Nuevas investigaciones de PEW publicadas este mes indican que sólo el 26% de los católicos en Estados Unidos menores de cuarenta creen en la presencia Real de Jesucristo en la Eucaristía.
En su libro, Index of Leading Catholic Indicators, Kenneth C. Jones cita una encuesta de 1994, conducida por el New York Times/CBS indicando que el número de Católicos entre 18 y 44 años que creían que la Eucaristía era “meramente un símbolo” era un 70% (Jones, p. 80)
Así que, sin tomar en cuenta las variaciones entre las dos encuestas, es una caída aproximadamente del 4% en un período de 25 años. No una caída dramática pero tampoco una mejoría. Y esta tendencia hacia la baja ha ocurrido a pesar de una generación más joven de sacerdotes que han abrazado “la reforma de la reforma”.
Creo, aunque no tenga los datos para probarlo, que estos números embarazosos son el resultado directo de la naturaleza desacralizadora del paradigma del Novus Ordo.
Lo creo porque yo experimenté mi propia crisis de fe en la Presencia Real como joven en los noventa que estuvo directamente relacionada con mis experiencias litúrgicas.
En el borrador de un libro sin terminar, empecé a escribir, hace una década, sobre mi descubrimiento de la Tradición Católica; describía cómo me enredé al punto de literalmente preguntarle a Jesús cómo podía creer que Él estaba presente en la Eucaristía:
Crecí en el paisaje litúrgico del Novus Ordo Missae. Mis jovenes padres, quienes crecieron más conservadores en su expresión de la Fe Católica mientras el tiempo pasaba, también fueron separados de la tradición litúrgica previa. Nacidos en 1952 y 1958 respectivamente, ambos eran bastante jovenes cuando la liturgia fue cambiada oficialmente y más jovenes aún cuando los experimentos empezaron. Mi padre, que se había alejado de la Iglesia cuando era joven, tuvo el beneficio de una más larga experiencia con la Iglesia anterior al Vaticano II, pero su alejamiento de la creencia le costó muchísimo durante ese tiempo y en su regreso, estaba tratando de encontrar pie a una comprensión intelectual del Catolicismo que nunca antes habia poseído. En gran parte se fue por haberle dicho que no hiciera preguntas. Cuando regresó, las respuestas en mucho ya eran diferentes de lo que habían sido antes.
La primera parroquia que recuerdo es la de San Eduardo en Springs, Connecticut. Vivíamos a unas cuadras de distancia y caminábamos a Misa como una familia, mis zapatos cafés golpeando las aceras mientras mis padres me arrastraban a mí y a mis hermanos. Era una iglesia atractiva, con un exterior en piedra y una arquitectura que hablaba de los días antiguos. El Tabernáculo estaba en una area separada a la izquierda del santuario y recuerdo que siempre nos sentabamos en ese lado y yo era cuidadoso de dirigir mis intenciones a Jesús, de quien mi madre me había informado estaba ahí. Creo recordar que se me hacía extraño que la persona más importante del lugar—a Quien veniamos a ver—-estuviera en una esquina, aunque pudieran ser que los recuerdos distorsionen la memoria. Como quiera que sea, fue en San Eduardo donde hice mi Primera Comunión. El sacerdote, el amable Hermano Smith, era una persona sin rodeos que les gustaba a mis padres por decir las cosas como eran. Sin embargo, en clase nos enseñó a recibir la comunión en la mano, lo que acepté de la misma forma en que aceptaba todo lo que me enseñara un sacerdote. Recuerdo que confome practicabamos para el gran día, la monja vestida de poliéster que dirigía nuestra clase nos forzaba a aprender la letra de la cancion City of God, que debía ser tocada durante nuestra hora especial. Seguía tocando la condenada canción una y otra vez en una grabadora portátil y yo mascaba las palabras sin cantarlas porque no quería ponerle voz a una obra musical tan fea. A la edad de siete, los síntomas de mi condición posterior se empezaban a mostrar.
