Aquino, es esta: tantum potes, tantum audes. Atrévete a hacer tanto como puedas en darle a Él alabanza. Esta no es meramente otra fiesta más, es una fiesta de derroche, una fiesta reminiscente del costoso ungüento perfumado que fue derramado con tanto amor en los pies de Jesús antes de su muerte. Una fiesta que compromete los sentidos, que va más allá del cuerpo al Cuerpo de Cristo, el Cuerpo del Señor, el Corpus Christi. Es la fiesta que nos recuerda el suelo físico de nuestra espiritualidad, nuestro fundamento en el Verbo hecho carne. Esta es la fiesta que es el antídoto al veneno mortal de la tediosa espiritualización que saca a la Cristiandad fuera de lo real y la mete en la insipidez del moralismo y la autocomplacencia. Esta es la fiesta que celebra el triunfo de la Pascua, el único triunfo digno de ser celebrado. Pero es también la fiesta que sale de la relación entre Dios mismo. Sólo porque Dios es una relación amorosa en la Santísima Trinidad podemos relacionarnos con Él, podemos amarle y ser amados a cambio. Esta es la fiesta del amor, lo que es y lo que hace: nec sumptus consumitur, en palabras de Santo Tomás: el amor no se consume, da y, dando, recibe.

Y con la procesión al final de la misa, no sólo llevamos a Cristo al mundo, nuestro mundo de Norwalk. Con este acto inyectamos la cultura católica al mundo. No se trata de una cultura asociada a la Edad Media. Esta es la cultura que es fruto viviente de un mundo en el que el infinito Dios de la Verdad, la Bondad y la Belleza se hizo finito, uno de nosotros, en el sagrario del vientre de María. Esta es la afirmación de una cultura católica que no habita en un ghetto, que nunca se repliega en sí misma, que no tiene miedo del mundo secular, sino que prefiere afirmar una verdadera cultura de vida.

Es la afirmación de la gaulteria[1], del heno recién cortado y el vaho de la sopa de pollo. Es la afirmación del canto, de Palestrina y Byrd, de Bach, Mozart y Mahler, incluso de Messaien. Es la afirmación de los iconos luminosos de las iglesias orientales, de Fra Angelico, de Miguel Ángel, de Bernini, del tierno terciopelo de los escalopines de ternera, del bailar en la boca de un buen vino Brunello, de la profundidad de una mousse de chocolate. Pero también es la afirmación del pan casero mojado en vino hecho en casa, el kielbasa y el chucrut, las quesadillas de pollo, la baccalà frita, el perrito caliente con su mostaza amarilla en un picnic en familia, la sorpresa salada de una ostra. Esta fiesta es la afirmación de los artesanos y de los artistas que han hecho esta iglesia tan bella: de Alonso, de Carlos, de Rosalino, de Henry, de Peter, de Rosario, todos proveedores de la belleza de Dios. Es la afirmación de un partido de baloncesto improvisado, del sentarse en el porche una cálida noche de verano con el rumor de charlas y risas, del vestido de primera comunión, que de algún modo crece y pasa a ser los vestidos de graduación y de novia. Es la fiesta de los bebés sonrosados, la afirmación de las manos gastadas y de las caras con arrugas, la afirmación de la belleza extraordinaria de la vida ordinaria.

Y es todo esto lo que afirmamos en la fiesta del Corpus Christi y lo que celebramos en la procesión. Somos nosotros los que llevamos a Cristo al mundo. Somos nosotros los que le acompañamos en la belleza de la música, las vestiduras y el incienso. Y, mediante nuestra salida a este vecindario, no somos sólo nosotros sino también los que no conocen a Cristo, los que no tienen ni idea de lo que pasa: todos estamos bendecidos por el Cuerpo de Cristo y nos bendice a todos en su pasar. Quantum potes, tantum audes: atrévete a hacer tanto como puedas. Y lo que nos atrevemos a hacer hoy es adorar al Cristo vivo, la belleza de Dios, y traer esa belleza al mundo.

Padre Richard Cipola

(Traducido por Natalia Martín. Artículo original)

[1] Planta medicinal común en Norteamérica

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