Uno de los lugares comunes más manidos en los debates contemporáneos sobre el significado y conveniencia de la Reforma Litúrgica de Paulo VI (1969-1970) es el supuesto mayor «acercamiento» al pueblo que esta representaría, especialmente por su énfasis en el uso de la lengua vernácula. Se ha llegado incluso a decir que «debemos gracias a Dios por lo que ha hecho en su Iglesia en estos 50 años de reforma litúrgica. Ha sido, verdaderamente, un gesto de valentía de la Iglesia que se acercara al pueblo de Dios, para que pudieran entender bien lo que están haciendo» (Francisco, Homilía del 7 de febrero de 2015 en conmemoración de los 50 años de la primera misa en vernáculo celebrada por Paulo VI).
Aunque no es el signo definitorio de la Reforma Litúrgica de 1969-1970 –la llamada misa híbrida o comunitaria de 1965 era el Vetus Ordo mutilado y ya traducido al vernáculo– ni probablemente su peor característica (en la competencia reñidísima por qué es lo peor de esta Reforma hay un ajustado empate entre el nuevo pseudo-ofertorio antisacrificial y la alteración del canon, potencialmente infinita, y en voz alta para mayor horror), la traducción a las lenguas vernáculas es una suerte de símbolo definitivo del cambio, junto con la celebración ad populum.
Pero, ¿cuán cierto era que la liturgia tradicional de la Iglesia Católica se alejaba de los fieles? ¿Fue acaso, como podría creer cierto «sentido común» progresista actual, un pedido largamente esperado por las masas de fieles?
Como sabe cualquiera que esté familiarizado con la demagogia radical, especialmente con la generalizada en Hispanoamérica, las medidas destinadas supuestamente a halagar a las masas no proceden de manera espontánea de ellas, sino, por lo general, son «descubiertas» por un grupo bastante reducido –cuando no por el «genio» singular de un caudillo – y luego impuestas a sangre y fuego. Casi nadie queda contento, pero la imposición de una «verdad» a través del control de los medios periodísticos y educativos altera la historia y presenta una versión oficial donde las reformas aparecen como «largamente anheladas». Como, por lo general, el caos aparece después, el nuevo sentido común impuesto se apuntala en la idea absurda pero extrañamente convincente para algunos de que sin esas reformas –que generaron el caos, en primer lugar –, el caos habría sido aún peor.
Para aquilatar el valor del lugar común conviene observar cuál era el estado de la vida litúrgica en la Iglesia universal en los momentos inmediatamente anteriores a las Reformas, especialmente en los países no occidentales.
Para las primeras décadas del siglo XX, ni siquiera la catástrofe de las dos guerras mundiales europeas había podido frenar el gran impulso misionero que venía desde los tiempos de Pío IX y esa gracia ultramontana que había significado la llegada masiva de misioneros de congregaciones europeas (que se multiplicaban exponencialmente, en una verdadera primavera de la Iglesia) a lo largo del mundo no europeo, incluso en colonias de países no católicos o laicistas o en tierras incluso bajo el gobierno de soberanos gentiles.
Con respecto a la liturgia y al arte litúrgico católicos, tan estrechamente vinculados a la tradición clásica latina, el panorama había sido bastante fecundo, incluso en pueblos de diversísima condición. No era rara la constatación de la danesa Karen Blixen –Isak Dinesen –, de origen luterano, respecto a la maravilla y fascinación que producía entre los nativos paganos y musulmanes de la Kenia británica de inicios del siglo XX la liturgia tradicional, el arte neorrománico y neogótico y las demás manifestaciones del ethos del catolicismo.