Con el paso del tiempo los síntomas continuaron creciendo. Pronto caminaba a San Eduardo por mí mismo para oír la primera Misa de la mañana, para oír al sacerdote predicar fuego y azufre desde el púlpito y saltarse todas las canciones. (Eso también significaba tener una hora gloriosa solo, viendo los dibujos animados, mientras el resto de mi familia estaba en la iglesia). Cuando nos mudamos de Connecticut a New York, me volví acólito en nuestra pequeña parroquia al otro lado de la frontera de Pensilvania. Tenía amistad con el sacerdote de allí y a menudo comía con él durante mi trabajo de verano en la bodega local cercana. Me convertí en lector y luego también en maestro de catecismo, junto con mi padre. Inicié un grupo de jóvenes e incluso escribí un manual para el programa, esperando que continuara en mi ausencia. Era, en el glorioso espiritu del Vaticano II, un partícipe de la vida de la parroquia.
Pero algo faltaba.
En mis años de adolescente, descubrí, a través de uno de los nuevos movimientos de la Iglesia, ortodoxia litúrgica y sacramental. Había llegado en un momento no muy temprano, por la falta de seriedad con la que sentía que muchos de los adornos externos de la liturgia estaban contaminados y habían empezado a amenazar mi fe. Recuerdo haberme arrollidado sobre la pelusa de alfombra azul, enfrente del odioso tabernaculo (esta vez, al lado derecho del santuario) y preguntarle a Dios que si Él estaba realmente presente en la Eucaristía, ¿por qué actuábamos como si no lo estuviera? Todo el rasgueo de las guitarras y las encendidas canciones y personas vestidas como si fueran a la playa y el feo decorado y la indiferencia con la que nos acercabamos al Sacramento parecían indicar una situación muy poco seria en la que Dios se hacia presente, Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, ahí mismo en el altar que más se parecia a una bella mesa de comedor que el sagrado espacio para el sacrificio.
Estuve así de cerca de renunciar a la Iglesia y fue sólo la gracia de haber estado expuesto a algunos elementos de “la reforma de la reforma”; una tardía introducción a las practicas de adoración, bendición y canto Gregoriano; y un despertar por la lucha del alma de la Iglesia (enraizadas en mi experiencia en el encuentro mundial de la juventud en Denver) que me fue posible mantener mis ojos en el Premio.
No puedo imaginar que estaba solo en estas preguntas vitales. ¿Cuántos otros jóvenes de mi generación sin ninguna conexión con lo que sea la Tradición y ni siquiera con la opción de asistir a la Misa Tradicional, se estarían preguntando las mismas cosas? ¿Cuántos otros jóvenes no encontraron las respuestas y decidieron que después de todo la presencia no era real?
Para mi, estas consideraciones sobre cómo tratamos a Cristo Eucaristía, como punto de referencia a la fé, –y lo que mas tarde conocería como la maxima “lex orandi, lex credendi” — se convirtió en un tema recurrente. Revisé estas ideas una y otra vez conforme hacía mi camino, tropezando y casi ciego, en mi totalmente inesperado viaje hacia una Tradición de la que nunca había oído y de la que no conocía nada.
Y hacer estas preguntas no siempre me hizo muy popular.
Durante mi último año en la universidad, con los abusos litúrgicos comunes, que eran un tema regular en las Misas en el Campus de Steubenville, fijos firmemente en mi cabeza, usaba mi usualmente frívola columna en el periodico estudiantil para empujar el mismo tema. La Eucaristía, escribí Texto (PDF), “es gratuita, inmerecida. Es la comunión física, palpable con el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesus, nuestro Dios y Redentor. Él es la piedra que desecharon los constructores y se convirtió en la piedra angular—pero está siendo de nuevo rechazado. No sólo por el secularismo o el ateísmo humanista, sino por cristianos que están poniendo nuestra humanidad sobre su Divinidad, empujándolo más allá del altar, mientras nosotros nos hacemos más visibles”.
