En los años de dominio nacionalsocialista sobre Alemania, los alemanes fueron acuñando expresiones y frases que usaban para tratar de interpretar la realidad que estaban viviendo. Una de aquellas frases, decía exclamativamente: «¡Si esto lo supiera el Führer!».
¿Cuándo se empleaba, y por qué? Bueno. El caso es que, por más que uno intentara vivir una vida normal, había momentos en los que la pura arbitrariedad y brutalidad del sistema vigente golpeaba bien cerca. Entre los propios familiares, amigos o conocidos: Un grupo de bomberos podían ser condenados a muerte por haberse llevado de una casa unas mudas de ropa y una botella de licor, mientras apagaban el incendio posterior a un bombardeo. Un joven recluta podía ser ejecutado por algún comentario acerca de sus vivencias en el frente, o por una frase ambigua en una carta. Un simple chiste podía costar también la vida. Y muchas veces lo hizo.
Pero los «buenos alemanes» no podían permitirse pensar que semejantes atropellos emanaran directamente de aquél en quien habían depositado toda su confianza. Los responsables eran otros. Tenían que ser otros: malos subordinados que se aprovechaban de sus puestos para cometer atrocidades que el Führer reprobaría, si las conociera. «Ay, ¡si esto lo supiera el Führer!».
Y el Führer, desde luego, sabía esto y más, ya que, siendo más radical que la mayoría de sus propios partidarios, era él mismo el que exigía tales acciones. Pero los unos porque habían llegado, a fuerza de propaganda, a sentimientos de adoración cuasi-religiosa hacia él, y los otros porque no querían enfrentarse a las consecuencias imperativas de pensar que se hallaban bajo el dominio de un tirano, al final todos encontraban un consuelo en pensar así: «Ay, ¡si esto lo supiera el Führer!»
Al repasar episodios tan terribles de la historia, muchos apenas si logran contener un cierto sentimiento de superioridad moral: Aquella gente tenía todos los datos necesarios para sacar las conclusiones correctas, pero no querían verlas. En cambio, si yo hubiera estado ahí ―nos decimos―, no habría caído en semejante forma de autoengaño. ¿De verdad que no?
En realidad, los hombres nos parecemos demasiado unos a otros, y tendemos a buscar escapatorias análogas en situaciones análogas. Incluso si se trata de situaciones y circunstancias incomparablemente menos extremas, y en las que tenemos mucho menos que perder. Disculpar al Líder, y descargar toda la responsabilidad sobre sus subordinados, constituye siempre, y en todas las épocas, un recurso muy socorrido, que nos evita tener que plantearnos nuestra opción básica por ese Líder, sea el que sea.
Consideremos, a modo de ejemplo, algo que estamos viviendo ahora mismo. En estos momentos, la Iglesia católica se encuentra atravesando una fase bastante turbulenta ―por decirlo suavemente―, y un gran número de «buenos católicos» andan preocupados. (Otra cosa es que quieran, o no, confesarlo, ¡pero vaya si lo están!)
En tales circunstancias, y considerando los datos disponibles, parece que lo más racional sería concluir que el responsable último de lo que está ocurriendo es el Papa Francisco. A fin de cuentas, él fue el que comenzó promocionando a los teólogos que ahora han tensado la situación; él fue el que convocó un sínodo extraordinario el año pasado, y lo puso en sus manos; él fue el que ordenó que se mantuvieran los párrafos más conflictivos en el documento final de dicho sínodo, a pesar de que no habían logrado mayoría suficiente como para que fueran aceptados; él ha sido el que ha nombrado un desproporcionado número de participantes para el sínodo que ahora se celebra, y en su gran mayoría favorables a las tesis que tanto preocupan a los «buenos católicos»; él ha procurado que personajes de esa misma tendencia se encarguen de conducir el sínodo, y de redactar los documentos finales; él ha intervenido ya varias veces, contra el uso habitual, para desactivar el efecto causado por la reafirmación inicial de la ortodoxia en labios del cardenal Erdo; él ha hecho cambiar ya varias veces, sobre la marcha, las reglas del sínodo, conforme parecía que una mayoría de padres sinodales se inclinaban, pese a todo, hacia las tesis «conservadoras», etc. etc. etc.
Los indicios de quién es el responsable último de lo que vemos, y qué pretende, y qué métodos está dispuesto a emplear para conseguirlo, se multiplican día a día. Y, sin embargo, la mayor parte de los «buenos católicos» insisten en explicarnos que estamos asistiendo a maniobras de un lobby centroeuropeo, que operaría de espaldas al Papa, y contra sus verdaderas intenciones. «¡Menos lobbys!», está uno por decir, pero se te ofenden enseguida, de manera que hay que expresarse con gran tiento. ¿Cómo vamos a atrevernos a sugerir que el Gran Líder está dándoles el Gran Cambiazo doctrinal? Los responsables son otros. Tienen que ser otros: malos subordinados que se aprovechan de sus puestos para realizar maniobras que el Papa reprobaría, si las conociera. «Ay, ¡si esto lo supiera el Papa!».
En fin. Que así es la naturaleza humana. Y, frente a la naturaleza, poco puede hacer la razón. Puede protestar, pero es inútil, y no reporta otra cosa que disgustos. La confianza en el Gran Líder, por lo visto, es muy necesaria para la felicidad. Más que la coherencia, y hasta más que los ojos de la cara. Y, siendo tales las reglas del juego, ¿quién soy yo para juzgar?
Francisco José soler Gil