Es extraordinario comprobar cómo la Iglesia de Roma lleva su atmósfera doquiera vaya. Los padres habían proyectado y construido su iglesia ellos mismos con ayuda de su congregación nativa, y estaban, con toda razón, muy orgullosos de ella. Era una iglesia grande y hermosa, de color gris con su campanario (…) Todas las construcciones eran de piedra gris y cuando bajabas cabalgando se las veía, ordenadas e impresionantes en el paisaje, de manera que podían estar en un cantón del sur de Suiza o en el norte de Italia.[2]
Mientras tanto, a miles de kilómetros, en la Nochebuena de 1932, un Takeshi Nagai todavía ateo acompañaba a sus anfitriones, los católicos Moriyama, a la Misa de Gallo en la catedral de Urakami, en Nagasaki:
A pesar de la nieve, cerca de cinco mil personas abarrotaban la catedral para asistir a la misa de gallo. Hasta los rudos granjeros y jornaleros se habían vestido para la ocasión y los kimonos de niñas y de las mujeres ponían una nota de color entre la muchedumbre. A Nagai le sorprendió la fuerza del canto comunitario y el silencio que seguía a este. En su libro Horobinu Mono Wo escribe por extenso sobre esta primera misa y la inesperada “intuición de la presencia viva de Alguien en la catedral de Urakami” (…) Cuando el sacerdote abandonó el púlpito, los fieles se levantaron para cantar el credo, cuyas palabras, recogidas en las misas de los grandes compositores, no le eran del todo desconocidas. Esa noche, sin embargo, lograron perturbarle, porque, privadas de esa suavidad que les presta la gloriosa polifonía de Beethoven o de Mozart, su desnudo dogmatismo le causó cierta inquietud. El credo que brotaba de aquellas cinco mil gargantas de Urakami se parecía más a un rugido desafiante, a un grito de batalla.[3]
Así como japoneses de todos los sectores sociales, especialmente de los más humildes, podían cantar el ordinario en latín y gregoriano, también en las parroquias rurales de Francia, como cuentan André Charlier, el gregoriano, esa escuela de santidad, había logrado ser aprendido por la inmensa mayoría de la feligresía, que dominaba la misa de Angelis, la de Adviento, Cuaresma y aun la de Pascua. Charlier recuerda esto en un artículo de 1965, escrito para advertir contra la destrucción del gregoriano por supuestas razones pastorales. Recuerda que en esa aldea que menciona, no hace ni diez años los fieles se encontraban en esas condiciones. [4] Unos años después, para 1969 o 1975, habrían de olvidar todo. ¡Qué profundo y a veces irremontable olvido se suscita cuando las revoluciones culturales son promovidas desde las más altas instancias, arrogándose sacrílegamente la autoridad del Espíritu Santo!
La profunda aceptación, gratitud y alegría de los fieles respecto de su liturgia tradicional en latín era conocida de sobra, incluso por los innovadores durante el Concilio. Ya tan tempranamente como noviembre de 1962, el obispo alemán Wilhelm Duschak, obispo de Calapan y vicario apostólico de las Filipinas, planteaba una «misa ecuménica, despojada de añadiduras históricas», dicha en «voz alta, en lengua vernácula y cara al pueblo»[5]. Cosa sorprendente y reveladora de la importancia de este personaje olvidado, pues para aquel momento, incluso quienes se manifestarían como progresistas radicales, como el monseñor Lercaro, manifestaban sus reservas sobre el abandono del latín y el canon en voz alta. Pero lo verdaderamente sorprendente es la confesión de monseñor Duschak, ante el verbita Ralph Wiltgen, de la extrema impopularidad entre los fieles de sus teorías revolucionarias: «Cuando se le preguntó si su propuesta tenía origen en el pueblo al que él servía, respondió: “No, pienso que ellos se opondrían, al igual que se oponen muchos obispos. Pero si se pusiera en práctica, creo que la aceptarían”». [6]
Las consecuencias de la masiva y violenta imposición de la Reforma Litúrgica, fueron estudiadas, en el caso de Francia, por el sociólogo François-André Isambert en 1980, quien llegó a las siguientes conclusiones:
- Las transformaciones actuales de la Iglesia son el resultado de la acción de las minorías ilustradas o al menos que se consideran como tales (teólogos, liturgistas, capellanes, laicos formados por los movimientos de Acción Católica). 2. Las masas populares han reaccionado negativamente, unas veces alejándose del clero y desertando del culto, otras adhiriéndose a formas antiguas de ritos y creencia, e incluso adhiriéndose a un clero tradicionalista. 3. A su vez, las minorías ilustradas han condenado estas reacciones, y en particular la segunda, juzgándolas no cristianas e impidiendo al cristianismo de masas manifestarse en la forma que le conviene. Las masas no estarían descristianizadas, sino que habrían sido excristianizadas (o, como se dice, «excomulgadas»), es decir, rechazadas fuera del cristianismo. [7]
En los lugares donde la evangelización se había degradado y los apostolados católicos se hallaban secularmente anquilosados –como en ciertos lugares de Hispanoamérica–, la reacción ante los cambios litúrgicos tomó más las características de una indiferencia curiosa que se fue haciendo menos curiosa y más indiferente con el paso del tiempo. Solo el movimiento carismático y grupos análogos acabarían nutriéndose y nutriendo a la Reforma Litúrgica, en perfecta consonancia entre sus ethos protestantizantes.