Hablaba acerca de la pérdida de la reverencia Eucaristica dentro de la liturgia, el énfasis de la predicación carismática sobre el respeto al Sacramento, el uso innecesario de un ejército de ministros Eucarísticos laicos, el problema de rendir culto con música no sacra, el emplazamiento lateral de los tabernaculos, y el problema general de una arquitectura liturgica no sacra. “Entiendo que muchas de estas cosas ocurren con las mejores intenciones, dije, esperando ser conciliador. En el todo, no hay una fuerza consciente y maliciosa caminando hacia la destrucción de la Experiencia Catolica. Pero independientemente de la intención, eso está sucediendo”.
(Recuerden que estaba a muchos años de distancia de descubrir la tradición Católica en ese momento, y la verdad de la malicia detrás de mucho de lo que estaba hecho no era todavia algo que llegara a aceptar).
Todas estas cosas, argumentaba, empujaban nuestra atención lejos de Nuestro Señor, con quien debiera estar, en lugar de hacer eco de las palabras de Santo Tomas de Aquino: “Jesus, mi Señor, mi Dios, mi Todo—¿cómo puedo amarte como debo?”
Pensé que había escrito un buen artículo que además era bien recibido por muchos de mis compañeros. Pero fuí sorprendido por una carta al editor texto (PDF) escrita por el capellán del campus, a la cual no tuve oportunidad de responder.
El capellán escribió, en parte, en relacion a mi escrito:
Debo decir que quedé impactado, no sólo por la confusa y equivocada teología expresada, sino por el juicio dogmático expresado por el autor. Establece varias cosas de buena forma, pero luego las abroga al llegar a conclusiones erróneas. Pero sobre todo es un artículo muy subjetivo, de un dogmatismo vacío de especificaciones sólidas y lleno de generalidades y opiniones personales.
En retrospectiva, probablemente fui más general en mi crítica de lo que debí haber sido. Estaba tratando de evitar decir nombres, pero tenía las caras de varios sacerdotes presentes en mi mente, cuando lo escribí. Tenía sólo veintitrés años; era un escritor inexperto. Por otro lado, creo que al capellán se excedió en su respuesta. Imaginen siendo un sacerdote católico en una institución educacional que se enorgullecía de su reputación de “ortodoxia dinámica” y tratando de avergonzar a un estudiante que estaba pidiendo más reverencia Eucarística.
Me gradué la semana en que se publicó su respuesta sintendo mucho la picadura de tener mis preocupaciones tan duramente rechazadas por la misma universidad que me había ayudado a desarrollar.
Así, estas eran las dos ideas en pugna del Catolicismo que dominaron mi juventud: una, a la que llegué gradualmente en el tiempo, fue el deseo de tratar la Eucaristía como si Jesús realmente estuviese presente ahí y la realidad de ver que lo que hacemos en la liturgia o bien magnifica o distrae de ese hecho; y la otra, que el agresivo e imperdonable estribillo de que los cambios postconciliares eran algo bueno y que cualquiera que los cuestionara era culpable de “dogmatismo crítico”
Estas palabras escritas hace dieciocho años, pudieran bien ser escritas el día de hoy. Mis preocupaciones a los veintitrés eran similares a las de jóvenes hombres y mujeres en el sínodo para la juventud del año pasado, quienes se sintieron ignorados cuando ellos vehementemente pidieron una liturgia mejor y más reverente.
Pero la respuesta a esta perturbadora declinación de las creencias Católicas fundamentales me parcen muy simples: si quieren que la gente crea en la Presencia Real, que traten a la Eucaristía como que es Dios presente y estar seguros de respaldarlo con una catequesis sólida, enfatizándolo. No distraerse de la importancia central con presencia humana, una práctica o un aparato. Hacer todo lo que esté en el poder de uno para reflejar la noble majestad del Santísimo Sacramento del Altar a través de palabras, escritos y gestos. Construir iglesias fragantes de este misterio. Componer musica que lleve al escucha hacia Él.
Literalmente es así de simple.
Si, por otro lado, no quieren que la gente crea que Jesus esta realmente presente, bueno, sigan haciendo lo que estan haciendo.
Steve Skojec
Traducido por Enrique Nungaray
Fuente original: https://onepeterfive.com/only-26-of-us-catholics-under-40-believe-in-the-real-presence-and-thats-no-accident/