Quizá se podría aducir que la condición numérica ínfima del catolicismo tradicional a nivel universal es una señal de que la caída en la asistencia a misa que sigue a las reformas no obedece a éstas, pues de ser así, casi toda la diferencia entre las altas cifras preconciliares y las ínfimas posconciliares habría recalado en los apostolados de misa tradicional.[8] Pero ya el escritor alemán Martin Mosebach había observado algo bastante curioso: antes de la Reforma, la gente iba a misa, pero luego de los cambios, todos dejaron de ir, sin necesariamente estar en desacuerdo de manera consciente con ellos. Las razones son profundamente explicativas de la psicología humana:
La gente que yo conocía celebraba los cambios como algo que debía hacerse desde hacía mucho tiempo, pero incluso mi madre era bastante taxativa en que nadie tenía que asistir a ese tipo de cosa. Recuerdo conversaciones con católicos mayores que estaban claramente complacidos con las reformas, mientras al mismo tiempo estaban bastante determinados a “no volver a ir”. [9]
Cuando, desde una instancia sagrada, se rebaja, proscribe y ridiculiza lo que hasta hace pocos años –o incluso pocos meses– era tenido como lo más sagrado, se genera la sensación de que nada o casi nada está fuera de los límites de lo banal y destructible. Así, cuando, especialmente en los contextos expuestos al protestantismo donde se había desarrollado una apologética muy profusa respecto a la conveniencia del latín y de la misa tradicional, se veía que los mismos que hasta hace muy poco se habían llenado la boca con tales razones ahora decían (y hacían) exactamente lo contrario, la conclusión era clara, aunque quizá no tan consciente al principio: esta religión no es seria y así como pasó con la misa, pasará con la moral y el dogma; su único signo es la radical inestabilidad. Al principio, las masas caminaron a la apostasía implícita cumpliendo la consigna aggiornante de sus pastores. Luego otros escándalos (doctrinales o morales), cuando no el simple aburrimiento por una religión banal inventada en el momento, los llevaron a apostasías más explícitas, incluso junto con sus pastores, ahora laicizados.
Pero no solo las Reformas Litúrgicas fueron en su origen impopulares; sino que acabaron siendo profundamente antipopulares, es decir, perjudiciales para el pueblo. La Iglesia dejó de ser aquella levadura de los pueblos, que los elevaba, en sus propias culturas, a lecturas propias y enriquecedoras de la tradición clásica católica, sino que dilapidó su propio legado humano y divino, no pudiendo entregar ya nada, sino mera filantropía y sentimentalismo sicologista. Como previó el mismo Jesucristo, al volverse la sal sosa, fue tirada para afuera y pisada con desprecio por la gente (San Mateo 5, 13-19).
Paulo VI, días antes de la promulgación de la constitución Missale Romanum, con su usual bicefalia, en palabras de Romano Amerio, pareció llorar por el abandono de la misa tradicional y especialmente de la lengua latina en la liturgia:
Perdemos, de este modo, el lenguaje de los siglos cristianos, nos convertimos casi en intrusos y profanos en el recinto literario del lenguaje sagrado, perderemos incluso gran parte del incomparable tesoro artístico y espiritual que es el canto gregoriano. Tenemos, pues, motivos para lamentarnos y hasta turbarnos. ¿Con qué sustituiremos esta lengua angelical? Se trata de un sacrificio de inestimable valor (…). [Pero] vale mucho más entender el contenido de la plegaria que conservar los viejos y regios ropajes con los que se había revestido; vale mucho más la participación del pueblo, de este pueblo moderno ávido de la palabra clara, inteligible, traducible a la conversación profana[10]
En 1969, tal catástrofe espiritual y cultural era reconocida y llorada por Paulo VI, pero justificada por razones pastorales que muy pronto la realidad desmentiría cruelmente con el colapso de la asistencia a la misa y la rampante desacralización en la liturgia. Ahora, Francisco la celebra. Parece ser que la medida de la amargura que «impíos enemigos» harían beber a la Santa Iglesia «luego de poner sus manos sobre lo más sagrado» – como dice el exorcismo de León XIII – ha sido colmada. [11]
César Félix Sánchez Martínez
[1] Profesor de filosofía.
[2] Isak Dinesen, Memorias de África, RBA, Barcelona, 1993 [1935], pp. 29-30
[3] Paul Gynn, Réquiem por Nagasaki, Palabra, Madrid, 2011, p. 90
[4] R. P. Gustavo Camargo, «Cómo apreciar el canto gregoriano», Iesus Christus, Año XXIV, N. 139, julio/septiembre de 2012, p. 26
[5] Ralph M. Wiltgen, El Rin desemboca en el Tíber. Historia del Concilio Vaticano II, Criterio Libros, Madrid, 1999 [1967], p. 45
[6] Ibid., p. 46
[7] François-André Isambert, «Le sociologue, le prête et le fidèle», citado en Bernard Dumont, Miguel Ayuso y Danilo Castellano, Iglesia y política. Cambiar de paradigma, Itinerarios, Madrid, 2013, p.118
[8] Cifras sobre esta caída dramática sobran en muchos contextos geográficos y nacionales, pero ninguna se compara a la del «Tíbet católico» según Paul Claudel, Quebec, quizá la región del hemisferio occidental –o quizá del mundo– con mayor práctica religiosa católica y alto número de vocaciones hasta antes del Concilio: «El cemento que había mantenido unida a la comunidad católica se desintegró con asombrosa rapidez. A lo largo de los años sesenta, la asistencia a misa en Quebec (Canadá) bajó del 80 al 20 por 100, y el tradicionalmente alto índice de natalidad francocanadiense cayó por debajo de la media de Canadá (Bernier y Boily, 1986)», Erich Hobsbawm, Historia del siglo XX, Crítica, Buenos Aires, p. 339. No es que los quebequenses dejasen de ser clericales en tan poco tiempo. Lo siguieron siendo por un tiempo más; el asunto era que los clérigos eran los que los conducían a la apostasía. Caso semejante sería el de España en los años 70 y 80. E Irlanda y Malta en la actual reedición francisquista del aggiornamento. Como apuntó Marx, la historia se repite primero como tragedia, luego como comedia.
[9] Martin Mosebach, The Heresy of Formlessness, Ignatius Press, San Francisco, 2006, pp. 14-15 [La traducción es mía]
[10] Paulo VI, Osservatore Romano, 27 de noviembre de 1969, citado en Romano Amerio, Iota Unum, Criterio Libros, Madrid, 2003 p. 422.
[11] Exorcismus in Satanam et Angelos Apostaticos. Jussu Leonis XIII. P. M. editus, Tip. Y Encuadernación Medina, Arequipa, 1901, p.3